sábado, 27 de septiembre de 2014

Capítulo 12. Azucena


Durante las tres semanas que siguieron a los acontecimientos que acabo de relatar, mi estancia en Santander se convirtió, por fin, en unas auténticas vacaciones. Las lluvias no volvieron y la vida en Villa Candelaria recobró su habitual serenidad. Tío Luis construía sus máquinas imposibles, tía Adela seguía escuchando (ya sin suspirar) a Chaikovski, Rosa y Gabriel se veían a diario, y Violeta y yo pasábamos casi todo el tiempo juntos.

Íbamos a la playa, hacíamos excursiones, dábamos paseos, intercambiábamos libros, charlábamos en el porche al anochecer –hasta que los mosquitos nos obligaban a buscar refugio en la casa–, ella procuraba no echarme broncas y yo hacía lo posible por no darle motivos para abroncarme. Supongo que aquella concordia se debía, al menos en parte, a la extraña aventura que habíamos protagonizado al descifrar el misterio de las Lágrimas de Shiva, y también al secreto que nos unía, aquel fantasma cuya existencia sólo Violeta y yo conocíamos.

Fue un tiempo remansado, un tiempo perezoso y sensual, como una prolongada siesta. Durante aquel final del verano, los días se sucedían tan iguales entre sí, tan pausadamente, que parecía como si sólo hubiera un único y larguísimo día, seguido de una infinita noche. Creo que, desde entonces, así me imagino yo la eternidad.

Aunque no todo fue calma y quietud. Hubo, de hecho, un incidente que, pese a ser un poco ridículo, acabó por conducirme de cabeza a la comisaría. Ocurrió un sábado por la mañana, cuando las playas estaban más atestadas. Violeta, Azucena y yo íbamos a bañarnos e, inesperadamente, pues no era su costumbre, margarita decidió venir con nosotros. El caso es que llegamos a la primera playa, extendimos las toallas sobre la arena y nos desvestimos. Entonces, tras quitarse la blusa y los pantalones cortos, descubrimos que Margarita llevaba puesto un biquini realmente pequeño. No es que fuera escandaloso, pero aquéllos eran otros tiempos, y no precisamente muy tolerantes.

Marga, como una diosa pagana, se tumbó sobre su toalla, cerró los ojos y se puso a tomar el sol tranquilamente, ajena a la expectación que estaba levantando. Al cabo de unos minutos, todos los varones menores de ochenta años que había en la playa comenzaron a desfilar por delante de donde estaba mi prima, fingiendo que iban a lo suyo, pero sin dejar de mirarla disimuladamente. Al mismo tiempo, las comadres que nos rodeaban se pusieron a cuchichear en tono ofendido, procurando, eso sí, que nos llegaran bien claras ciertas palabras clave, como desvergüenza, inmoralidad o escándalo.

Eran otros tiempos, ya lo he dicho, y prueba de ello es que, media hora más tarde, apareció un guardia municipal, se acercó a Margarita y le dijo en tono autoritario:

Señorita, haga el favor de taparse.

Mi prima le miró como si, en vez de un policía, estuviera viendo a un insecto particularmente desagradable.

Si me tapo no me da el sol –repuso–, y quiero broncearme.

El agente, un cuarentón pasado de peso y de expresión adusta, frunció el ceño.

Mire que soy la autoridad, ¿eh? –advirtió–. Déjese de tonterías y vístase, que está dando un espectáculo.

No, perdone –replicó Marga–, yo estaba aquí tomando el sol sin meterme con nadie. El espectáculo lo está montando usted.

El policía parpadeó, desconcertado; creo que no estaba acostumbrado a que le trataran con tan escaso respeto.

Obedezca de una vez, joven gruñó– o me veré obligado a detenerla.

¿Ah, sí? Pues deténgame, porque yo no pienso moverme de aquí.

Dicho esto, Margarita cerró los ojos y siguió tomando el sol como si tal cosa. Poco a poco, se había ido formando un corrillo de curiosos a nuestro alrededor. Los más jóvenes comenzaron a jalear a Margarita, mientras que los de más edad se ponían de parte del policía. Éste miraba en derredor con patético desconcierto. Tenía dos alternativas: intentar llevarse a rastras a una chica muy ligera de ropa, o bien quedar en ridículo delante de todo el mundo.

Finalmente, quizá intentando salvar su maltrecha dignidad, aferró a margarita por el brazo y comenzó a tirar de ella para intentar levantarla. Violeta y yo, que hasta aquel momento habíamos sido mudos testigos del percance, corrimos a defender a Marga. El agente se puso entonces a forcejear con nosotros y apartó a Violeta de un empujón. Y de repente, como si se hubiera convertido en una gata salvaje, Azucena saltó sobre el policía y le mordió con todas sus fuerzas en el brazo.

En resumen, acabamos todos en la comisaría y tuvo que venir tío Luis a sacarnos de allí. De regreso a casa, mientras conducía, mi tío nos echó una severa reprimenda, en particular a Margarita; sin embargo, pese a su aparente enfado, por un momento me pareció atisbar en su mirada una especie de sonrisa oculta, como si en el fondo le divirtiera (e incluso aprobara) el comportamiento de su hija.

Unos días después, Abraham Bárcena, el propietario de El Cormorán, nos convocó a Violeta y a mí en su tienda para enseñarnos algo. Al parecer, rebuscando entre los álbumes de recuerdos de un viejo amigo suyo, había encontrado una foto en la que quizás aparecía Simón Cienfuegos, el capitán del Savanna.

No es seguro que sea él, marineros –nos advirtió Bárcena–. Encontré la foto en casa de mi amigo Lucas Leiba, un viejo lobo de mar ya retirado. La foto se debió de tomar a finales del siglo pasado. Mirad…

Violeta y yo nos inclinamos a la vez para contemplar la fotografía que Bárcena había puesto sobre el mostrador. En ella se veía a un grupo de ocho marinos posando frente a los muelles.

¿Quién es Cienfuegos? –pregunté.

¿Pues quién va a ser, grumetillo? –respondió Bárcena–. El único negro que hay ahí.

La foto era de color sepia y no estaba demasiado nítida; sin embargo, al fijarme bien, descubrí que, en efecto, uno de los marinos, el que se encontraba en el extremo derecho, tenía la tez más oscura que los demás. Era un hombre muy alto –le sacaba más de una cabeza a los otros–, ancho de espaldas y con el pelo ensortijado. Llevaba una chaqueta cruzada y en la mano sostenía una gorra de capitán. Sus facciones eran enérgicas, con el mentón cuadrado, los labios carnosos, la nariz recta y unos ojos grandes e intensos.

Vale, era un tío cachas, pero tampoco me pareció gran cosa. Opinión que, por supuesto, no compartió Violeta. Tras contemplar la fotografía durante un buen rato, alzó la cabeza, sonrió bobamente y dejó escapar un suspiro.

No me extraña que Beatriz se enamorara de él… –murmuró.

Y se pasó el resto del día con la cabeza en otra parte y una expresión soñadora en la mirada. Pero, en fin, así son las mujeres algunas veces.





    * * *



Los días transcurrieron perezosamente y el largo verano comenzó a languidecer. Una mañana de finales de agosto, mi madre me llamó por teléfono para decirme que, según el médico, papá ya estaba prácticamente restablecido y, por tanto, yo podía volver a casa. Así que me había sacado un billete de tres para el cinco de septiembre. Antes de despedirse de mí, añadió que tenía muchas ganas de volver a verme.

Yo también echaba de menos a mi familia; sin embargo, conocer la fecha de mi regreso me produjo una sensación extraña, un poco melancólica. Le conté a tía Adela lo que me había dicho mi madre y acto seguido me dirigí al salón, donde estuve un buen rato sentado en el sofá, mirando por el ventanal sin pensar en nada.

Al cabo de media hora apareció Violeta, aunque casi no la reconocí, pues se había arreglado el pelo y vestía una bonita blusa estampada y una falda. Era la primera vez que la veía sin sus sempiternos vaqueros, y lo cierto es que estaba preciosa.

Mamá dice que vuelves a Madrid el próximo viernes –comentó con aparente indiferencia.

Mi padre está mucho mejor –asentí.

Me alegro. Quiero decir que me alegro de que tu padre esté bien –hizo una pausa–. Así que te vas dentro de seis días… Vaya, ahora que empezaba a acostumbrarme a ti.

Sí, soy como los perros –repliqué en tono burlón–; se nos acaba cogiendo cariño.

Violeta sonrió y se sentó a mi lado.

Bueno, ¿qué tal te lo has pasado? –preguntó.

Genial. Han sido unas vacaciones fantásticas. He visto un fantasma, he encontrado una joya que vale una fortuna y me ha detenido la policía. No se le puede pedir más a unas vacaciones.

¿Has estado a gusto aquí, en Villa Candelaria?

Mucho. Tus padres son fenomenales y tus hermanas muy simpáticas.

Violeta ladeó la cabeza y me miró de reojo.

¿Y nada más? –preguntó.

Me encogí de hombros.

Bueno, tu madre cocina muy bien.

Mi prima se pasó una mano por el cabello; de pronto, parecía un poquito exasperada.

¿Y qué piensas de mí? –preguntó, mirándome a los ojos.

La verdad es que comenzaba a sentirme incómodo: ¿a qué venían tantas preguntas?

Pues…, nos hemos divertido juntos, ¿no? –carraspeé–; con todo eso de las Lágrimas de Shiva y el fantasma, quiero decir. Hemos sido como Sherlock Colmes y el doctor Watson –hice una pause y me apresuré a aclarar–. Yo sería Watson, por supuesto. Bueno, pues que me caes bastante bien, y eres una buena amiga.

Violeta se incorporó bruscamente y puso los brazos en jarras.

¿Te caigo bastante bien? –me espetó, poniendo mucho énfasis en la palabra bastante–. ¿Soy una buena amiga? –respiró hondo, como una locomotora soltando vapor, y exclamó–: ¡Pues tú me caes fatal! ¡Tienes menos sensibilidad que un tarugo y eres un… un…! –boqueó varias veces, como si no lograra encontrar un adjetivo lo bastante insultante, y concluyó–. ¡Vete a la mierda!

Dicho lo cual, se dio la vuelta y abandonó dignamente el salón. Y yo me quedé sentado en el sofá, con cara de tonto, preguntándome qué podía haber hecho para enfurecerla tanto. Entonces, alguien dijo:

Eres idiota.

Giré la cabeza y descubrí que Azucena estaba un par de metros a mi derecha, junto a un gran sillón de orejas. Dado que aquella niña jamás había despegado los labios delante de mí, al principio no la relacioné con la voz que me había insultado. Pero, entonces, Azucena abrió la boca y repitió:

Eres idiota.

Me quedé de piedra. Durante dos meses, esa niña no había dicho ni una palabra, y ahora, cuando se decidía a hablar, lo hacía para insultarme.

¿Por qué dices eso? –pregunté.

Porque lo eres. Todos los chicos lo sois, pero tú eres el campeón de los idiotas.

Vale, soy idiota. Pero, ¿qué idiotez he hecho ahora?

No enterarte de nada.

¿Y de qué me tengo que enterar?

De que le gustas a mi hermana –contestó.

¿A qué hermana? –pregunté tontamente.

¿Pues a quién va a ser? ¡A Violeta, imbécil!

Abrí mucho los ojos.

¿Qué le gusto a Violeta? Si no para de abroncarme...

Pero le gustas –repuso ella con un encogimiento de hombros, como si considerara uno de los grandes misterios de la vida que yo pudiera gustarle a alguien.

¿Y tú cómo lo sabes? –pregunté.

Porque tengo ojos en la cara. Sólo hay que ver a Violeta para darse cuenta de lo que siente por ti. ¿No te has fijado en lo guapa que se ha puesto hoy para hablar contigo, pedazo de burro? Y tú sin enterarte de nada. Pero lo peor de todo es que ella también te gusta a ti, y tampoco te has enterado.

Dicho esto, Azucena me contempló con desdén, sacudió la cabeza, se dio la vuelta y abandonó el salón. Y yo me quedé más desconcertado que un buzo en el desierto. ¿Le gustaba a Violeta? Me parecía imposible, pero en realidad la pregunta importante era otra: ¿Me gustaba Violeta a mí? Violeta era muy guapa, reflexioné, pero tenía un carácter insoportable, aunque era inteligente, eso sí. Y mandona, pero también divertida; e impaciente, pero buena conversadora, y...

¡Al cuerno!, decidí de repente. No hacía falta enumerar los pros y los contras, sino mirar dentro de mí y preguntarme por mis sentimientos. Así lo hice, y no tuve que reflexionar demasiado para descubrir que, en efecto, Violeta me gustaba, y mucho. Comprender esa verdad tan sencilla me dejó anonadado. Azucena estaba en lo cierto sobre lo que yo sentía hacia su hermana, pensé. Pero entonces, ¿no tendría también razón acerca de los sentimientos de Violeta hacia mí?...

No pensé mucho más. Parpadeé un par de veces, tragué saliva y eché a correr.





    * * *



No me molesté en buscarla en el jardín, ni en su dormitorio, pues desde el principio sabía dónde estaba. Me dirigí a la escalera, remonté los peldaños de dos en dos hasta llegar a la planta alta, crucé la terraza y abrí la puerta de la torre. Mi prima se hallaba de pie frente a uno de los ventanales contemplando el lejano mar. No podía verle la cara porque estaba de espaldas a mí.

Violeta... –dije.

¿Qué quieres? –contestó en tono seco, sin volverse.

Pues... Hablar contigo.

Hubo un breve silencio. De pronto, mi prima giró en redondo y se aproximó a mí.

¿Quieres hablar con una «buena amiga»? –preguntó en tono sarcástico, mientras agitaba un amenazador dedo delante de mis narices–. ¿Quieres hablar con esa «buena amiga» que te cae «bastante bien»? ¡Porque si es eso lo que quieres, más vale que vayas a contárselo a uno de tus estúpidos marcianos!

La miré a los ojos. Tenía muy mal genio, las cosas como son, pero era tan bonita como un amanecer.

Perdona, lo siente –me disculpé–, no quise decir eso. Me caes muy bien. No, mucho mejor que bien. Y no eres sólo una buena amiga, al menos para mí.

Violeta frunció el entrecejo.

Entonces, ¿qué soy?

Pues... –vacilé–. Eres... Bueno, yo... y tú... Ya sabes, tú y yo... En fin...

De repente, me quedé mudo. El valor había huido de mí como un conejo del galgo, me flaqueaban las rodillas y era incapaz d articular palabra. Violeta me contempló muy seria durante un largo e incomodísimo minuto. Después, sacudió la cabeza y exclamó:

¡Pero mira que eres tonto!

Y me besó.

Al principio, fue un beso muy leve, sus labios contra los míos y las manos entrelazadas en mi cintura. Luego, primero con timidez, con abierta osadía más tarde, las lenguas cruzaron la frontera de los dientes, y yo la estreché entre mis brazos, y ella me acarició la espalda, y yo acaricié la íntima calidez de su piel. Estaba muy excitado, y muy nervioso, y terriblemente feliz; tanto, que de repente me eché a llorar.

No es que gimotease, ni nada por el estilo; lo que pasó es que los ojos se me llenaron de lágrimas y las malditas lágrimas comenzaron a resbalarme por las mejillas, así que me aparté de mi prima y ladeé la cabeza para ocultar el rostro.

¿Qué te pasa? –me preguntó.

Nada –contesté mientras enjugaba disimuladamente las lágrimas con el dorso de la mano–, que se me ha metido algo en un ojo.

Nos quedamos en silencio. Yo no sabía dónde meterme, porque no conseguía dejar de llorar, y ella no dejaba de mirarme con una sonrisa en los labios. Al cabo de unos segundos, se abrazó a mí y me susurró al oído:

A veces, los sentimientos son tan intensos que suelen. Pero no tienes que sentir vergüenza por demostrarlo, Javier; a mí me gusta que seas así...

Teníamos la misma edad, pero Violeta era infinitamente más sabia que yo, y supo tener paciencia para enseñarme.

Descubrí muchas cosas aquel verano, y no sólo un collar perdido. Descubrí que el Paraíso puede encontrarse en el tacto de una piel suave, que las caricias son más fuertes que los golpes, que los besos pueden hacerte volar; descubrí que había sentimientos insospechados en mi interior; que se puede reír y llorar al mismo tiempo; que es tan excitante querer como ser querido; descubrí, en definitiva, algo tan simple y tan complejo, tan vulgar y tan extraordinario, tan dulce y tan amargo, como el amor.





    * * *



Sí, esta es la típica historia con un final asquerosamente feliz; pero, ¿qué voy a hacerle? Así sucedieron las cosas. Por lo demás, ¿qué fue de mis primas, las cuatro flores, como las llamaba su madre?

Rosa y Gabriel siguieron saliendo, ya sin ocultar su relación, y en otoño fueron a Madrid para estudiar Arquitectura. Cinco años más tarde, se casaron. Yo asistí a la boda y todavía conservo una foto de los novios. En ella aparece Gabriel, con traje y corbata, el pelo y la barba bien cortados y una expresión risueña en el rostro. A su lado está Rosa, vestida con el traje blanco de Beatriz Obregón, el mismo que encontramos Violeta y yo en el desván.

De hecho, en esa foto Rosa se parece muchísimo a Beatriz, y al parecido contribuye el hecho de que la mayor de mis primas llevaba en torno al cuello un collar de oro, diamantes y esmeraldas. Sí, ése fue el regalo de compromiso que Gabriel le hizo a Rosa: las Lágrimas de Shiva. Y, si nos paramos a pensarlo, resulta un poco irónico. El collar se lo regaló Sebastián Mendoza a Beatriz Obregón en 1901, pero Beatriz se fugó y las Lágrimas estuvieron perdidas durante setenta y ocho años. Luego, yo encontré el collar y tío Luis se lo devolvió a los Mendoza; pero, finalmente, las Lágrimas de Shiva regresaron a manos de una Obregón con motivo de una boda.

¿Tantos líos y tanto follón para que, al final, las cosas se quedaran igual que al principio? Bueno, así es la vida.

Margarita se fue a estudiar fuera de Santander, pero no a Madrid, sino a París. Y en cuanto a Azucena… Bueno, esa chica siempre fue un poco rara, aunque muy brillante. Estudió Ingeniería, como su padre. Y acabó trabajando en la NASA. Supongo que ella es lo más cerca que yo jamás estaré de mi tan querido programa espacial.

Y ya sólo nos queda hablar de Violeta y de mí, claro. El caso es que Violeta y yo, después de todo, acabamos por… Pero eso, como decía Rudyard Kipling, es otra historia.

Ahora, al cabo de tanto tiempo, comprendo lo importante que fue para mí aquel verano, lo mucho que me cambió mi estancia en Villa Candelaria, y el modo en que me hizo madurar la relación que mantuve con mis cuatro primas. Supongo que crecí, y eso significó perder algo muy valioso a cambio de otra cosa no menos importante. Todavía hoy me pregunto si salí ganando o perdiendo con el cambio, aunque quizá no tenga mucho sentido planteárselo, pues es algo que sucede inevitablemente.

Todo cambia, nada permanece –como solía decir mi profesor de filosofía– y el verano de 1969 tocó a su fin. El viernes de la primera semana de septiembre, muy temprano, mis tíos y mis primas me acompañaron a la estación. Recorrimos el andén en silencia, hasta detenernos al llegar a la altura del vagón que yo tenía asignado. Dejé la maleta en el suelo y me despedí, uno por uno, de los Obregón.

Tío Luis me estrechó la mano y luego me dio un fuerte abrazo; tía Adela posó dos sonoros besos en mis mejillas y derramó unas lágrimas. Rosa también me besó, pero antes de apartarse de mí me dio las gracias al oído. En cuanto a Margarita, me guiñó un ojo, y Azucena no dijo nada, pero me sonrió, lo que en su caso supongo que era un inesperado rasgo de elocuencia.

Y Violeta… Violeta se aproximó a mí, me miró largamente y, de pronto, me besó en la boca, delante de sus padres. Me quedé helado. Por el rabillo del ojo vi que tía Adela ponía cara de sorpresa (y horror) y se disponía a reprendernos, pero también vi que tío Luis sonreía bonachón y le indicaba con un gesto a su mujer que nos dejara en paz, así que me relajé y le devolví a mi prima el beso.

Entonces sonó el silbato de la locomotora, anunciando la proximidad de la partida, y Violeta y yo nos separamos, despacio, como a regañadientes. Ella sonrió y dijo en voz bajita:

Te quiero, primo.

Le devolví la sonrisa.

Y yo a ti, prima –respondí.

Luego, el silbato volvió a sonar y subí al vagón a toda prisa. Dejé la maleta en mi compartimento y me asomé a la ventanilla justo cuando el tren se ponía en marcha. Alcé una mano y la agité, diciéndole adiós a mis tíos y a mis primas.

Y entonces, conforme el tren se alejaba, percibí un perfume familiar, un delicado aroma a nardos, y supe que, aparte de aquéllos a quienes podía ver en el andén, había alguien más despidiéndose de mí en la estación.



Capítulo 11. Las lágrimas de un dios


Más adelante, con el paso del tiempo, he disfrutado en mi vida de muchos y muy buenos momentos, pero creo que ninguno ha sido tan grande, tan intenso y satisfactorio como el que viví aquel día en Villa Candelaria.

Lo primero que hice fue reunir a mis primas. Cuando tuve a las cuatro hermanas delante, en mi dormitorio, saqué el paño de terciopelo negro, lo desenvolví con deliberada lentitud e, igual que un ilusionista sacando un conejo de la chistera, les mostré triunfante las Lágrimas de Shiva.

Rosa, margarita, Violeta y Azucena abrieron la boca a la vez y se quedaron mirando el collar estupefactas. La primera en reaccionar fue Violeta. Se aproximó a mí, rozó con la yema de los dedos una de las esmeraldas –quizá para asegurarse de que era real– y me preguntó:

¿Dónde lo has encontrado?

Bueno, precisamente ésa era la pregunta cuya respuesta había estado meditando largo y tendido antes de revelar mi hallazgo. Como es lógico, no podía mencionar la intervención del fantasma de Beatriz, al menos si no quería acaban contándole mis sueños más turbios a un loquero con barba de chivo. Por otra parte, tampoco quería inculpar a Amalia Bareyo; no porque me cayese bien –la verdad es que me parecía una vieja de lo más antipática–, sino porque aquella mujer era demasiado mayor para pagar ahora por lo que había hecho cuando sólo era una adolescente. Así que opté por simplificar la verdad, que es una forma como otra cualquiera de mentir.

Lo encontré en el desván –dije–. Estaba en el escritorio; había otro cajón oculto en el lado derecho.

Violeta me miró con extrañeza, como si algo no le cuadrara, pero justo entonces Rosa y Margarita comenzaron a hablar a la vez, muy excitadas, y cogieron el collar, y se lo probaron frente al espejo del armario y, de pronto, mi dormitorio se convirtió en una fiesta, con mis primas –y yo mismo– montando un pequeño barullo en torno a aquella joya prodigiosa.

Finalmente, cuando los ánimos se serenaron un poco, Violeta fue en busca d sus padres y los condujo al salón sin decirles para qué. Allí, perplejos y desconcertados, los tuvimos esperado unos minutos. Entonces, entramos Rosa, margarita y yo, extendimos los brazos hacia la puerta, igual que bailarines presentando a una vedette, y Azucena apareció en el umbral, con una tímida sonrisa en los labios y las Lágrimas de Shiva destellando en torno a su cuello.

Al principio mis tíos no vieron el collar; luego, cuando lo vieron, tardaron unos instantes en comprender qué era, y cuando lo comprendieron, sencillamente, se quedaron de piedra.

¡Dios mío!... –musitó mi tía, llevándose una mano a la boca en un gesto de asombro.

¡La madre que me parió! –musitó tío Luis con los ojos como platos.





* * *



Como era de esperar, tuve que extenderme en toda suerte de explicaciones, aunque la versión que conté, por supuesto, omitía muchos detalles. En resumen, la cosa era así: a raíz de encontrar el texto escrito en el ejemplar de Frankenstein, Violeta y yo nos pusimos a buscar en el trastero los objetos personales de Beatriz Obregón. Encontramos la carta en el buró, localizamos a Amalia Bareyo a través de Ramona, descubrimos que Beatriz se había fugado con el capitán Cienfuegos y, finalmente, yo encontré las Lágrimas de Shiva en el segundo compartimento secreto del escritorio.

Cuando concluí mi relato, en medio de un sepulcral silencio, tío Luis cogió el collar, se sentó en el borde de una butaca y permaneció largo rato mirando fijamente la resplandeciente joya.

Es una maravilla –dijo al fin–. Y debe de costar un riñón... –miró a su mujer–. ¿Cuánto crees que valdrá, Adela?

Mi tía se encogió de hombros.

No lo sé. Millones, calculo.

Tío Luis contempló de nuevo el collar y contuvo el aliento. Luego, sacudió la cabeza al tiempo que dejaba escapar lentamente el aire

Dan ganas de guardárselo –dijo–. Pero vamos a hacer algo mucho mejor –se puso en pie y, de pronto, comenzó a impartir una retahíla de órdenes–. Anda, poneos guapas, que nos vamos de visita. ¡Deprisa, niñas, no os quedéis ahí pasmadas mirándome! –se volvió hacia mí–. Tú también vienes, Javier; en cinco minutos quiero verte hecho un pincel –se giró hacia su mujer–. Voy a afeitarme, Adela. Y tú date prisa en cambiarte, que quiero salir cuanto antes.

Pero, ¿adónde vamos? –preguntó mi tía, intercambiando una perpleja mirada con sus hijas.

¿Adónde vamos?... –tío Luis echó a andar hacia la plante superior y respondió–: Vamos a hacerle una visita a Germán Mendoza.





* * *





Los Mendoza vivían no muy lejos de Villa Candelaria, en un suntuoso palacete rodeado por un extenso jardín francés. Llegamos allí a media mañana, mis tíos, mis primas y yo, todos de punta en blanco. Tío Luis preguntó por don Germán al mayordomo que nos abrió la puerta, y éste nos sugirió que aguardáramos en el salón, pero mi tío dijo que prefería esperar en el vestíbulo, así que el sirviente, un tanto desconcertado, fue en busca de su patrón.

Don Germán llegó unos minutos más tarde, seguido por su hijo Gabriel. Tras contemplarnos como si fuéramos una invasión de cucarachas, el patriarca de los Mendoza le preguntó con sequedad a tío Luis:

Bueno, ¿qué quiere?

Aclarar un viejo asunto –replicó mi tío, sosteniendo con firmeza la mirada de don Germán–. Desde hace muchos años, los Mendoza se han dedicado a calumniar a mi familia, acusándonos de haber robado el regalo de compromiso que uno de sus antepasados le hizo a Beatriz Obregón. Pues bien...

Tras una pausa un poco melodramática, tío Luis sacó de un bolsillo las Lágrimas de Shiva y se las entregó a don Germán, que cogió la joya con una expresión de absoluta perplejidad en el rostro.

Hoy mismo –prosiguió tío Luis–, mi sobrino Javier ha encontrado el collar. Estaba oculto en un mueble que perteneció a Beatriz Obregón; nadie sabía que se encontraba allí. Por todo ello, quiero dejar tres cosas muy claras. Primero: mi antepasada Beatriz no robó nada y, si quiere mi opinión, hizo muy bien en dejar plantado a un Mendoza al pie del altar. Segundo: entre los Obregón no hay ladrones, pero ahora está claro que entre los Mendoza sí que hay difamadores. Tercero y último: ahí tiene el puñetero collar. Y ya sabe por dónde puede metérselo –inclinó cortésmente la cabeza y agregó–: Que tenga un buen día, señor Mendoza.

Dicho esto, tío Luis giró en redondo, abrió la puerta y, tan digno como un rey, abandonó el palacete. Tras él fuimos su mujer, sus hijas y yo, y a nuestras espaldas se quedó don Germán, mirando con asombro el collar tanto tiempo extraviado.





    * * *



Tío Luis estaba exultante. Cuando salimos de la residencia de los Mendoza, se aproximó a mí, me estrechó la mano con solemnidad y declaró:

Aún no te he dado las gracias, Javier, pero al encontrar el collar me has proporcionado la mayor satisfacción de mi vida. Así que gracias, sobrino, muchísimas gracias –se volvió hacia el resto de su familia y alzó los brazos como si fuera a pronunciar un discurso–. Acabamos de desprendernos de una fortuna –dijo–, y eso hay que celebrarlo. Os invito a una mariscada –sonrió de oreja a oreja–. ¿Habéis visto la cara que se le ha quedado a Germán Mendoza? ¡Eso merece un festejo por todo lo alto!

Fue un día perfecto. Comimos en un restaurante del puerto y luego, tras recoger los bañadores en Villa Candelaria, nos fuimos todos a la playa. Tío Luis alquiló una lancha, recorrimos la costa, hasta el faro, e hicimos esquí acuático, y aunque yo no paré de caerme al agua, lo cierto es que fue un día muy, muy, muy especial.

Regresamos a casa al anochecer. Mi tío, feliz como un niño, insistió en invitarnos a cenar en Puerto Chico, pero antes nos dirigimos todos a nuestros dormitorios para asearnos un poco y cambiarnos de ropa. Y ahí estaba yo, en mi cuarto, acabando de vestirme, cuando de pronto llamaron a la puerta. Era Violeta. Entró en la habitación sin decir nada, se me quedó mirando de una forma extraña y comentó:

Aún no hemos podido hablar a solas.

Claro, con tanto jaleo.

Pues llevo todo el día queriendo decirte algo.

¿El qué?

Que eres un mentiroso.

Enarqué una ceja.

¿Por qué dices eso? –pregunté con fingida inocencia.

Violeta se cruzó de brazos.

Porque hace un par de días subí sola al desván. Estuve echándole otro vistazo al escritorio de Beatriz y encontré el segundo compartimento secreto. ¿Y sabes qué? Estaba vacío.

Ya… –musité, con cara de circunstancias.

Violeta me miró fijamente, ceñuda.

¿Dónde encontraste el collar, Javier? –preguntó–. Y dime la verdad.

¿Qué podía hacer? Decirle la verdad, claro; así que le conté con pelos y señales la aparición nocturna del fantasma de Beatriz, y los pormenores de mi posterior encuentro con Amalia Bareyo. Cuando concluí el relato, Violeta, con el rostro arrebolado, me preguntó:

¿De verdad viste a Beatriz?

Sí.

¿Y cómo era?

Como en el cuadro.

¿Pero se transparentaba, o algo así?

Sacudí la cabeza.

No, era más bien como si estuviese siempre en sombras. Pero parecía de carne y hueso, aunque no hacía ningún ruido.

Violeta dejó escapar un suspiro.

Después de todo –dijo–, Beatriz sólo quería que recuperáramos el collar –perdió laminada–. Me hubiera encantado verla…

Pues al principio, cuando la vi, casi me dio un infarto.

Sonrió.

¿Y esa bruja de doña Amalia? –dijo, cambiando de tema–. Menuda hija de su madre… Pero has hecho bien al no decirle a nadie que ella fue la ladrona. Bastante tiene ya cociéndose en su mala baba. Qué vieja, anda que no le ha hecho la pascua a mi familia.

Bueno, pero al final todo ha acabado bien –observé.

Sí –asintió Violeta.

De pronto, nos quedamos sin nada que decir, silenciosos, el uno frente al otro, mirándonos a los ojos. Y yo me sentí repentinamente turbado, como si una idea rara se me hubiese colado a escondidas en lamente, y creí entrever un extraño brillo en la mirada de mi prima, y el corazón, sin motivo alguno, comenzó a latirme más rápido.

Entonces, la voz de tío Luis nos llegó a través de la puerta, metiéndonos prisa para salir cuanto antes. Violeta y yo carraspeamos a la vez, un poco azorados. Ella echó a andar hacia su cuarto, y yo me di la vuelta para que no me viese la cara, pues, por algún motivo que entonces no pude discernir, me había puesto rojo como un tomate.





    * * *



Gabriel Mendoza, el hijo de don Germán, se presentó al día siguiente en Villa Candelaria. Quería hablar con tío Luis, pero también con el resto de la familia, así que nos reunimos todos en el salón. Gabriel se había cortado el pelo y llevaba chaqueta y corbata –supongo que para dar más solemnidad a su visita–, aunque se le veía claramente incómodo con aquel atuendo, y también muy nervioso.

Se–señor Obregón –dijo, refrenando un conato de tartamudeo–, la verdad es que no sé lo que piensa mi padre, ni lo que hará, pero yo sé muy bien cuál es mi deber –tras un carraspeo, en tono un poco monocorde, como si recitara un discurso largamente ensayado, prosiguió–: En calidad de primogénito de la familia Mendoza, quiero pedirle perdón por todo el daño que hayamos podido causarle a usted y a su familia. Las acusaciones que los Mendoza llevan difundiendo desde hace muchas décadas contra los Obregón han resultado infundadas, así que le doy mi palabra de que haré todo lo que esté en mi mano para restaurar el honor de su familia y enmendar los errores de la mía. Po tanto, en mi nombre, y en nombre de los míos, le ruego que acepte nuestras más sentidas disculpas.

Tras concluir su perorata, Gabriel tragó saliva y se quedó mirando expectante a tío Luis. Éste, con una beatífica sonrisa en el rostro, asintió levemente.

Vale –dijo–; acepto las disculpas.

Gabriel cambió el peso del cuerpo de un pie a otro y miró fugazmente a Rosa.

Hay algo más, señor Obregón. Es so–so… –tragó saliva para controlar el tartamudeo y continuó–: Es sobre su hija Rosa.

Tío Luis alzó una ceja.

Tú dirás –le invitó a seguir.

Pues verá –Gabriel respiró profundamente, haciendo acopio de valor, y declaró–: Estoy enamorado de Rosa, la quiero muchísimo. Y eso no debería extrañarle, ni a usted ni a nadie, porque su hija es preciosa, e inteligente, y sensible, y encantadora, y… Bueno, usted ya la conoce. Lo extraño es que, al parecer, Rosa también me quiere a mí. En fin, ex inexplicable, ya lo sé, pero he tenido esa suerte. El caso es que quiero salir con su hija y me encantaría contar con su consentimiento, señor Obregón… Pero no quiero engañarle: con su aprobación o sin ella, nada en el mundo podrá impedirme estar con Rosa. Aunque, claro, preferiría que usted lo aprobara…

Tío Luis ladeó la cabeza y miró fijamente a Gabriel, como si poseyera visión de rayos X y quisiera contemplar su interior. Durante unos segundos, todos contuvimos el aliento, expectantes, en medio de un sepulcral silencio. De pronto, mi tío se volvió hacia su hija mayor y le preguntó:

¿A ti te gusta este joven, Rosa?

Sí –respondió ella al instante–. Me gusta mucho.

Pues a mí también –repuso mi tío con una sonrisa.

¿Os imagináis una goma elástica muy tensa que, de golpe, se distiende? Pues eso sucedió en el salón de Villa Candelaria. Todos los presentes exhalamos a la vez el aire que hasta aquel momento habíamos contenido en los pulmones, y comenzamos a sonreírnos los unos a los otros con cara de bobos. De haber sido una película, en aquel momento habrían sonado los violines. Para ser sinceros, me dio un poco de grima lo cursi que se estaba poniendo el ambiente.

Tío Luis dio una palmada para llamar nuestra atención y nos dijo que, como estaba de muy buen humor, nos invitaba otra vez a comer en el puerto.. Por supuesto, en la invitación también incluyó a Gabriel Mendoza, que aceptó encantado –parecía como si flotara en una nube–, pero entonces tío Luis alzó el índice de la mano derecha y le advirtió:

Ojo, muchacho, que yo te dé permiso para salir con mi hija no lo soluciona todo. ¿Qué va a decir tu padre de esto?

Gabriel miró a Rosa y de nuevo a tío Luis:

Para serle sincero, señor Obregón –respondió–, me importa un bledo lo que diga mi padre.

Capítulo 10. El aroma de los nardos


Aquella charla con Amalia Bareyo supuso el final de nuestras pesquisas. Beatriz Obregón, la joven aristócrata, y Simón Cienfuegos, el marino hijo de una esclava, se conocieron por azar, se enamoraron y, finalmente, se fugaron juntos a América. No hubo crímenes ni robos misteriosos; sólo una simple historia de amor.

Durante los días siguientes, Violeta y yo fuimos con frecuencia a la playa. A veces, mientras estábamos tumbados en la arena, hablábamos de Beatriz, preguntándonos cómo habrían sido los casi cincuenta años que vivió en Jamaica junto al capitán Cienfuegos; pero, en general, nos mostrábamos más bien taciturnos, como si el final de nuestra pequeña investigación nos hubiera llenado de melancolía.

El buen tiempo había regresado, hacía calor y el sol brillaba radiante en el cielo. Con la llegada de agosto, la ciudad se llenó de turistas. Sin embargo, Violeta y yo nos sentíamos ajenos al bullicio que nos rodeaba. En parte, eso se debía al fúnebre ambiente que reinaba en Villa Candelaria; puede que en el exterior hubiera dejado de llover, pero dentro de la casa aún tronaba la tormenta.

No obstante, había algo más, existía otro motivo para aquella sensación de vacío que, como un huésped indeseado, parecía haberse instalado en mi estómago. Antes dije que todo había acabado, pero ¿era así realmente? ¿Es que el fantasma de Beatriz había estado manifestándose sólo para que nos enterásemos de su historia de amor? ¿Tanto esfuerzo de ultratumba por un motivo tan tonto? No, yo intuía que faltaba algo, que el rompecabezas no estaba completo, y eso me ponía muy nervioso.

Y más nervioso me puse cuando comencé a percibir un fantasmal perfume a nardos en todas partes y en todo momento.





    * * *



Al principio sucedía de forma esporádica. Una tarde, mientras estaba solo en el salón escuchando la radio, noté que olía débilmente a nardos. Un escalofrío me recorrió la espalda y me puse en tensión, esperando que algo sucediera; pero nada ocurrió y, tal y como vino, el aroma se fue.

Sin embargo, aquella misma noche, en mi cuarto, volví a oler a nardos. Y lo mismo sucedió al día siguiente, en el comedor, y en la cocina, y en el salón, cada vez con mayor frecuencia, hasta que, tres días más tarde, el perfume invadió la casa entera.

Recuerdo que se lo comenté a Violeta, pero ella, tras olisquear el aire, se limitó a decir:

Yo no huelo a nada.

¿Pero qué dices? –exclamé, irritado–. ¡Huele a nardos, maldita sea! Llevo todo el día oliendo ese perfume.

No huele a nada, Javier –insistió mi prima–; es tu imaginación. Me parece que estás obsesionado con la historia de Beatriz; deberías quitártela de la cabeza.

Pero yo no estaba obsesionado, ni imaginaba nada. Olía a nardos, a todas horas, en todas partes, y aquello me estaba destrozando los nervios. Finalmente, el domingo de la segunda semana de agosto, no pude más y exploté. Debían de ser las once y media de la noche. Estaba en la cama, intentando leer una novela, pero no lograba concentrarme, pues el aroma era en aquel momento tan intenso que me agobiaba. Harto de leer una y otra vez la misma línea sin enterarme de nada, cerré el libro de golpe y lo dejé sobre la mesilla de noche. Acto seguido, me senté en la cama y exclamé:

Bueno, ¿qué quieres?

Como era de esperar, nadie contestó.

¿No quieres nada? Entonces, ¿por qué narices estás dándome la vara todo el día con el dichoso perfume?

Silencio. Quizá fuera mi imaginación, pero me pareció que el olor a nardos se incrementaba.

¿Qué demonios quieres que haga? –insistí–. ¿Espiritismo? ¿Te pongo una vela? ¿Sacrifico una gallina en tu honor?...

Un claxon sonó en la lejanía. Luego, el ladrido de un perro.

Vale –proseguí, haciendo un gesto envolvente con las manos–. Te invito a venir. Mueve los libros, escribe mensajes en los espejos, lo que quieras, pero haz algo de una vez.

Transcurrió un largo minuto, pero los libros no se movieron de su sitio, ni hubo mensajes misteriosos, ni sucedió nada de nada. Exhalé una bocanada de aire y apagué la lámpara de la mesilla de un manotazo.

¿Te molesta la luz? Pues ya no hay luz. Vamos, sé un buen fantasma. ¿No eres una aparición? ¡Pues aparécete, maldita sea!

Permanecí largo rato despierto en la penumbra del dormitorio, aguardando a que algo ocurriera, pero nada ocurrió y poco a poco, sin darme cuenta, me fui quedando dormido.

Horas después, ya bien entrada la madrugada, me desperté de golpe, súbitamente espabilado, con la absoluta certeza de que había alguien más en mi habitación.







* * *



Abrí los ojos. El perfume era tan intenso que me ahogaba, como si todos los nardos del mundo se hubieran concentrado entre las cuatro paredes de mi dormitorio. La luz de la luna se filtraba a través de los visillos, difuminando las tinieblas con una tenue claridad lechosa. Alcé la cabeza y paseé lentamente la mirada por la habitación. Al principio, pensé que no había nadie, que aquella intuición de una presencia cercana no era más que el fruto de un mal sueño.

Pero entonces la vi.

Había una mujer a los pies de mi cama, mirándome.

Me incorporé bruscamente, con el corazón desbocado, y retrocedí hasta que mi espalda topó con el cabecero, Intenté decir algo, quizá gritar, pero un nudo me cerraba la garganta y no pude hacer otra cosa que quedarme mirando a aquella mujer, si es que eso era una mujer.

En realidad, parecía más bien la sombra de una mujer; aunque no del todo, pues los rasgos de su rostro estaban marcados por una leve fosforescencia, al igual que el contorno del cuerpo. Tras superar un primer instante de ciego terror, advertí que la mujer llevaba un vestido blanco, el mismo traje de novia que Beatriz vestía cuando pintaron su retrato.

Y así fue como comprendí que tenía enfrente al fantasma de Beatriz Obregón. Noté que el vello se me erizaba y una rápida sucesión de escalofríos me recorrió el cuerpo como una corriente eléctrica; sentí un pánico tan inmenso que me quedé paralizado, igual que un ratón frente a la mirada de una serpiente.

Pero entonces el espíritu de Beatriz curvó los labios formando una agradable sonrisa y, de repente, el miedo que me estrujaba el corazón pareció esfumarse, dejando tras de sí una gran sensación de calma. Tragué saliva y me senté en la cama.

¿Qué quieres?... –pregunté en voz baja.

La aparición alzó lentamente una mano y me indicó con un gesto que la siguiera. Dudé durante unos segundos –no tenía las menores ganas de ir en pos de un fantasma en plena noche–, pero, casi sin darme cuenta de lo que hacía, me puse en pie y fui tras ella.

Salimos del dormitorio y cruzamos el distribuidor en dirección a la escalera. Beatriz, unos pasos por delante de mí, se desplazaba con suavidad, como deslizándose sobre el suelo, sin hacer el menor ruido al andar. La casa estaba sumida en la oscuridad; sin embargo, por algún extraño prodigio, yo podía ver todo lo que me rodeaba, como si las paredes despidieran un débil resplandor. El aroma a nardos era asfixiante.

Siguiendo a Beatriz, comencé a remontar los escalones que conducían a la planta superior, cruzamos la terraza y nos metimos en el desván. La espectral figura de la mujer avanzó a lo largo del trastero, hasta detenerse junto al escritorio donde habíamos encontrado la carta.

Entonces, señaló el cajón inferior derecho y escribió algo con el dedo sobre el polvo que cubría la superficie del buró. Acto seguido, volvió a señalar el cajón y luego se quedó mirándome fijamente. Yo apenas podía distinguir su rostro, pero a través de las sombras que lo velaban me pareció entrever una expresó anhelante, como si aquella aparición me estuviera solicitando un favor inmenso.

En ese momento parpadeé. Fue sólo eso, un parpadeo que apenas duró una décima de segundo, pero cuando volví a abrir los ojos, Beatriz ya no estaba allí. Ni siquiera olía a nardos.

Permanecí no sé cuánto tiempo de pie en medio del desván, inmóvil, sintiéndome confuso y desconcertado. Las paredes ya no brillaban, así que no podía ver nada. Cuando logré reaccionar, me dirigí a la entrada y oprimí el interruptor de la luz. El resplandor de la bombilla me obligó a guiñar los ojos hasta que las pupilas se acostumbraron a la claridad.

Me aproximé de nuevo al escritorio. En su parte superior había una palabra escrita sobre el polvo. Amalia. Otra vez la vieja doncella, pensé: ¿por qué había vuelto a escribir Beatriz ese nombre? Abrí el cajón señalado por el fantasma. Estaba vacío, aunque eso ya lo había comprobado cuando Violeta y yo lo registramos la primera vez. Entonces me pregunté algo: ¿y si en el buró hubiera otro compartimento secreto?

Saqué el cajón del todo, introduje la mano por el hueco y palpé el fondo. Premio, yo tenía razón: había una moldura, en realidad una clavija. La oprimí y un resorte impulsó hacia delante el segundo cajón oculto. Conteniendo la respiración, me incliné para ver lo que había dentro.

Pero no había nada, absolutamente nada.





* * *



El despertador marcaba las seis menos diez de la madrugada cuando regresé a mi dormitorio. Sabía que no iba a conseguir dormirme de nuevo, así que ni siquiera lo intenté y me quedé tumbado sobre la cama con la vista perdida en el techo, pensando.

Me sentía muy confundido. El fantasma de Beatriz había escrito el nombre de Amalia y señalado el segundo cajón oculto, como si entre ambas cosas existiera una relación. Pero el compartimento secreto estaba vacío. ¿Qué significaba eso? Pasé mucho rato dándole vueltas a aquel enigma. El amanecer me había sorprendido enfrascado en mis reflexiones.

Amalia y un cajón vacío, ésos eran los dos elementos que yo debía unir. Un cajón vacío, un compartimento donde no había nada.

Nada. Cero.

¿Cero?

De repente, recordé algo que había contado en clase el profesor de matemáticas. Según nos dijo, el cero fue la última cifra en aparecer. La inventaron los matemáticos indios allá por el siglo quinto de nuestra era, y luego los árabes exportaron la idea al resto del mundo. Por lo visto, las matemáticas no pudieron desarrollarse plenamente hasta la invención del cero, porque el cero suponía la adopción de un principio tan sencillo como importante: la ausencia de algo ya es algo.

La nada tenía un significado, pensé. ¿Qué significaba un cajón vacío?

Comenzaba a dolerme la cabeza, pero tenía el presentimiento de que estaba a punto de llegar a alguna parte, así que me obligué a seguir pensando. ¿Por qué podía estar vacío un cajón?, me pregunté. Pues porque nunca había contenido nada; o bien, porque contuvo algo, pero alguien lo había cogido…

Exhalé una bocanada de aire y me incorporé bruscamente. ¡Claro, eso era! ¿Cómo podía haber estado tan ciego, cómo podía haber tardado tanto en comprender lo que Beatriz quería decirme?

Miré el despertador: eran las siete y media. Me puse bruscamente en pie y, sin perder tiempo en ducharme, ni en desayunar, ni en lavarme los dientes siquiera, me vestí a toda prisa, abandoné el dormitorio y me dirigí a la carreta a la planta baja.

Nadie se había despertado aún en Villa Candelaria cuando salí a la calle y eché a correr hacia la parada del autobús.



    * * *



Llegué demasiado temprano al domicilio de Amalia Bareyo, así que me encaminé a un bar cercano y, tras desayunar, estuve un rato haciendo tiempo. La verdad es que me moría de ganas por terminar lo que había ido a hacer allí, pero me armé de paciencia y aguardé a que dieran las nueve para subir al piso de Amalia.

Fue ella misma quien me abrió la puerta. La anciana, al otro lado del umbral, se me quedó mirando sin decir nada, con una expresión sombría en su arrugado rostro y mucho recelo en la mirada. Entonces comprendí que mis sospechas eran ciertas, y también que ella, ahora, sabía que yo había descubierto su secreto.

¿No ha venido tu prima, la Obregón? –me preguntó Amalia con una voz que pretendía firmeza, pero que sonó temblorosa.

Se ha quedado en Villa Candelaria. ¿Puedo pasar?

En vez de contestarme, la anciana se apartó de la entrada y echó a andar, renqueando, hacia la sala de estar. Entré en el piso, cerré la puerta y la seguí.

Mi hija ha salido –dijo Amalia mientras se acomodaba trabajosamente en su mecedora–, así que, si quieres tomar algo, cógelo tú mismo de la nevera.

Me senté en una silla, muy erguido y un poco envarado.

No quiero nada, gracias.

¿No quieres nada? Entonces, ¿a qué has venido?

Usted lo sabe –respondí.

La anciana titubeó, como si quisiera decir algo, pero no se atreviera a hacerlo; el labio inferior le temblaba. Finalmente, agachó la cabeza y se sumió en un negro silencio.

Fue usted, ¿verdad? –dije.

Tanto tardó Amalia en responderme que creí que no había oído mi pregunta, o que no había querido oírla. Sin embargo, tras una larga pausa, musitó:

Sí, fui yo.

Respiré hondo.

¿Y por qué lo hizo? –pregunté.

L anciana levantó la cabeza y me dirigió una mirada repentinamente desvalida.

Sabía que ibais a volver –dijo–; lo supe el otro día, en cuanto os vi entrar en el bar –se encogió de hombros–. Supongo que, tarde o temprano, alguien tenía que descubrir mi secreto. Aunque bastante tiempo lo he guardado; un poco más, y me lo llevo a la tumba –dejó escapar un largo suspiro–. Tengo ochenta y siete años, niño; soy muy, pero que muy vieja, y hace tanto que sucedió aquello que ya casi ni me acuerdo. Pero no me arrepiento de nada, de eso bien seguro puedes estar –volvió la mirada hacia el ventanal y la perdió en el azul del cielo; sin mirarme, prosiguió–: Aquella noche, la noche que se fugó la señorita Beatriz, yo la acompañé al puerto. Todavía recuerdo cómo se abrazaron ella y el capitán Cienfuegos, lo felices que estaban, los besos que se dieron… Justo cuando iba a embarcarse en el Savanna, la señorita recordó algo. Se acercó a mí y me dijo que había dejado olvidado el collar en el cajón secreto de su escritorio, y me pidió que lo cogiera y se lo diera a su padre.

Pero usted no lo hizo.

No. Cogí el collar al día siguiente, lo guardé en una caja y no le dije nada a nadie.

¿Por qué?

Ni yo misma lo sé… Al principio, lo único que quería era tener el collar un tiempo, y luego devolverlo. Era tan bonito… Pero los Mendoza lo reclamaron en seguida, incluso pusieron un pleito a los Obregón. Entonces caí en la cuenta de que escondiendo el collar podría vengarme de mis patronos, y eso fue lo que hice.

Vengarse de sus patronos… –repetí, sorprendido por el rencor que destilaban las palabras de la anciana–. ¿Tanto los odiaba?

Con toda mi alma. Eran malas personas, niño; gente pagada de sí misma y sin corazón. Y bien seguro puedes estar de que me alegré con cada uno de los males que sufrieron por lo que les hice. Se lo merecían; eso y mucho más.

¿Y Beatriz? –pregunté–. ¿No la apreciaba?

Claro que sí; la quería muchísimo, ya te lo he dicho.

Pero usted permitió que todo el mundo pensara que ella robó el collar.

Alguna fibra sensible debió de tocar mi observación, porque Amalia torció el gesto y se puso a la defensiva.

La señorita consiguió lo que quería –objetó, irritada–. Se fue con el hombre al que amaba, a vivir en un país lejano ¿Qué mal podían hacerle unas cuantas murmuraciones, aquí, tan lejos de ella? Ninguno, niño; yo no le causé ningún daño a la señorita Beatriz.

Suspiré. Después de tanto tiempo no valía la pena censurar a aquella mujer tan anciana. Por muy reprobable que hubiese sido su conducta, ya era demasiado tarde para recriminaciones.

Así que usted se quedó el collar –dije–. ¿Qué hizo después con él? ¿Lo vendió?

De pronto, la anciana alzó el bastón y descargó un fuerte golpe con la contera en el suelo.

¡No me faltes al respeto, niño! –exclamó, muy enfadada–. ¿Te crees que soy una ladrona? Si me quedé con el collar fue para vengarme de los Obregón, no por dinero. ¡Claro que no lo vendí!

Alcé la cejas.

Entonces, ¿qué hizo con él?...

Amalia se me quedó mirado de hito en hito durante unos segundos. De repente, apoyándose en el bastón, se puso en pie y echó a andar hacia la puerta.

Espera aquí –dijo antes de desaparecer de mi vista.

No sé cuánto aguardé, puede que no más de cinco minutos; al cabo de ese tiempo, la anciana regresó con una caja bajo el brazo.

Toma –dijo, tendiéndome la caja–. Puedes devolvérselo a los Obregón, o quedártelo, o hacer con él lo que quieras. Yo ya no lo necesito para nada.

Desconcertado, cogí la caja y la examiné en silencio. Era de latón, del tamaño de una bombonera, y estaba atada con un bramante. A juzgar por mas manchas de óxido, parecía muy vieja.

¿Quiere decir –musité– que aquí está…?

Sí, ahí está –me interrumpió–. Llévatelo de una vez, estoy hasta el moño de tenerlo. Y si los Obregón me denuncian a la policía, me da igual. Diles de mi parte que ya no son mis amos, que soy demasiado vieja y que me importa un bledo lo que hagan.

Oía hablar a Amalia, pero apenas prestaba atención a sus palabras, pues todos mis sentidos estaban concentrados en aquella vieja caja de latón. Lentamente, comencé a desatar los nudos que la mantenía cerrada.

¡No la abras! –me ordenó la anciana–. Guardé ahí el collar hace setenta años y, desde entonces, no he vuelto a verlo.

¿Por qué?

Porque quien evita la tentación evita el pecado. Ya ni me acuerdo de cómo era el collar, así que no se te ocurra abrir esa caja delante de mí –me dirigió una hosca mirada–. Ahora, niño, lárgate de mi casa. Lárgate de una maldita vez y no vuelvas nunca.





    * * *



Mientras regresaba a Villa Candelaria, sentado en uno de los asientos traseros del autobús, mantenía la caja de latón firmemente apretada contra el pecho. No me atrevía a abrirla, en parte por no hacerlo a la vista de todo el mundo, pero también porque temía que la anciana me hubiera engañado y la caja estuviese vacía.

Afortunadamente, cuando llegué a casa no me crucé con nadie, así que fui directamente a la segunda planta, me encerré en mi dormitorio, me acomodé sobre la cama y puse la caja delante de mí. La miré durante unos segundos, conteniendo la respiración, y luego comencé a desatar la cuerda.

Los nudos estaban muy apretados y tardé dos o tres minutos en deshacerlos. Cuando lo logré, dejé a un lado el bramante y abrí la caja. En su interior había algo envuelto en un paño de terciopelo negro. Lentamente, con mucho cuidado, como si estuviera manipulando un objeto muy frágil, aparté los pliegues del paño…

Y, de golpe, un prodigio quedó al descubierto. Entreabrí los labios y dejé escapar poco a poco el aire, con los ojos alucinados y la mirada clavada en todo aquel oro, y en las decenas de diamantes que lo cubrían, y en las cinco inmensas esmeraldas que parecían derramarse sobre la negrura del terciopelo como el llanto de un dios.

Finalmente, pensé, al cabo de casi setenta años, después de causar tantos problemas, tanto dolor y tanto odio, las Lágrimas de Shiva habían regresado a Villa Candelaria.

Capítulo 9. La carta




El sobre estaba matasellado en Estados Unidos y contenía dos hojas de papel plegadas. Una de ellas había sido redactada con la letra irregular y torpe, propia de alguien poco habituado a escribir, e iba firmada por Simón Cienfuegos; la otra mostraba la esmerada caligrafía, trazada con tinta verde, de Beatriz Obregón.

Cuando desplegué la carta de Cienfuegos, Violeta y yo unimos las cabezas para leerla a la vez, allí, en el desván, bajo la amarillenta luz de la bombilla desnuda que pendía del techo. La misiva estaba fechada el veintidós de marzo de 1901 y decía así:





Querida Beatriz:



Te escribo estas letras nada más recalar en Nueva Orleáns, tras cruzar el Golfo de México desde Veracruz. Mi tripulación y yo hemos pasado tres meses fondeando en diversos puertos del Caribe, en Venezuela, Colombia, Panamá, Costa Rica y Nicaragua, antes de dirigirnos a Estados Unidos; pero, como sólo me fío del servicio de correos yanqui, he esperado a alcanzar estas costas para escribirte.

Poco puedo contar acerca de mí, pues nada digno de mención ha sucedido desde que nos separamos. Onofre, uno de mis hombres, se rompió una pierna y tres costillas al caerse del trinquete y tuvimos que dejarle en un hospital de Cartagena de Indias. Un mes después, una tormenta nos sorprendió entre Cuba y Cozumel, pero el Savanna es un buen navío y salimos sanos y salvos del trance. Por lo demás, todo ha sido comprar y vender mercancías, como siempre.

Pero no es de esto de lo que quiero hablarte, sino de mis sentimientos, e ignoro cómo hacerlo. No soy hombre instruido, bien lo sabes, y me veo incapaz de encontrar las palabras hermosas que tú merecerías oír, de modo que me conformaré con decirte llanamente lo que siento.

Cada día, cuando estoy trabajando en la cubierta, o descansando en mi camarote, pienso en ti. Por las noches, durante mi turno de guardia, mientras el Savanna surca las aguas bajo las estrellas, pienso en ti. Y también pienso en ti cuando, después de una dura hornada de trabajo, me voy a la cama. Y al dormirme, es contigo con quien sueño y, al despertar, mi primer pensamiento está dedicado a ti. Muchas veces, creo oler el aroma a nardos de tu perfume, y me doy la vuelta para buscarte, pero tú no estás. Y cuando recalamos en algún puerto, no puedo evitar ver tu imagen en todas las mujeres con quienes me cruzo, pero ninguna eres tú. No puedo quitarte de mi cabeza, y tampoco quiero hacerlo, porque te necesito como el aire que respiro, porque nunca he amado a nacie como te amo a ti.

Y por eso no quiero obligarte a hacer algo de lo que más tarde podrías arrepentirte. Durante nuestro último encuentro, mientras nos despedíamos en el puerto, te pedí que, cuando regresara a España en mi siguiente viaje, lo dejaras todo y te vinieras conmigo. Dijiste que sí y yo me sentí el hombre más dichoso del mundo. Pero luego, a lo largo de los meses pasados, me he dado cuenta de que estaba siendo injusto contigo.

No tengo nada que ofrecerte, salvo la vida dura y azarosa de un marino. Carezco de fortuna y no poseo más bienes que el Savanna. No pertenezco a tu clase, nbo tengo educación y ni siquiera mi piel es como la tuya, porque soy el hijo bastardo y mestizo de una esclava negra. Piénsalo, Beatriz, piensalo muy bien, porque tú te mereces mucho más de lo que yo puedo darte. Si decidieras cambiar de idea, si me dijeras que ya no quieres venir conmigo, yo lo comprendería. Por mucho que lo sintiese, lo comprendería y sería feliz, sabiendo que tú lo eres, aunque fuese lejos de mí.

Cuando el Savanna abandone el puerto de Nueva Orleáns nos dirigiremos a Miami, a Santiago de Cuba y a Kinston. Luego, cruzaremos el océano y, tras recalar un par de días en Plymouth, pondremos rumbo a Santander. Si todo va bien, llegaremos allí a finales de primavera.

Piensa en lo que te he dicho, Beatriz, y cuando volvamos a encontrarnos dame tu respuesta. Ten presente que, decidas lo que decidas, siempre te querré. Con todo mi amor,



Simón Cienfuegos



Cuando acabamos de leer la carta, Violeta y yo nos miramos en silencio. De repente, la historia de Beatriz Obregón había dado un giro inesperado y no sabíamos qué pensar ni qué decir. Violeta cogió la segunda hoja del sobre y de nuevo juntamos las cabezas para leer lo que Beatriz había escrito sesenta y ocho años atrás.





Mi querido, mi adorado Simón:



Sé que nunca leerás esta carta, pues no tengo modo de hacértela llegar. Aun así, me decido a escribirte, ya que mientras lo hago me invade la ilusión de estar hablando contigo. Y te añoro tanto, amor mío, te echo tantísimo de menos…

Al recibir tu carta me alegré tanto que creí que el corazón iba a saltarme del pecho; pero luego, cuando la leí, me sentí muy triste. ¿Cómo puedes dudar de mí? ¿Cómo puedes pensar que iba a cambiar de parecer sobre lo que te dije aquella mañana en el puerto? Me he enfadado un poco contigo, Simón, lo reconozco. Pero luego he comprendido que lo único que pretendes es mi bienestar, y al darme cuenta de que serías capaz de renunciar a mí si ello contribuyera a mi felicidad, te quise más que nunca.

¿Pero es que no te das cuenta de que sólo puedo ser feliz a tu lado?

Dices en tu carta que no perteneces a mi clase, y yo le doy gracias a Dios por que así sea, pues no sabes lo mucho que desprecio a esos que tú llamas «de mi clase».

Dices que no tienes educación, pero yo sé muy bien que, entre los «de mi clase», la educación se confunde frecuentemente con el fingimiento y la apariencia. Por el contrario, tú eres la persona más auténtica, noble y sabia que he conocido.

Dices que no tienes nada que ofrecerme, que careces de fortuna y bienes, pero eso no es cierto. Tú vives en el mar, y no hay hombre en el mundo que posea un palacio mayor ni más hermoso.

Dices que tu piel no es como la mía, pero yo adoro cada poro de esa piel, cada palmo de tu cuerpo tallado en ébano. Eres oscuro y embriagador, Simón, como las noches del trópico.

¿Y todavía preguntas si quiero irme contigo? Claro que sí, amor mía, y ahora mismo si pudiera.

Pero ven pronto a buscarme, Simón, apresúrate. Mi padre ya ha fijado la fecha de la boda y el diez de junio deberé casarme con Sebastián Mendoza. Me estremezco sólo de pensarlo.

En tu carta afirmas que regresarás a Santander a finales de primavera. Le he pedido a Amalia que vaya todos los días al puerto para comprobar si el Savanna ha llegado. Tú ya conoces a la pequeña Amalia: es fiel y discreta, y ambas nos profesamos un sincero afecto. Cada atardecer, cuando regresa de los muelles, aguardo impaciente que me traiga noticias tuyas, pero eso todavía no ha ocurrido.

Date prisa en volver, amor mío, date muchísima prisa…



Mi prima y yo volvimos a mirarnos en silencio. Al poco, Violeta suspiró, cogió las dos cartas y salió a la terraza. Fui tras ella. Al cruzar la puerta del desván noté una ráfaga de viento en el rostro y alcé la mirada al cielo. La brisa arrastraba hacia el Oeste las últimas nubes de la tormenta. Anochecía.

Bueno –comenté–, al final no era una novela de crímenes, sino de amor.

Eso parece –contestó Violeta con la mirada perdida en la lejana curva del mar; el viento le alborotaba los cabellos–. Mejor –añadió–. La historia es más bonita así.

Aunque tu antepasado era un pelín cursi…

Violeta sonrió.

Estaba enamorado –dijo–, y la gente se vuelve cursi cuando se enamora.

En fin, parece que aquí se acaba todo, ¿no? –concluí–. Beatriz robó las Lágrimas de Shiva y se fugó a América con Simón Cienfuegos. Imagino que luego vendieron el collar y fueron felices y comieron perdices.

Violeta negó con la cabeza.

No, Javier, esto todavía no se ha acabado. Amalia Bareyo nos dijo que nunca había oído hablar del Savanna y que no conocía al capitán Cienfuegos –alzó la carta de Beatriz–. Pero aquí pone todo lo contrario.

Esverdad –asentí–, la abuela mintió. Pero, ¿qué importa? Ya sabemos lo que pasó, ¿no?

Violeta introdujo las dos cartas en el sobre y se lo guardó en el bolsillo trasero del pantalón.

Sólo sabemos que Beatriz se fugó con el capitán Cienfuegos –dijo–. Pero, ¿cómo se conocieron y cómo llegaron a enamorarse? Eso sólo puede contárnoslo doña Amalia.





* * *



Al día siguiente, a media mañana, nos presentamos de nuevo en el domicilio de Amalia Bareyo, pero la anciana no estaba en casa. Doña Carmen nos dijo que su madre había salido para hacer unas compras, de modo que nos dirigimos a un mercado cercano, pero tampoco la encontramos allí. Entonces recordé que, según Ramona, Amalia solía frecuentar una tasca cercana a su casa, así que comenzamos a buscarla por los bares del barrio.

Dimos con ella en el tercero que visitamos. Estaba sentada a una mesa, mirando a través del ventanal a la gente que pasaba por la calle, y dándole sorbitos a un vaso de vino mientras descansaba la mano izquierda sobre la empuñadura de su bastón. Cuando nos acercamos a ella, Amalia nos contempló con una mezcla de sorpresa y fastidio.

¿Otra vez vosotros? –gruñó–. ¿Y ahora qué queréis?

Sin esperar a que la anciana nos invitara a hacerlo, Violeta se sentó a la mesa y me indicó con un gesto que me acomodara a su lado.

Queremos que nos hable de Beatriz Obregón –le dijo a Amalia.

Ya os hablé de ella el otro día. ¿Qué narices queréis que os cuente ahora?

La verdad.

Violeta sacó del bolsillo el sobre que encontramos en el escritorio y lo puso encima de la mesa. Amalia lo contempló con el ceño fruncido.

¿Qué es eso? –preguntó.

Una carta del capitán Simón Cienfuegos dirigida a Beatriz Obregón. Estaba en el desván de Villa Candelaria.

La anciana se quedó mirando el sobre largo rato, en silencio. Le dio un sorbo a su vaso de vino y, como si aquel trozo de papel le hubiera traído buenos recuerdos, sonrió.

La señorita Beatriz me leyó esa carta cientos de veces –dijo en voz baja–, y a mí me encantaba oírla. Yo era una cría por aquel entonces y aún me encandilaba con esas paparruchas románticas.

Entonces, usted sí que conocía al capitán Cienfuegos.

Claro que le conocía.

¿Y por qué nos mintió?

El rostro de Amalia recuperó su huraña expresión habitual.

Porque eres una Obregón, niña –contestó–. Y a mí no me gustan los Obregón.

Mi familia ha cambiado mucho desde que usted trabajó en Villa Candelaria –repuso Violeta con suavidad–. Si quiere, puede preguntárselo a doña Ramona, su vecina. Ahora nos parecemos más a Beatriz que a su padre.

La mala sangre se hereda –replicó con acritud la anciana.

Bueno, haga la prueba. ¿Por qué no nos cuenta cómo se conocieron Beatriz y Simón Cienfuegos?

Amalia dudó unos instantes y dejó escapar un débil suspiro. Tras un nuevo sorbo de vino, comenzó a hablar.

La señorita Beatriz solía pasear por el puerto y yo la acompañaba, aunque me daba un poco de miedo, porque en los muelles había muchos hombres y no todos eran de fiar. Pero a la señorita le gustaban los barcos; se imaginaba de dónde venían y adónde iban, y hacía planes fantasiosos sobre los países que, algún día, pensaba visitar –hizo una pausa–. Creo que fue durante la primavera de mil ochocientos noventa y nueve cuando sucedió. Una tarde, nos quedamos en el puerto más tiempo de lo normal. Cuando comenzó a anochecer nos dirigimos a casa, pero entonces nos salieron al paso tres marineros. Estaban borrachos y traían malas intenciones. Al principio se conformaron con decirnos groserías, pero luego empezaron a forcejear con nosotras. A mí me rasgaron el vistido, creí que nos iban a violar allí mismo…

La anciana extravió la mirada, como si su mente hubiera encallado en algún remoto escollo de la memoria.

¿Y qué pasó? –preguntó Violeta.

Que de pronto, digo yo que atraído por nuestros gritos, apareció el capitán Cienfuegos. Venía solo, pero se enfrentó sin dudarlo con aquellos marineros; a dos de ellos los derribó a puñetazos, y el tercero salió corriendo como alma que lleva el diablo. Luego, el capitán nos condujo al Savanna para curarnos los rasguños que aquellos salvajes nos habían hecho. Así se conocieron la señorita y Simón Cienfuegos.

¿Y cuándo se enamoraron?

Amalia profirió una risa cascada.

La señorita Beatriz se enamoró de él nada más verle. Y yo también, qué diantre, aunque sólo era una cría –su mirada se tornó soñadora–. El capitán Cienfuegos era algo y fuerte, con los hombros anchos y la piel del color del bronce. Tenía el pelo ensortijado y los ojos grandes, tan negros como la noche; además, era todo un caballero, el hombre más amable y atento que he conocido –suspiró–. El capitán venía a Santander dos o tres veces al año, y cada vez que regresaba se veía con la señorita Beatriz. Eso duró un par de años, pero desde el principio fueron como el fuego y la yesca; estaban destinados el uno al otro. Luego, se marcharon juntos y jamás volví a verlos.

¿Cómo fue? –preguntó Violeta–. ¿Cómo se fugaron?

La anciana volvió a suspirar.

Los padres de la señortia Beatriz y los de Sebastián Mendoza fijaron la fecha de la boda para principios de junio. La señorita estaba desesperada y me pidió que fuera todos los días al puerto para aguardar la llegada del Savanna. Pero el Savanna no llegaba, y la señorita se marchitaba como una flor –hizo una larga pausa y prosiguió–: Al final, el capitán Cienfuegos regresó a Santander la víspera de la boda. Yo misma ayudé a la señorita a hacer el equipaje y juntas, como ladrones en la noche, salimos de Villa Candelaria camino de los muelles. Luego, la señorita se reunió con el capitán, subieron al Savanna y se fueron para siempre. Eso es todo, ya no hay más que contar.

¿Y el collar? –pregunté.

Amalia me miró con extrañeza.

Las Lágrimas de Shiva, el regalo de compromiso que le hizo Sebastián Mendoza a Beatriz.

Ah, ese collar… Sí, hubo mucho revuelo cuando desapareció.

¿Se lo llevó Beatriz?

La anciana se encogió de hombros.

Qué sé yo. La señorita Beatriz no me dijo nada. Pero si se lo llevó, hizo muy bien. A fin de cuentas era suyo, ¿no? Se lo habían regalado –Amalia apuró el vino de un trago y se puso trabajosamente en pie–. Bueno, basta de charla –resolvió–; tengo que ir a comprar.

Un momento –la contuvo Violeta–. Es usted quien lleva flores a la tumba de Beatriz, ¿verdad?

Sí… –contestó débilmente.

¿Y por qué lo hace? Beatriz no está en esa tumba.

Amalia ladeó la cabeza, como si quisiera ocultar el rostro, pero me pareció entrever un vidrioso titubeo de lágrimas en su mirada.

Hace muchos años –dijo en voz muy bajita–, creo que fue en el cuarenta y nueve o el cincuenta, recibí una carta del capitán Cienfuegos. Era muy corta; el capitán sólo quería anunciarme que la señorita Beatriz había muerto en Jamaica de unas malas fiebres –tragó saliva–. La lloré mucho –musitó mientras renqueaba, alejándose de nosotros apoyada en su bastón; y agregó–: Aún la sigo llorando…