Durante
las tres semanas que siguieron a los acontecimientos que acabo de
relatar, mi estancia en Santander se convirtió, por fin, en unas
auténticas vacaciones. Las lluvias no volvieron y la vida en Villa
Candelaria recobró su habitual serenidad. Tío Luis construía sus
máquinas imposibles, tía Adela seguía escuchando (ya sin suspirar)
a Chaikovski, Rosa y Gabriel se veían a diario, y Violeta y yo
pasábamos casi todo el tiempo juntos.
Íbamos
a la playa, hacíamos excursiones, dábamos paseos, intercambiábamos
libros, charlábamos en el porche al anochecer –hasta que los
mosquitos nos obligaban a buscar refugio en la casa–, ella
procuraba no echarme broncas y yo hacía lo posible por no darle
motivos para abroncarme. Supongo que aquella concordia se debía, al
menos en parte, a la extraña aventura que habíamos protagonizado al
descifrar el misterio de las Lágrimas de Shiva, y también al
secreto que nos unía, aquel fantasma cuya existencia sólo Violeta y
yo conocíamos.
Fue
un tiempo remansado, un tiempo perezoso y sensual, como una
prolongada siesta. Durante aquel final del verano, los días se
sucedían tan iguales entre sí, tan pausadamente, que parecía como
si sólo hubiera un único y larguísimo día, seguido de una infinita
noche. Creo que, desde entonces, así me imagino yo la eternidad.
Aunque
no todo fue calma y quietud. Hubo, de hecho, un incidente que, pese a
ser un poco ridículo, acabó por conducirme de cabeza a la
comisaría. Ocurrió un sábado por la mañana, cuando las playas
estaban más atestadas. Violeta, Azucena y yo íbamos a bañarnos e,
inesperadamente, pues no era su costumbre, margarita decidió venir
con nosotros. El caso es que llegamos a la primera playa, extendimos
las toallas sobre la arena y nos desvestimos. Entonces, tras quitarse
la blusa y los pantalones cortos, descubrimos que Margarita llevaba
puesto un biquini realmente pequeño. No es que fuera escandaloso,
pero aquéllos eran otros tiempos, y no precisamente muy tolerantes.
Marga,
como una diosa pagana, se tumbó sobre su toalla, cerró los ojos y
se puso a tomar el sol tranquilamente, ajena a la expectación que
estaba levantando. Al cabo de unos minutos, todos los varones menores
de ochenta años que había en la playa comenzaron a desfilar por
delante de donde estaba mi prima, fingiendo que iban a lo suyo, pero
sin dejar de mirarla disimuladamente. Al mismo tiempo, las comadres
que nos rodeaban se pusieron a cuchichear en tono ofendido,
procurando, eso sí, que nos llegaran bien claras ciertas palabras
clave, como desvergüenza,
inmoralidad o escándalo.
Eran
otros tiempos, ya lo he dicho, y prueba de ello es que, media hora
más tarde, apareció un guardia municipal, se acercó a Margarita y
le dijo en tono autoritario:
–Señorita,
haga el favor de taparse.
Mi
prima le miró como si, en vez de un policía, estuviera viendo a un
insecto particularmente desagradable.
–Si
me tapo no me da el sol –repuso–, y quiero broncearme.
El
agente, un cuarentón pasado de peso y de expresión adusta, frunció
el ceño.
–Mire
que soy la autoridad, ¿eh? –advirtió–. Déjese de tonterías y
vístase, que está dando un espectáculo.
–No,
perdone –replicó Marga–, yo estaba aquí tomando el sol sin
meterme con nadie. El espectáculo lo está montando usted.
El
policía parpadeó, desconcertado; creo que no estaba acostumbrado a
que le trataran con tan escaso respeto.
–Obedezca
de una vez, joven gruñó– o me veré obligado a detenerla.
–¿Ah,
sí? Pues deténgame, porque yo no pienso moverme de aquí.
Dicho
esto, Margarita cerró los ojos y siguió tomando el sol como si tal
cosa. Poco a poco, se había ido formando un corrillo de curiosos a
nuestro alrededor. Los más jóvenes comenzaron a jalear a Margarita,
mientras que los de más edad se ponían de parte del policía. Éste
miraba en derredor con patético desconcierto. Tenía dos
alternativas: intentar llevarse a rastras a una chica muy ligera de
ropa, o bien quedar en ridículo delante de todo el mundo.
Finalmente,
quizá intentando salvar su maltrecha dignidad, aferró a margarita
por el brazo y comenzó a tirar de ella para intentar levantarla.
Violeta y yo, que hasta aquel momento habíamos sido mudos testigos
del percance, corrimos a defender a Marga. El agente se puso entonces
a forcejear con nosotros y apartó a Violeta de un empujón. Y de
repente, como si se hubiera convertido en una gata salvaje, Azucena
saltó sobre el policía y le mordió con todas sus fuerzas en el
brazo.
En
resumen, acabamos todos en la comisaría y tuvo que venir tío Luis a
sacarnos de allí. De regreso a casa, mientras conducía, mi tío nos
echó una severa reprimenda, en particular a Margarita; sin embargo,
pese a su aparente enfado, por un momento me pareció atisbar en su
mirada una especie de sonrisa oculta, como si en el fondo le
divirtiera (e incluso aprobara) el comportamiento de su hija.
Unos
días después, Abraham Bárcena, el propietario de El Cormorán, nos
convocó a Violeta y a mí en su tienda para enseñarnos algo. Al
parecer, rebuscando entre los álbumes de recuerdos de un viejo amigo
suyo, había encontrado una foto en la que quizás aparecía Simón
Cienfuegos, el capitán del Savanna.
–No
es seguro que sea él, marineros –nos advirtió Bárcena–.
Encontré la foto en casa de mi amigo Lucas Leiba, un viejo lobo de
mar ya retirado. La foto se debió de tomar a finales del siglo
pasado. Mirad…
Violeta
y yo nos inclinamos a la vez para contemplar la fotografía que
Bárcena había puesto sobre el mostrador. En ella se veía a un
grupo de ocho marinos posando frente a los muelles.
–¿Quién
es Cienfuegos? –pregunté.
–¿Pues
quién va a ser, grumetillo? –respondió Bárcena–. El único
negro que hay ahí.
La
foto era de color sepia y no estaba demasiado nítida; sin embargo,
al fijarme bien, descubrí que, en efecto, uno de los marinos, el que
se encontraba en el extremo derecho, tenía la tez más oscura que
los demás. Era un hombre muy alto –le sacaba más de una cabeza a
los otros–, ancho de espaldas y con el pelo ensortijado. Llevaba
una chaqueta cruzada y en la mano sostenía una gorra de capitán.
Sus facciones eran enérgicas, con el mentón cuadrado, los labios
carnosos, la nariz recta y unos ojos grandes e intensos.
Vale,
era un tío cachas, pero tampoco me pareció gran cosa. Opinión que,
por supuesto, no compartió Violeta. Tras contemplar la fotografía
durante un buen rato, alzó la cabeza, sonrió bobamente y dejó
escapar un suspiro.
–No
me extraña que Beatriz se enamorara de él… –murmuró.
Y
se pasó el resto del día con la cabeza en otra parte y una
expresión soñadora en la mirada. Pero, en fin, así son las mujeres
algunas veces.
*
* *
Los
días transcurrieron perezosamente y el largo verano comenzó a
languidecer. Una mañana de finales de agosto, mi madre me llamó por
teléfono para decirme que, según el médico, papá ya estaba
prácticamente restablecido y, por tanto, yo podía volver a casa.
Así que me había sacado un billete de tres para el cinco de
septiembre. Antes de despedirse de mí, añadió que tenía muchas
ganas de volver a verme.
Yo
también echaba de menos a mi familia; sin embargo, conocer la fecha
de mi regreso me produjo una sensación extraña, un poco
melancólica. Le conté a tía Adela lo que me había dicho mi madre
y acto seguido me dirigí al salón, donde estuve un buen rato
sentado en el sofá, mirando por el ventanal sin pensar en nada.
Al
cabo de media hora apareció Violeta, aunque casi no la reconocí,
pues se había arreglado el pelo y vestía una bonita blusa estampada
y una falda. Era la primera vez que la veía sin sus sempiternos
vaqueros, y lo cierto es que estaba preciosa.
–Mamá
dice que vuelves a Madrid el próximo viernes –comentó con
aparente indiferencia.
–Mi
padre está mucho mejor –asentí.
–Me
alegro. Quiero decir que me alegro de que tu padre esté bien –hizo
una pausa–. Así que te vas dentro de seis días… Vaya, ahora que
empezaba a acostumbrarme a ti.
–Sí,
soy como los perros –repliqué en tono burlón–; se nos acaba
cogiendo cariño.
Violeta
sonrió y se sentó a mi lado.
–Bueno,
¿qué tal te lo has pasado? –preguntó.
–Genial.
Han sido unas vacaciones fantásticas. He visto un fantasma, he
encontrado una joya que vale una fortuna y me ha detenido la policía.
No se le puede pedir más a unas vacaciones.
–¿Has
estado a gusto aquí, en Villa Candelaria?
–Mucho.
Tus padres son fenomenales y tus hermanas muy simpáticas.
Violeta
ladeó la cabeza y me miró de reojo.
–¿Y
nada más? –preguntó.
Me
encogí de hombros.
–Bueno,
tu madre cocina muy bien.
Mi
prima se pasó una mano por el cabello; de pronto, parecía un
poquito exasperada.
–¿Y
qué piensas de mí? –preguntó, mirándome a los ojos.
La
verdad es que comenzaba a sentirme incómodo: ¿a qué venían tantas
preguntas?
–Pues…,
nos hemos divertido juntos, ¿no? –carraspeé–; con todo eso de
las Lágrimas de Shiva y el fantasma, quiero decir. Hemos sido como
Sherlock Colmes y el doctor Watson –hice una pause y me apresuré a
aclarar–. Yo sería Watson, por supuesto. Bueno, pues que me caes
bastante bien, y eres una buena amiga.
Violeta
se incorporó bruscamente y puso los brazos en jarras.
–¿Te
caigo bastante
bien? –me espetó, poniendo mucho énfasis en la palabra bastante–.
¿Soy una buena
amiga? –respiró hondo, como una locomotora soltando vapor, y
exclamó–: ¡Pues tú me caes fatal! ¡Tienes menos sensibilidad
que un tarugo y eres un… un…! –boqueó varias veces, como si no
lograra encontrar un adjetivo lo bastante insultante, y concluyó–.
¡Vete a la mierda!
Dicho
lo cual, se dio la vuelta y abandonó dignamente el salón. Y yo me
quedé sentado en el sofá, con cara de tonto, preguntándome qué
podía haber hecho para enfurecerla tanto. Entonces, alguien dijo:
–Eres
idiota.
Giré
la cabeza y descubrí que Azucena estaba un par de metros a mi
derecha, junto a un gran sillón de orejas. Dado que aquella niña
jamás había despegado los labios delante de mí, al principio no la
relacioné con la voz que me había insultado. Pero, entonces,
Azucena abrió la boca y repitió:
–Eres
idiota.
Me
quedé de piedra. Durante dos meses, esa niña no había dicho ni una
palabra, y ahora, cuando se decidía a hablar, lo hacía para
insultarme.
–¿Por
qué dices eso? –pregunté.
–Porque
lo eres. Todos los chicos lo sois, pero tú eres el campeón de los
idiotas.
–Vale,
soy idiota. Pero, ¿qué idiotez he hecho ahora?
–No
enterarte de nada.
–¿Y
de qué me tengo que enterar?
–De
que le gustas a mi hermana –contestó.
–¿A
qué hermana? –pregunté tontamente.
–¿Pues
a quién va a ser? ¡A Violeta, imbécil!
Abrí
mucho los ojos.
–¿Qué
le gusto a Violeta? Si no para de abroncarme...
–Pero
le gustas –repuso ella con un encogimiento de hombros, como si
considerara uno de los grandes misterios de la vida que yo pudiera
gustarle a alguien.
–¿Y
tú cómo lo sabes? –pregunté.
–Porque
tengo ojos en la cara. Sólo hay que ver a Violeta para darse cuenta
de lo que siente por ti. ¿No te has fijado en lo guapa que se ha
puesto hoy para hablar contigo, pedazo de burro? Y tú sin enterarte
de nada. Pero lo peor de todo es que ella también te gusta a ti, y
tampoco te has enterado.
Dicho
esto, Azucena me contempló con desdén, sacudió la cabeza, se dio
la vuelta y abandonó el salón. Y yo me quedé más desconcertado
que un buzo en el desierto. ¿Le gustaba a Violeta? Me parecía
imposible, pero en realidad la pregunta importante era otra: ¿Me
gustaba Violeta a mí? Violeta era muy guapa, reflexioné, pero tenía
un carácter insoportable, aunque era inteligente, eso sí. Y
mandona, pero también divertida; e impaciente, pero buena
conversadora, y...
¡Al
cuerno!, decidí de repente. No hacía falta enumerar los pros y los
contras, sino mirar dentro de mí y preguntarme por mis sentimientos.
Así lo hice, y no tuve que reflexionar demasiado para descubrir que,
en efecto, Violeta me gustaba, y mucho. Comprender esa verdad tan
sencilla me dejó anonadado. Azucena estaba en lo cierto sobre lo que
yo sentía hacia su hermana, pensé. Pero entonces, ¿no tendría
también razón acerca de los sentimientos de Violeta hacia mí?...
No
pensé mucho más. Parpadeé un par de veces, tragué saliva y eché
a correr.
*
* *
No
me molesté en buscarla en el jardín, ni en su dormitorio, pues
desde el principio sabía dónde estaba. Me dirigí a la escalera,
remonté los peldaños de dos en dos hasta llegar a la planta alta,
crucé la terraza y abrí la puerta de la torre. Mi prima se hallaba
de pie frente a uno de los ventanales contemplando el lejano mar. No
podía verle la cara porque estaba de espaldas a mí.
–Violeta...
–dije.
–¿Qué
quieres? –contestó en tono seco, sin volverse.
–Pues...
Hablar contigo.
Hubo
un breve silencio. De pronto, mi prima giró en redondo y se aproximó
a mí.
–¿Quieres
hablar con una «buena amiga»? –preguntó en tono sarcástico,
mientras agitaba un amenazador dedo delante de mis narices–.
¿Quieres hablar con esa «buena amiga» que te cae «bastante bien»?
¡Porque si es eso lo que quieres, más vale que vayas a contárselo
a uno de tus estúpidos marcianos!
La
miré a los ojos. Tenía muy mal genio, las cosas como son, pero era
tan bonita como un amanecer.
–Perdona,
lo siente –me disculpé–, no quise decir eso. Me caes muy bien.
No, mucho mejor que bien. Y no eres sólo una buena amiga, al menos
para mí.
Violeta
frunció el entrecejo.
–Entonces,
¿qué soy?
–Pues...
–vacilé–. Eres... Bueno, yo... y tú... Ya sabes, tú y yo... En
fin...
De
repente, me quedé mudo. El valor había huido de mí como un conejo
del galgo, me flaqueaban las rodillas y era incapaz d articular
palabra. Violeta me contempló muy seria durante un largo e
incomodísimo minuto. Después, sacudió la cabeza y exclamó:
–¡Pero
mira que eres tonto!
Y
me besó.
Al
principio, fue un beso muy leve, sus labios contra los míos y las
manos entrelazadas en mi cintura. Luego, primero con timidez, con
abierta osadía más tarde, las lenguas cruzaron la frontera de los
dientes, y yo la estreché entre mis brazos, y ella me acarició la
espalda, y yo acaricié la íntima calidez de su piel. Estaba muy
excitado, y muy nervioso, y terriblemente feliz; tanto, que de
repente me eché a llorar.
No
es que gimotease, ni nada por el estilo; lo que pasó es que los ojos
se me llenaron de lágrimas y las malditas lágrimas comenzaron a
resbalarme por las mejillas, así que me aparté de mi prima y ladeé
la cabeza para ocultar el rostro.
–¿Qué
te pasa? –me preguntó.
–Nada
–contesté mientras enjugaba disimuladamente las lágrimas con el
dorso de la mano–, que se me ha metido algo en un ojo.
Nos
quedamos en silencio. Yo no sabía dónde meterme, porque no
conseguía dejar de llorar, y ella no dejaba de mirarme con una
sonrisa en los labios. Al cabo de unos segundos, se abrazó a mí y
me susurró al oído:
–A
veces, los sentimientos son tan intensos que suelen. Pero no tienes
que sentir vergüenza por demostrarlo, Javier; a mí me gusta que
seas así...
Teníamos
la misma edad, pero Violeta era infinitamente más sabia que yo, y
supo tener paciencia para enseñarme.
Descubrí
muchas cosas aquel verano, y no sólo un collar perdido. Descubrí
que el Paraíso puede encontrarse en el tacto de una piel suave, que
las caricias son más fuertes que los golpes, que los besos pueden
hacerte volar; descubrí que había sentimientos insospechados en mi
interior; que se puede reír y llorar al mismo tiempo; que es tan
excitante querer como ser querido; descubrí, en definitiva, algo tan
simple y tan complejo, tan vulgar y tan extraordinario, tan dulce y
tan amargo, como el amor.
*
* *
Sí,
esta es la típica historia con un final asquerosamente feliz; pero,
¿qué voy a hacerle? Así sucedieron las cosas. Por lo demás, ¿qué
fue de mis primas, las cuatro flores, como las llamaba su madre?
Rosa
y Gabriel siguieron saliendo, ya sin ocultar su relación, y en otoño
fueron a Madrid para estudiar Arquitectura. Cinco años más tarde,
se casaron. Yo asistí a la boda y todavía conservo una foto de los
novios. En ella aparece Gabriel, con traje y corbata, el pelo y la
barba bien cortados y una expresión risueña en el rostro. A su lado
está Rosa, vestida con el traje blanco de Beatriz Obregón, el mismo
que encontramos Violeta y yo en el desván.
De
hecho, en esa foto Rosa se parece muchísimo a Beatriz, y al parecido
contribuye el hecho de que la mayor de mis primas llevaba en torno al
cuello un collar de oro, diamantes y esmeraldas. Sí, ése fue el
regalo de compromiso que Gabriel le hizo a Rosa: las Lágrimas de
Shiva. Y, si nos paramos a pensarlo, resulta un poco irónico. El
collar se lo regaló Sebastián Mendoza a Beatriz Obregón en 1901,
pero Beatriz se fugó y las Lágrimas estuvieron perdidas durante
setenta y ocho años. Luego, yo encontré el collar y tío Luis se lo
devolvió a los Mendoza; pero, finalmente, las Lágrimas de Shiva
regresaron a manos de una Obregón con motivo de una boda.
¿Tantos
líos y tanto follón para que, al final, las cosas se quedaran igual
que al principio? Bueno, así es la vida.
Margarita
se fue a estudiar fuera de Santander, pero no a Madrid, sino a París.
Y en cuanto a Azucena… Bueno, esa chica siempre fue un poco rara,
aunque muy brillante. Estudió Ingeniería, como su padre. Y acabó
trabajando en la NASA. Supongo que ella es lo más cerca que yo jamás
estaré de mi tan querido programa espacial.
Y
ya sólo nos queda hablar de Violeta y de mí, claro. El caso es que
Violeta y yo, después de todo, acabamos por… Pero eso, como decía
Rudyard Kipling, es otra historia.
Ahora,
al cabo de tanto tiempo, comprendo lo importante que fue para mí
aquel verano, lo mucho que me cambió mi estancia en Villa
Candelaria, y el modo en que me hizo madurar la relación que mantuve
con mis cuatro primas. Supongo que crecí, y eso significó perder
algo muy valioso a cambio de otra cosa no menos importante. Todavía
hoy me pregunto si salí ganando o perdiendo con el cambio, aunque
quizá no tenga mucho sentido planteárselo, pues es algo que sucede
inevitablemente.
Todo
cambia, nada permanece –como solía decir mi profesor de filosofía–
y el verano de 1969 tocó a su fin. El viernes de la primera semana
de septiembre, muy temprano, mis tíos y mis primas me acompañaron a
la estación. Recorrimos el andén en silencia, hasta detenernos al
llegar a la altura del vagón que yo tenía asignado. Dejé la maleta
en el suelo y me despedí, uno por uno, de los Obregón.
Tío
Luis me estrechó la mano y luego me dio un fuerte abrazo; tía Adela
posó dos sonoros besos en mis mejillas y derramó unas lágrimas.
Rosa también me besó, pero antes de apartarse de mí me dio las
gracias al oído. En cuanto a Margarita, me guiñó un ojo, y Azucena
no dijo nada, pero me sonrió, lo que en su caso supongo que era un
inesperado rasgo de elocuencia.
Y
Violeta… Violeta se aproximó a mí, me miró largamente y, de
pronto, me besó en la boca, delante de sus padres. Me quedé helado.
Por el rabillo del ojo vi que tía Adela ponía cara de sorpresa (y
horror) y se disponía a reprendernos, pero también vi que tío Luis
sonreía bonachón y le indicaba con un gesto a su mujer que nos
dejara en paz, así que me relajé y le devolví a mi prima el beso.
Entonces
sonó el silbato de la locomotora, anunciando la proximidad de la
partida, y Violeta y yo nos separamos, despacio, como a
regañadientes. Ella sonrió y dijo en voz bajita:
–Te
quiero, primo.
Le
devolví la sonrisa.
–Y
yo a ti, prima –respondí.
Luego,
el silbato volvió a sonar y subí al vagón a toda prisa. Dejé la
maleta en mi compartimento y me asomé a la ventanilla justo cuando
el tren se ponía en marcha. Alcé una mano y la agité, diciéndole
adiós a mis tíos y a mis primas.
Y
entonces, conforme el tren se alejaba, percibí un perfume familiar,
un delicado aroma a nardos, y supe que, aparte de aquéllos a quienes
podía ver en el andén, había alguien más despidiéndose de mí en
la estación.