La
mañana era clara y soleada, aunque un poco fresca. El cementerio se
encontraba en las afueras de la ciudad, así que tuvimos que coger el
autobús. Violeta no dijo nada durante el trayecto y cuando llegamos
se limitó a indicarme que la siguiera a través de aquel
archipiélago de cruces y lápidas. Finalmente, tras adentrarnos en
la zona más antigua del camposanto, se detuvo frente a un mausoleo
de mármol negro coronado por la estatua de un ángel y rodeado por
una verja de hierro. Sobre la entrada del sepulcro, un letrero
trazado a cincel rezaba: FAMILIA OBREGÓN.
–Ahí
dentro están enterrados todos los miembros de mi familia desde
mediados del siglo diecinueve –dijo Violeta–. Con una excepción.
Giramos
en torno a la verja. A espaldas del mausoleo había una solitaria
tumba con una sencilla inscripción.
BEATRIZ
OBREGÓN
1879–1901
Al
pie de la lápida reposaba un ramillete de flores marchitas. Me volví
hacia Violeta con una muda pregunta en la mirada.
–Fue
mi bisabuelo Ricardo –me explicó ella–, el hermano de Beatriz,
quien decidió que la sepultura no estuviese dentro del mausoleo,
sino detrás, apartada de la vista, para demostrar la reprobación de
la familia.
Le
eché un nuevo vistazo a la inscripción de la lápida.
–Sólo
tenía veintidós años cuando murió –calculé. ¿Qué le pasó?
Violeta
se encogió de hombros.
–La
tumba está vacía. No hay nadie dentro y nunca lo ha habido.
–¿Y
eso?
Mi
prima se apoyó contra la verja.
–Será
mejor que empecemos por el principio –dijo tras un breve silencio–.
Mi tatarabuelo, Teodoro Obregón, tuvo dos hijos: Ricardo, el mayor,
y Beatriz. Ricardo se casó pronto, de modo que, a finales del siglo
diecinueve, sólo Beatriz y sus padres vivían en Villa Candelaria.
Por aquel entonces había en Santander un puñado de familias muy
ricas. Los Obregón éramos una de ellas, pero la más poderosa de
todas era la familia Mendoza. Pues bien, poco antes del fin de siglo,
mi tatarabuelo pactó la boda de su hija Beatriz con Sebastián, el
primogénito de los Mendoza.
–¿Todavía
había bodas de conveniencia en esa época?
–Sí,
por lo menos entre la clase alta. Para don Teodoro, mi tatarabuelo,
aquel matrimonio significaba emparentar con una de las mayores
fortunas de España. Pero eso no significa que fuese una boda sin
amor, al menos por una de las partes. Según dicen, Sebastián
Mendoza adoraba a Beatriz.
–Era
muy guapa –observé, recordando su retrato.
–Sí
que lo era. Sebastián Mendoza estaba tan enamorado de ella que le
hizo un regalo de compromiso fabuloso: las Lágrimas de Shiva.
De
nuevo aquel nombre.
–¿Qué
es eso? –pregunté.
–Tú
las has visto. Beatriz las lleva puestas en su retrato.
Hice
memoria, intentando recordar los detalles de aquella pintura. ¿Qué
llevaba Beatriz Obregón? De pronto, caí en la cuenta.
–El
collar... –musité.
–Eso
es –asintió Violeta–. Sebastián Mendoza adquirió cinco piedras
preciosas procedentes de la India, cinco esmeraldas enormes con forma
de lágrima –guardó un breve silencio y, cuando volvió a hablar,
lo hizo como si recitase un texto aprendido de memoria–: Según una
vieja leyenda, el demonio Ravana odiaba al dios Shiva, pues éste le
había traicionado al retirarle el apoyo que le prestaba en su lucha
contra el dios Vishnú. Por ello, Ravana decidió vengarse
arrebatándole a Shiva lo que más quería: su esposa Durga. Así
pues, una noche Ravana entró en la morada de Durga y la asesinó,
arrancándole el corazón, el cerebro, los riñones y el hígado.
Shiva, al ver el cadáver de su amada, derramó cinco lágrimas.
Entonces tuvo lugar un prodigio: las lágrimas se convirtieron en los
órganos que Ravana le había quitado a Durga, y así fue cómo ésta
resucitó, gracias al amor que le profesaba su esposo –hubo un
nuevo silencio–. Bueno, pues ésa es la leyenda que dio nombre a
las esmeraldas: las Lágrimas de Shiva. Sebastián Mendoza hizo
engarzar las cinco esmeraldas en un collar de oro y brillantes y se
lo dio a Beatriz como regalo de compromiso. Aquella joya valía
millones, Javier. Era tan maravillosa que, durante una semana, estuvo
expuesta en el ayuntamiento para que todo el mundo pudiera verla.
Aquel matrimonio se convirtió en el acontecimiento más importante
de la ciudad.
–¿Y
qué pasó?
–Se
fijó la fecha de la boda para el diez de junio de 1901, pero nunca
llegó a celebrarse, porque el día antes de la ceremonia Beatriz
desapareció.
–¿Desapareció?
Violeta
hizo un gesto vago.
–Se
esfumó, se largó a la francesa. Pero eso no fue lo malo, pues no
sería la primera vez que dejan a un novio plantado al pie del altar.
El verdadero problema vino después. Cuando uno de los prometidos
rompe su compromiso de boda, está obligado a devolver los regalos,
de modo que los Mendoza le exigieron a los Obregón que devolvieran
las Lágrimas de Shiva –hizo una pausa y agregó–: Pero el collar
también había desaparecido.
–¿Beatriz
lo robó?
–Eso
fue lo que pensó todo el mundo, que Beatriz se había fugado con el
collar. Fue un escándalo. Los Mendoza acusaron de ladrones a los
Obregón, hubo pleitos, peleas... Y así hasta hoy.
–¿Y
qué pasó con Beatriz?
–Nunca
más volvió a saberse de ella. Diez años después, su hermano la
dio por muerta y mandó construir esta tumba en su memoria. Pero la
puso detrás del panteón, para que todo el mundo supiese que la
familia se avergonzaba de ella.
Una
ráfaga de viento revolvió sus cortos cabellos. Violeta guardó
silencio y yo miré en derredor. El cementerio estaba casi desierto.
Tan sólo distinguí, a lo lejos, a una anciana rezando ante una
tumba y a un hombre con un mono de trabajo que se alejaba empujando
una carretilla. Volví la mirada hacia el sepulcro de Beatriz y lo
contemplé durante unos segundos. Entonces, por primera vez, me fijé
en el ramillete que descansaba sobre la lápida. Las flores estaban
marchitas, pero no debían de llevar allí más de una o dos semanas.
–¿Quién
ha puesto esas flores? –pregunté.
Violeta
volvió la cabeza y miró el ramillete con extrañeza, como si hasta
ese momento no hubiera advertido su presencia.
–No
tengo ni idea –dijo–. Nadie viene nunca por aquí. Qué raro...
*
* *
De
regreso a Villa Candelaria, Violeta y yo nos dirigimos de nuevo a la
biblioteca y, durante unos minutos, contemplamos en silencio la
imagen al óleo de Beatriz. Ahora que conocía su historia, aquella
mujer me parecía más próxima, pero también más enigmática, como
si aquel cuadro, en vez de un retrato,, fuera un acertijo. Examiné
el collar, que el pintor había reproducido con minuciosidad de
orfebre: las Lágrimas de Shiva parecían destellar en torno al
cuello de Beatriz, engarzadas en oro y rodeadas de brillantes.
–¿Crees
que Beatriz robó el collar? –preguntó.
Violeta
dejó escapar un suspiro.
–Eso
parece. Está claro que se largó de Santander y empezó una nueva
vida en alguna parte. Para hacer eso necesitaba mucho dinero, así
que lo más probable es que se llevara el collar y lo vendiera.
Contemplé
de nuevo la imagen de Beatriz Obregón.
–Parece
tan triste –comenté–. ¿Qué le pasaría?...
Violeta
señaló con un dedo el ángulo inferior derecho del cuadro.
–Fíjate
ahí –dijo.
Al
pie de la firma del pintor, casi imperceptible, había una fecha:
Mayo de 1901.
–Beatriz
–continuó mi prima– estaba a punto de casarse cuando le hicieron
este retrato.
–Y
no amaba a su novio –completé yo el razonamiento–. Por eso
estaba tan triste –sonreí–. De todas formas, podía haberse
consolado pensando que llevaba al cuello una millonada.
Violeta
me miró con desdén.
–¿Te
gustaría que te compraran como a una vaca?
–Hombre,
si fueran a darme un collar como ése, me lo pensaría.
Violeta
volvió a suspirar, esta vez con resignación, como si yo fuera un
caso perdido.
–Desde
luego, primito –dijo–, tienes la sensibilidad en el trasero
–sacudió la cabeza–. Ella no estaba enamorada de Sebastián
Mendoza. Hizo bien en largarse. Fue la más valiente de todos mis
antepasados. Desde hace siglos, los Obregón se han quedado aquí, en
Santander, sin cambiar nada, haciendo lo mismo que hacían sus padres
y sus abuelos, y convencidos de que sus descendientes harían lo
mismo. Más que una familia, parecemos un viejo árbol lleno de moho.
Beatriz fue la única que se atrevió a hacer lo que le dio la gana.
–Y,
según tú, su espíritu ronda por Villa Candelaria. ¿Por qué crees
que es ella?
.Bueno,
esa aparición..., o lo que sea, parece una mujer, ¿no? El perfume
de nardos, los pasos ligeros, la falda que viste en la escalera, todo
eso son cosas de mujer. Además... –Violeta titubeó, insegura–.
Dicen que los fantasmas son los espíritus de las personas que tienen
alguna deuda que pagar en este mundo, y Beatriz la tiene.
Me
parecía ridículo estar hablando en serio de esa clase de cosas,
pero hice esfuerzos por adoptar una expresión seria.
–¿De
verdad crees en fantasmas? –pregunté.
–No,
no creo en fantasmas. Lo que creo es que hay un fantasma en Villa
Candelaria... –Violeta enmudeció, como si se hubiera dado cuenta
de lo absurdo que era lo que acababa de decir–. En fin, no sé.
Durante mucho tiempo pensaba que sólo yo la veía, pero ahora..
Ahora tú también la has visto, Javier, y eso debe de significar
algo.
*
* *
Nada
extraño sucedió durante los siguientes días, así que no tardé en
olvidarme del fantasma que, supuestamente, rondaba por Villa
Candelaria. Sin embargo, desde que fuimos al cementerio y ella me
contó la historia de Beatriz Obregón, Violeta y yo comenzamos a
llevarnos mucho mejor. Nos reuníamos para charlar, o para dar un
paseo, o simplemente para escuchar música en el tocadiscos del
salón. Al principio, nuestros temas de conversación giraban en
torno a la literatura. Intercambiamos con entusiasmo opiniones sobre
El guardián entre el
centeno y también
comentamos Un mundo feliz
y 1984,
pero una vez agotadas estas tres novelas –las únicas que
compartíamos–, ella inició una particular campaña en contra de
mi afición a la fantasía científica.
Lo
soporté con estoicismo, pero al cabo de tres días, cansado de
escuchar diatribas contra un género que, en realidad, ella no
conocía, decidí contraatacar. Una mañana salí temprano de casa,
me dirigí a una librería del centro de la ciudad y compré un
ejemplar de Crónicas
Marcianas, de Ray
Bradbury. Ya había leído ese libro, pero no era para mí, sino para
regalárselo a Violeta. Aún recuerdo la cara que puso cuando se lo
di. Leyó el título con recelo, alzó una ceja y preguntó:
–¿De
qué trata esto? ¿De marcianos?
–Sí
–asentí con una beatífica sonrisa–, más o menos.
–Gracias,
pero... Es que a mí estas cosas no me gustan, ya lo sabes.
–Ya,
pero este libro es distinto.
–Es
que...
–Léelo,
por favor, y así luego podrás ponerlo verde con conocimiento de
causa.
Al
fin, si bien a regañadientes, Violeta aceptó leerlo. Crónicas
Marcianas era mi arma
secreta contra quienes criticaban la ciencia ficción sin conocerla.
No se trata de una novela, sino de un antología de cuentos centrados
en la colonización de Marte por la humanidad; pero uno de sus rasgos
de originalidad radica en que el punto de vista de los relatos no es
el de los terrestres, sino el de los marcianos. Tampoco pretende ser
una obra realista –el Marte que describe Bradbury es completamente
imaginario–, sino poética, y melancólica, y terriblemente
pesimista. Uno de los párrafos del libro dice, refiriéndose a Marte
y al hallazgo de una vieja civilización marciana ya desaparecida:
«–No
arruinaremos este planeta –dijo el capitán–. Es demasiado grande
y demasiado interesante.
–¿Cree
usted que no? Nosotros, los habitantes de la Tierra, tenemos un
talento especial para arruinar todo lo noble, todo lo hermoso. No
pusimos quioscos de perritos calientes en el templo egipcio de Karnak
sólo porque quedaba a trasmano y el negocio no podía dar excesivos
beneficios. Y Egipto es una pequeña parte de la Tierra,. Pero aquí
todo es antiguo y diferente. Nos instalaremos en algún lugar y lo
estropearemos todo. Llamaremos al canal, canal Rockefeller; a la
montaña, pico del Rey Jorge, y al mar, mar de Dupont; y habrá
ciudades con nombres como Roosevelt, Lincoln y Coolidge, y esos
nombres nunca tendrán sentido, pues ya existen los nombres adecuados
para esos sitios.»
Crónicas
Marcianas es un gran
libro, la demostración perfecta de que hay mucho más en la ciencia
ficción que naves espaciales, monstruos con ojos de insecto y
pistolas de rayos. Por eso se lo dejaba siempre a la gente que me
criticaba por leer «marcianadas», y por eso, al día siguiente
después del desayuno, Violeta me llevó a un aparte y me dijo:
–Ese
libro, Crónicas
Marcianas, es... En fin,
no podía imaginarme que la ciencia ficción pudiera ser tan..., tan
poética. Me ha gustado mucho, Javier. Gracias por regalármelo.
Pero, en realidad, el libro no trata de Marte, ni de los marcianos,
sino de la gente normal y corriente.
–Claro
–asentí, quizá con un poco de suficiencia–, la buena ciencia
ficción siempre es así.
Violeta
hizo una larga pausa, como si estuviera dándole vueltas a algo y le
costara traducirlo a palabras.
–Son
unos cuentos tan tristes –dijo al fin–, con unos personajes tan
reales, y esos marcianos que parecen fantasmas... ¿Sabes?, creo que
esta casa, Villa Candelaria, se parece un poco al Marte del libro: un
lugar decadente poblado de fantasmas.
Otra
vez dándole vueltas a los fantasmas, pensé; pero no tuve tiempo de
decir nada, porque ella recuperó al instante su mejor expresión de
«chica-joven-pero-madura-y-culta» y me espetó:
–Vale,
Crónicas Marcianas
es un libro muy bueno, lo reconozco, pero la mayor parte de la
ciencia ficción es una mierda.
–Por
supuesto –acepté–, pero la mayor parte de todo es una mierda.
Violeta
sacó entonces del bolsillo trasero de sus vaqueros un libro y me lo
entregó. Era El viejo y
el mar, de Hemingway.
–Léelo
–me dijo–, te va a gustar.
*
* *
Me
gustó El viejo y el mar;
es un relato muy hermoso, tan triste y poético como Crónicas
Marcianas. En ciento
modo, ambas obras hablan de lo mismo: de las cosas que desaparecen
con el tiempo, como los pétalos de la rosa de ayer.
A
partir de entonces, Violeta y yo nos embarcamos en una especie de
cruzada literaria: le dejaba un libro y ella me daba otro, al que yo
contestaba con un nuevo título que, a su vez, ella correspondía con
otra novela. Más que un intercambio de lecturas, parecía un
combate, como si cada uno de nosotros quisiera noquear al contrario a
base de buenas historia. En el fondo no es de extrañar, pues Violeta
era muy competitiva. Y supongo que yo también, aunque en menor
grado. Cuando acabé El
viejo y el mar, le dejé
Ciudad,
de Simak, y ella me prestó a continuación la
metamorfosis, de Kafka...
Aquel verano fue, también, un verano de buenas y sabias lecturas.
Y
precisamente un libro me trajo la primera clave para resolver un
acertijo que ni siquiera me había propuesto desentrañar. Entre sus
páginas halé un antiguo mensaje, un breve texto manuscrito tan
escasamente importante que, de no ser por el modo en que di con él,
apenas le hubiera prestado atención,. Pero la forma en que lo
descubrí resultó tan extraña, tan misteriosa, que no sólo me vi
atrapado por aquellas líneas escritas con tinta verdosa, sino que
comencé a sospechar que Violeta tenía razón y, en efecto, una
extraña presencia moraba en la casa.
La
metamorfosis, de Franz
Kafka, narra una especie de pesadilla en la que un hombre, Gregorio
Samsa, asiste con indiferente a su transformación en insecto. Se
rata de un relato no muy extenso, de modo que lo leí con rapidez. Al
terminarlo, una tarde en la soledad de mi dormitorio, me sentí un
poco extraño, como si el texto de Kafka se resistiera a abandonar
mis pensamientos. Tía Adela había salido de compras con sus hijas y
en Villa Candelaria sólo quedábamos tío Luis –quien, como
siempre, permanecía encerrado en su taller– y yo. Aburrido, y sin
saber cómo ocupar el tiempo, le eché un vistazo a las novelas que
había traído de Madrid, pero ninguna me pareció lo suficientemente
atractiva.
Entonces
recordé el ejemplar de Frankenstein
que había encontrado en la biblioteca. Hacía tiempo que deseaba
leer aquel libro, pero nunca me había decidido a hacerlo, quizá
porque era una novela muy antigua. Pero aquella tarde me propuse
acometer la tarea, así que bajé a la biblioteca, cogí el libro,
regresé a mi cuarto y me tumbé en la cama. Abrí la novela por la
primera página y le eché un vistazo a la firma que Beatriz Obregón
había estampado justo debajo del título. La caligrafía era
primorosa de puro anticuada, con los trazos más dibujados que
escritos y la letra curvilínea y estilizada. Pensé que ya nadie
escribía así; luego, volví la página y comencé la lectura.
Aguanté
poco más de hora y media. El Frankenstein
de Mary Shelley me pareció una novela pesadísima, un auténtico
ladrillo. Estaba escrita, además, con un estilo ampuloso y cursi,
aunque esto quizá se debiera a la anticuada traducción, Fuera como
fuese, llegué a la página sesenta y ya no pude proseguir, así que
cerré el libro, lo dejé sobre la mesilla, salté de la cama y me
aproximé a la ventana.
Atardecía.
El sol, al declinar en el cielo, prolongaba las sombras y teñía de
oro la atmósfera del jardín, mientras una suave brisa jugaba con
las hojas de los árboles. El conjunto de chalés y caserones que
conformaban el barrio de El Sardinero estaba silencioso y tranquilo.
Cerré los ojos, extendí los brazos y me desperecé. Entonces, de
repente, percibí algo que me erizó el vello de la nuca.
Olía
a nardos.
Me
volví bruscamente, esperado y a la vez temiendo encontrarme con una
aparición, un fantasma, qué sé yo, algo sobrenatural, pero no vi
nada raro: la habitación permanecía exactamente igual que antes.
Sin embargo, olía a nardos. Contuve el aliento y paseé la mirada
lentamente, con detenimiento, por las paredes, el suelo, los muebles,
la cama... Entonces lo vi, sobre la colcha, el ejemplar de
Frankenstein
abierto por la mitad. Estaba seguro de haberlo dejado en la mesilla,
pero ahora se encontraba allí, encima de la cama.
Con
el pulso acelerado, avancé unos pasos y examiné la página por
donde estaba abierta la novela. Era el comienzo del capítulo veinte
y en los márgenes había unas líneas escritas con la elegante
caligrafía de Beatriz Obregón. Las manos me temblaban cuando cogí
el libro y comencé a leer el texto trazado con tinta verde.
«En
cierto modo, soy semejante al patético monstruo creado por el docto
Frankenstein. No me siento
partícipe de este mundo pequeño y mezquino donde he nacido, no
pertenezco a ningún lugar u nada tengo en común con aquellos a
quienes, por clase y condición, debería considerar mis iguales.
Desgraciadamente, como le ocurre a la criatura del relato, el precio
que he de pagar por ser distinta a los demás es la soledad. Desde el
mirador donde me encuentro diviso el horizonte azul grisáceo del
mar, y me digo a mí misma que allí, al otro lado del océano, se
encuentra mi anhelo secreto, mi libertad.
Esta
mañana, al pasar por delante de Las Herrerías, creí ver el
Savanna, pero no fue así. Los ojos me engañaron y me sentí muy
triste.»
*
* *
Cuando,
a última hora de la tarde, tía Adela y mis primas regresaron a
Villa Candelaria, fui en busca de Violeta, la llevé casi a rastras a
mi dormitorio y le conté lo que había pasado. Violeta me escuchó
en silencio, muy seria, leyó el texto escrito en los márgenes del
Frankenstein
y, finalmente, me preguntó:
–¿Ya
te lo crees?
–¿El
qué, lo del fantasma? ¡Pues claro que me lo creo! ¿No te he dicho
que dejé el libro sobre la mesilla? Después, me acerqué a la
ventana, noté que olía a nardos, me di la vuelta y, ¡zas!, el
libro ya no estaba en la mesilla, sino sobre la cama, abierto justo
por donde está escrito a mano. ¡Es la repera!” –aún estaba muy
excitado y tenía serios problemas para dejar de hablar–. Es lo más
increíble que me ha pasado nunca. Sólo aparté la mirada unos
segundos, quince como mucho, y el libro fue volando de un lado a
otro. Tiene que ser algo sobrenatural, tenías razón. Nunca he
visto...
–¿Hay
algo más escrito? –me interrumpió ella mientras hojeaba el libro.
Sacudí
la cabeza.
–No.
Lo he comprobado página por página y sólo he encontrado ese texto.
Oye, ¿no deberíamos comentárselo a tus padres?
Violeta
me dirigió una mirada llena de escepticismo.
–¿Contarles
qué? ¿Qué hay un fantasma en la casa? Vale, díselo tú, que a mí
me da la risa. Ellos no la ven, Javier, ni la oyen, ni huelen su
perfume. Pensarían que les estamos tomando el pelo, o que nos hemos
vuelto locos.
Mi
prima tenía razón: aquello era demasiado increíble para ir
contándolo alegremente por ahí.
–Bueno
–dije al cabo de unos segundos–, entonces, ¿qué hacemos? Porque
no me apetece vivir en una casa encantada, ¿sabes?
Violeta
alzó un ceja.
–¿Tienes
miedo? –preguntó.
–No.
Tengo miedo cuando voy al dentista. Ahora estoy acojonado, que es muy
distinto. ¿Es que no has entendido lo que te he dicho? Hay un
fantasma, ¡demonios!, y mueve las cosas de un lado a otro. Eso no es
normal, caray... Por ejemplo, en mi casa de Madrid no hay fantasmas,
ni en las casas de mis amigos. La gente normal no suele tener
espíritus en el cuarto de invitados, ¿sabes?...
–Vale,
vale, pero tranquilízate. He vivido siempre aquí y nunca me ha
pasado nada. Es un fantasma inofensivo –contempló el escrito de
Beatriz Obregón y agregó–: Lo que deberíamos preguntarnos es por
qué quiere ella que leamos esto.
–¿Para
que nos caguemos de miedo? –sugerí.
–No
digas tonterías. Beatriz quiere decirnos algo.
–Pues
podría mandarnos un telegrama.
Violeta
ignoró mi comentario y volvió a examinar el ejemplar de
Frankenstein.
–Según
la fecha que hay junto a la firma –comentó, pensativa–, Beatriz
leyó la novela en 1901, el mismo año que desapareció...
Dicho
esto, mi prima se sumió en un reflexivo mutismo. Al parecer, pensé
al cabo de unos segundos, íbamos a jugar a Sherlock Holmes. El
caso de la antepasada desaparecida,
así podría titularse nuestra historia. Me senté en la cama, al
lado de Violeta, cogí el libro y volví a leer el texto escrito en
el margen.
–Pues
no se me ocurre qué demonios pretende decirnos tu tía-bisabuela
–comenté–. Vale, sí, que estaba muy triste, que se sentía
diferente al resto del mundo y que se moría de ganas de largarse.
Pero eso ya lo sabíamos, ¿no? A fin de cuentas, ese mismo año se
fue de Santander.
Violeta
tardó en contestar.
–Lo
único que sabemos es que desapareció –dijo al fin–. Pero eso no
significa que se fuera de la ciudad. Quizá la mataron.
–¿Qué?...
–Beatriz
desapareció el día antes de su boda, durante la noche que va del
nueve al diez de junio. Bueno, pues puede que alguien entrara en su
habitación aquella noche y, después de asesinarla, robara el
collar. Luego, el asesino se deshizo del cadáver.
Parpadeé
con desconcierto; en ningún momento había considerado la
posibilidad de un asesinato.
–Y
ahora –repuse–, setenta años después, el fantasma de Beatriz se
nos aparece para que resolvamos el misterio de su muerte. Demasiado
novelero, ¿no?
–¿Por
qué? Había un móvil: las Lágrimas de Shiva. El collar estuvo
expuesto en el ayuntamiento, así que todo el mundo conocía su
existencia. Cualquiera pudo robarlo –Violeta hizo un vago ademán–.
De todas formas, sólo son suposiciones. Pudo suceder cualquier cosa
–señaló el texto manuscrito–. Pero estoy segura de que Beatriz
pretende decirnos algo, y creo que la clave está en el último
párrafo.
Bajé
la mirada y releí las últimas líneas: «Esta mañana, al pasar por
delante de Las Herrerías, creí ver el Savanna, pero no fue así.
Los ojos me engañaron y me sentí muy triste.»
–¿Qué
es «el Savanna»? –pregunté.
–No
tengo ni idea. Y tampoco conozco ningún lugar que se llame Las
Herrerías.
De
repente, nos quedamos sin saber qué decir.
–Bueno
–pregunté–, ¿qué vamos a hacer?
Violeta
se encogió de hombros.
–No
sé –dijo–. Intentar averiguar qué es el Savanna.
*
* *
Aquella
noche tardé mucho en dormirme y, cuando lo conseguí, mis sueños
fueron inquietos. El incidente del libro me había convencido de que
una fuerza sobrenatural moraba en la casa, y aquello me ponía muy
nervioso. Aunque nervioso
no es la palabra adecuada; lo que estaba era asustado.
Por
fortuna, Beatriz no hizo acto de presencia, ni aquella noche ni en
los días sucesivos. Sin embargo, el misterio de su desaparición me
había atrapado. Intenté volver a comentar el tema con Violeta, pero
durante los siguientes días mi prima se mostró reservada y
distante, como si no quisiera hablar conmigo. De hecho, apenas estaba
en casa, pues salía por la mañana, regresaba a la hora de comer y
volvía a irse a primera hora de la tarde.
Así
que me quedé solo, con la cabeza llena de preguntas, dudas y
temores. Y para matar el tiempo, comencé una pequeña investigación.
Según Violeta, había más libros de Beatriz en la biblioteca, de
modo que me puse a buscarlos. Encontré veintitrés, todos ellos
firmados y fechados entre 1892 y 1901. En su mayor parte eran novelas
góticas –Melmoth el
errabundo, El castillo de Otranto, El monje
y cosas así–, pero también había relatos de aventuras de
Stevenson o Conrad, y algunas obras de las hermanas Brontë, Jane
Austen o Wilkie Collins.
Desgraciadamente,
y aunque los examiné con detenimiento, no encontré en ellos ningún
otro texto manuscrito. No obstante, sirvieron para formarme una idea
sobre la personalidad de la mujer que los había leído. Beatriz
había sido una romántica, una soñadora que deseaba viajar a países
lejanos y vivir aventuras exóticas. Esa imagen encajaba, además,
con lo que ella misma había escrito en los márgenes del
Frankenstein,
cuando miraba el mar y confesaba que al otro lado del océano se
hallaba su «anhelo secreto« y su «libertad». Pero nada de esto
tenía importancia, así que no tardé en abandonar mi búsqueda en
la biblioteca.
Durante
aquella semana hablé por teléfono con papá un par de veces. Me
dijo que estaba mejor y que tenía muchísimas ganas de volver a
verme. Yo también le echaba de menos y charlar con él me llenó de
nostalgia. Estábamos a mediados de julio, las lluvias habían cesado
y el verano parecía haberse instalado definitivamente en el Norte.
Por las mañanas me iba solo a la playa, y por las tardes daba largos
paseos a lo largo de El Sardinero, por los jardines de San Roque y de
Piquío. Me intrigaba la actitud de Violeta, de repente tan
reservada, y no dejaba de darle vueltas al asunto del fantasma de
Beatriz, aunque una nueva preocupación comenzaba a desplazar a las
demás conforme iba creciendo en mi mente.
Faltaba
menos de una semana para el aterrizaje en la Luna, y en Villa
Candelaria seguía sin haber televisión. Como no quería perderme
aquel acontecimiento por nada del mundo, saqué el tema varias veces
durante las comidas, pero nadie me hizo excesivo caso, y lo único
que obtuve fue la vaga promesa, por parte de tío Luis, de que ya
encontraríamos el modo de solucionar el problema.
Entre
tanto, la vida proseguía plácida y monótona en Villa Candelaria.
Los días se sucedían con suavidad, son sobresaltos, como un río
profundo y remansado. Y en aquellas aguas tranquilas, los habitantes
de la casa nos dedicábamos a nuestros rituales cotidianos,
dibujando, escribiendo, leyendo, bordando, construyendo imposibles
móviles perpetuos, o escuchando música en el tocadiscos del salón.
El
tocadiscos, por cierto, decía mucho sobre la personalidad de lo
distintos miembros de la familia Obregón. Tía Adela ponía siempre
música clásica, sobre todo Brahms y Chaikovski; tío Luis era
aficionado a los tangos y a los cantantes norteamericanos –incluido
Elvis–; a Rosa le gustaba el jazz,
pero también Leonard Cohen, Moustaky y Brassens; Margarita, por su
parte, se decantaba por los Rolling
Stones, mientras que
Violeta era una fanática de los Beatles.
En cuanto a Azucena, lo oía todo y seguía sin decir nada.
No
obstante, de vez en cuando, algún suceso quebraba la armonía de
Villa Candelaria, dejando entrever que no todo era paz y sosiego en
aquella familia. Eso ocurrió el martes por la noche. Me encontraba
en mi dormitorio, leyendo en la cama, todavía sin desvestir, cuando
poco antes de las doce escuché un rumor de susurro que provenía de
la habitación de Margarita. Poco después, oí el gemido de una
ventana al abrirse y unos débiles ruidos en el exterior.
Intrigado,
salté de la cama, miré a través de la ventana e, igual que había
ocurrido días antes, vi cómo Rosa se descolgaba por el canalón,
cruzaba sigilosamente el patio y saltaba la valla trasera. La
repetición de aquel extraño comportamiento colmó el vaso de mi
curiosidad, así que, olvidando la discreción que debe presidir el
proceder de los huéspedes, abandoné mi cuarto y llamé a la puerta
de Margarita. Tras unos segundos de espera, la puerta se abrió y mi
prima asomó la cabeza por el umbral.
–¿Qué
quieres? –preguntó en voz baja, mirándome con recelo.
–¿Sucede
algo? –pregunté a mi vez.
–No,
no pasa nada. Anda, vuélvete a tu cuarto.
–Pues
si no pasa nada –susurré–, ¿por qué ha salido Rosa por la
ventana?
Margarita
frunció el ceño, dudó unos instantes y, finalmente, abrió la
puerta de par en par.
–Vamos,
entra –más que una invitación, fue una orden–. Y no hagas
ruido.
En
el dormitorio también estaba Violeta. Ambas se quedaron mirándome
en silencio, con severidad, como si yo fuera un espía al que
hubieran sorprendido fotografiando documento secretos. Un poco
intimidado por aquel frío recibimiento, miré a mis primas, luego
contemplé la ventana por la que había salido Rosa, me encogí de
hombros y pregunté:
–Bueno,
¿qué pasa?
–Nuestros
padres no deben saber que Rosa se ha ido –me advirtió Margarita.
–Vale,
no diré nada. Pero, ¿por qué?
–Porque
no nos dejan salir por la noche –respondió Violeta–. Y Rosa
había quedado esta noche con unos amigos.
Me
rasqué la cabeza, pensativo. Ahí había algo que no cuadraba.
–Rosa
tiene dieciocho años –repuse, me volví hacia Margarita y añadí–:
Tú has salido muchas noches, y eres menor que ella.
Margarita
rió por lo bajo y se sentó en una silla.
–Si
vas a contárselo, Violeta –le dijo a su hermana–, cuéntaselo
bien –se volvió hacia mí–. Rosa no ha quedado con unos amigos.
Ha quedado con un amigo. Uno muy particular.
Violeta
le dirigió una mirada de reproche a su hermana. Luego, bajó los
ojos y guardó silencio, como si estuviera decidiendo qué hacer,
momento que yo aproveché para echarle un vistazo al dormitorio de
Margarita. Estaba lleno de libros, casi todos de política y muchos
prohibidos por la dictadura (distinguí varios títulos de Ruedo
Ibérico, una famosa
editorial antifranquista que tenía su sede en París). En las
paredes había varias reproducciones de cuadros de Picasso –entre
ellos, el Guernica–
y un póster en blanco y negro del Che Guevara.
–Vale,
te lo contaré –Violeta tomó asiento en la cama y yo me acomodé a
su lado–. Pero de esto –me advirtió–, ni una palabra.
–Soy
una tumba.
–Más
te vale. Rosa está saliendo con un chico y ha quedado con él esta
noche. Ese chico se llama Gabriel Mendoza.
Mi
prima me miró con seriedad, como si acabara de revelarme algo cuyo
significado fuera evidente. Pero, al menos para mí, no lo era.
–Bueno,
¿y qué?
–Gabriel
Mendoza, ¿no lo entiendes? Pero si te hablé de esa familia. Beatriz
Obregón iba a casarse con uno de ellos cuando desapareció.
–Ya,
pero, ¿qué tiene eso que ver con Rosa?
–Desde
que desapareció el collar, los Obregón y los Mendoza no nos podemos
ni ver –me explicó Margarita–. Así que su excelencia don
Germán, el patriarca de los Mendoza y padre de Gabriel, le ha
prohibido terminantemente a su hijo que vuelva a verse con una «perra
Obregón», y ésas fueron sus palabras textuales –suspiró con
fingida resignación y agregó–: Manudo hijo de puta...
–Y
papá le prohibió a Rosa salir con Gabriel –concluyó Violeta.
Miré
alternativamente a mis primas. No podía dar crédito a lo que estaba
oyendo.
–¿Queréis
decir –pregunté– que todo este follón se debe a algo que
sucedió hace setenta años?
–La
desaparición del collar fue lo que prendió la mecha –dijo
Violeta–, pero luego sucedieron muchas más cosas.
–Por
ejemplo –señaló Margarita–, durante la Guerra Civil los Mendoza
se hicieron muy amiguitos de los fascistas de Franco y, gracias a sus
influencias, consiguieron arruinar a nuestra familia. Qué
simpáticos, ¿verdad? Deberías ver a Germán Mendoza, Javier;
parece que se haya tragado una escoba de lo estirado que es. Se cree
más noble que la reina de Inglaterra, pero, ¿a que no sabes de
dónde viene su fortuna? Del tráfico de esclavos. Los Mendoza se
hicieron ricos en el siglo diecisiete, capturando negros en África y
llevándoselos encadenados a América para venderlos como esclavos
–sonrió con ironía–. Claro que, si vamos a eso, nuestra familia
se dedicaba al mismo negocio. El viejo Juan Nepomuceno Obregón
también fue un jodido negrero.
–Hace
un mes –la interrumpió Violeta–, papá se enteró de que Rosa
seguía viéndose con Gabriel. Entonces, se puso hecho una furia y le
prohibió salir por las noches.
–Y
por eso Rosa sale a escondidas de casa –dije–. Para verse con su
novio.
–¡Novio!
–Margarita profirió una risita sarcástica–. Esa es una palabra
anticuada, primito. Pero sí, supongo que Rosa y Gabriel son novios.
Aunque más bien parecen los protagonistas de un melodrama de amores
prohibidos, como Romeo y Julieta –volvió a reír–. Montescos y
Capuletos. Mendozas y Obregones –sacudió la cabeza–. Nuestra
querida hermana mayor es tan, tan, tan romántica, que ha ido a
enamorarse de quien más problemas podía traerle.
–No
puedes elegir a la persona de la que te vas a enamorar –terció
Violeta–. El amor es algo que sucede, no algo que se planea.
Margarita
puso los ojos en blanco y unió las manos a la altura del corazón.
–¡Oh,
cuán bellas palabras! –dijo, burlona; contempló a su hermana con
sorna y agregó–: Pero sólo son palabras. Las mujeres nunca
deberíamos consentir que un hombre nos complique la vida. No vale la
pena; hay muchos hombres para elegir.
Violeta
fulminó a Margarita con la mirada. Tras un breve silencio, se volvió
hacia mí y, aunque en realidad le hablaba a su hermana, me dijo:
–Marga
no cree en esas chorradas del amor. Ella no tiene novios, sino
«camaradas», y el corazón lo reserva para las masas oprimidas, no
para las personas. ¿Sabes?, al nombre de Marga le falta una «A»;
debería llamarse «Amarga».
–Y
a ti te falta una ene, bonita –replicó al instante Margarita–.
Deberías llamarte «Violenta».
Se
produjo un silencio tan tenso que el aire parecía crepitar de
electricidad. Ambas hermanas se contemplaron durante unos segundos
con acritud, como dos boxeadores estudiándose antes de iniciar las
hostilidades; pero yo no me dejé engañar por aquel conato de
discusión. Aunque mis primas eran muy diferentes entre sí, lo
cierto es que estaban muy unidas.
Aquello
era nuevo para mí. Mi hermano Alberto y yo competíamos a todas
horas. Supongo que nos queríamos, pero ese cariño se traducía en
una enconada rivalidad y cierta tendencia a hacerle la puñeta al
contrario a la primera de cambio. Sin embargo, mis primas se ayudaban
mutuamente, se guardaban secretos y se protegían las unas a las
otras. Incluso cuando discutían como en aquel momento, acababa
prevaleciendo el cariño sobre el rencor, y eso fue lo que sucedió
entonces. Margarita distendió el rostro con una sonrisa, se
incorporó, tendió una malo, le alborotó el cabello a Violeta y
dijo:
–Vale,
perdona, soy un poco cardo. Sólo tengo diecisiete años y ya he
conseguido convertirme en una solterona malhumorada. Rosa está
enamorada de Gabriel Mendoza y no hay que darle más vueltas; sus
razones tendrá. Personalmente, Gabriel me parece un poco pasmado,
pero no es asunto mío –se volvió hacia mí–. Ni tampoco tuyo,
primito. Así que, si no quieres sufrir las iras de las perras
Obregón, más te vale mantener la boca cerrada –ahogó un
bostezo–. Y ahora largaos, que es muy tarde y me caigo de sueño.
Violeta
y yo abandonamos el dormitorio procurando no hacer ruido. Antes de
dirigirnos a nuestros respectivos cuartos, mi prima me sujetó el
brazo y me dijo en voz baja
–¿Quieres
que vayamos mañana a la playa? He estado haciendo averiguaciones y
he descubierto un par de cosas muy interesantes sobre Beatriz
Obregón. Por ejemplo, ya sé lo que es el Savanna.
–¿Y
qué es?
Violeta
negó con la cabeza y echó a andar hacia su dormitorio.
–No
seas impaciente –susurró–. Te lo contaré mañana, en la playa.
es una puta mierdaaaaaaaaa
ResponderEliminartienes razon
Eliminares una puta mierdaaaaaaaaa
ResponderEliminarY esto está resumido,joder
ResponderEliminarNo esta resumido, si lo quieres resumido vete al Rincón del vago y allí te saldrá resumido. Por cierto, es una maravilla de libro.
Eliminarno esta resumido
Eliminares el capitulo cuatro entero
tienes razón, pero es q me ha encantao
ResponderEliminarno es coña
P U T A M I E R D A
ResponderEliminarM I E R D A P U R A Y D U R A
ResponderEliminaresta bien pero al poner el fondo tan rojo daña los ojos
ResponderEliminarhola
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