Amalia
Bareyo vivía en un humilde barrio situado en las afueras de
Santander. Después de que doña Ramona nos proporcionara su
dirección, Violeta y yo nos dirigimos al domicilio de la anciana
criada, un pequeño piso que compartía con su hija menor.
La
hija de dona Amalia, una viuda de sesenta y tantos años de edad
llamada Carmen, se extrañó mucho de que quisiéramos hablar con su
madre, pero Violeta le contó que se acababa de enterar de que doña
Amalia había trabajado en Villa Candelaria a principios de siglo, y
deseaba preguntarle cosas sobre los Obregón de aquella época.
Carmen aceptó la explicación y nos condujo a una pequeña sala de
estar. Allí se encontraba Amalia Bareyo, sentada en una mecedora
junto a la ventana, haciendo punto con manos sorprendentemente firmes
para su edad. Era una anciana menuda y enjuta, con los blancos
cabellos recogidos en un apretado moño y el rostro plagado de
arrugas. Vestía enteramente de negro y usaba unos lentes anticuados,
de montura dorada, tras los que se agazapaban unos ojillos oscuros y
vivaces.
–Estos
chicos quieren hablar con usted, madre –le dijo Carmen alzando la
voz.
Doña
Amalia dejó las agujas sobre el regazo.
–¿Sois
mis nietos? –nos preguntó con voz grave y un poco rota–. ¿O
bisnietos? Tengo tantos que ya ni me acuerdo de sus caras…
–No
son de la familia, madre. La muchacha es hija de los Obregón, los de
Villa Candelaria, ¿se acuerda? Quiere preguntarle a usted sobre sus
años mozos –Carmen se volvió hacia nosotros, y agregó en voz
baja–: Me voy a la cocina. Madre tiene buen trato, pero está muy
mayor y a veces se le va un poco la cabeza. Si necesitáis algo,
llamadme.
Doña
Amalia observó cómo su hija salía del salón y luego clavó la
mirada en Violeta.
–Así
que tú eres una Obregón, ¿eh? –murmuró.
–Me
llamo Violeta –asintió mi prima.
–¿Qué
dices? Habla más alto.
–Digo
que me llamo Violeta Obregón. Él es mi primo Javier.
La
anciana nos miró alternativamente, quizá con un punto de recelo, y
luego le preguntó a Violeta:
–Bueno,
¿qué queréis?
–Doña
Ramona, su vecina, me ha contado que usted trabajaba en Villa
Candelaria hace setenta años.
–Pues
es cierto. Entré a servir en esa casa cuando tenía quince, y allí
estuve hasta que cumplí los veintidós y me casé con el pobre
Marcelo, que en paz descanse. ¿Y qué?
–Usted
conoció a mi tatarabuelo Teodoro y a sus hijos Ricardo y Beatriz.
¿Cómo eran?
Doña
Amalia profirió una risa cascada que nada tenía de alegre.
–Don
Teodoro –dijo– no era buena persona, y su mujer tampoco. Se
creían más importantes que el duque de Alba, pero sólo eran unos
ricachones engreídos. A mí me trataba como si fuera una mierda. Por
un sueldo de miseria me tenían trabajando todo el día como una
esclava, y ni siquiera se molestaban en dirigirme una palabra amable.
La mayor alegría de mi vida fue largarme de esa casa.
–¿Y
los hijos? –preguntó Violeta.
–El
señorito Ricardo era igual que su padre, o peor. La suerte es que se
casó joven y en seguida le perdí de vista. Menudo figurín estaba
hecho. Como dicen mis nietos, era un gilipollas –rió entre
dientes, satisfecha del adjetivo–. Eso, un gilipollas.
–¿Y
Beatriz? –tercié yo.
La
mirada de doña Amalia se dulcificó.
–La
señorita Beatriz no se parecía en nada a su familia –dijo con
inesperada suavidad–. Era amable, atenta y muy sencilla. Hablaba
mucho conmigo y me hacía confidencias, era una buena mujer. Ella me
gustaba: parece mentira que fuese una Obregón –suspiró–. Pero
supongo que las flores más bonitas crecen en los estercoleros.
–Usted
aún estaba en Villa Candelaria cuando Beatriz desapareció, ¿no?
–preguntó Violeta.
La
anciana asintió con un débil cabeceo.
–Era
su doncella –dijo en voz baja–. También trabajaba en la cocina y
limpiaba la casa, pero servir a la señorita Beatriz me gustaba. Me
quedé muy sola cuando se fue.
–¿Y
por qué se fue?
Doña
Amalia hizo una mueca que quizá fuera una sonrisa burlona.
–La
señorita Beatriz no se llevaba bien con su familia; discutía mucho
con don Teodoro y apenas se hablaba con su hermano. Y encima llegó
lo de la boda; su padre quería obligarla a casarse con Sebastián
Mendoza. ¡Menudo tipo! Era insoportable, un pisaverde petulante. La
señorita Beatriz le despreciaba, por eso se largó. E hizo muy bien,
qué diantre.
–¿Y
adónde fue? –preguntó Violeta–. ¿No se lo contó Beatriz?
La
anciana sacudió la cabeza.
–Pero
usted dijo antes que ella le hacía confidencias, ¿no? Algo tuvo que
decirle.
–Pues
no me contó nada, niña. Se fue y ya está. Eso es todo.
–¿Y
no le habló del Savanna?
–¿Qué?...
–El
Savanna,
un navío mercante. Su capitán se llamaba Simón Cienfuegos. Puede
que Beatriz se fuera de Santander en ese barco.
Hasta
ese momento, doña Amalia se había comportado con mucha lucidez para
su avanzada edad, pero de pronto pareció encogerse, marchitarse,
como si sus casi noventa años se hubieran desplomado repentinamente
sobre ella.
–No
sé nada de ningún barco… –musitó–. La señorita se fue hace
mucho… Yo era tan joven, y ahora soy tan vieja… –volvió la
mirada hacia la ventana y guardó silencio; tanto que llegué a
pensar que se había olvidado de nosotros.
Y
en cierto modo así era, porque de pronto nos miró con desconcierto
y dijo en voz muy baja:
–Vosotros
no sois mis nietos, ¿verdad?...
Luego,
dejó caer la cabeza, cerró los ojos y se quedó muy quieta, como
dormida, aunque por detrás de sus arrugados párpados se percibía
el titubeo de las pupilas. Al poco, Violeta me indicó con un gesto
que nos fuéramos, y eso hicimos.
*
* *
Tras
despedirnos de la hija de doña Amalia, nos dirigimos a la parada del
autobús. Llovía mansamente, aunque empezaban a abrirse claros en el
cielo, señal de que el clima iba a cambiar. Cuando llegamos a la
parada, Violeta se volvió hacia mí y me preguntó:
–¿Qué
te parece?
–¿El
qué?
–Amalia
Bareyo.
–Pues
que es muy vieja y está hecha polvo. Eso sí, tus antepasados les
caían fatal.
Violeta
arqueó las cejas.
–Esa
mujer miente –dijo, tan seria como un juez dictando sentencia.
–¿Por
qué dices eso?
–¿Te
fijaste en cómo reaccionó cuando mencioné el Savanna?
Si no llega a estar sentada, se cae de culo. Claro que había oído
hablar del barco y de Simón Cienfuegos. Y cuando se puso a chochear
fingía, estoy segura. Nos ha mentido, Javier.
–¿Y
por qué iba a mentirnos?
–Porque
oculta algo.
–¿El
qué?
Mi
prima se encogió de hombros.
–No
lo sé –hizo una larga pausa y agregó–: Quizás estaba
conchabada con el capitán Cienfuegos. Imagínate que, para no
despertar sospechas, Beatriz le pide a la doncella que le busque
pasaje en un barco con destino a América. Entonces Amalia habla con
el capitán Cienfuegos, le dice que su patrona piensa fugarse con un
collar carísimo y le propone un plan: ella conseguiría que su
patrona embarcase en el Savanna,
y el capitán se desharía de ella en alta mar. Luego, venderían las
Lágrimas de Shiva y se repartirían el dinero.
La
miré con escepticismo.
–No
me imagino a esa mujer planeando la muerte de nadie –objeté.
–Ahora
no, porque es más vieja que Matusalén. Pero, ¿y cuando tenía
diecisiete años? Ya has oído cómo hablaba de mi familia; es una
resentida. Seguro que escupía en la sopa cuando servía la mesa.
Moví
la cabeza de un lado a otro.
–Ya
te están montando una de tus películas.
En
ese preciso momento llegó el autobús. Antes de subir al vehículo,
Violeta me señaló con un dedo y dijo:
–Aquí
hay gato encerrado, estoy segura. Así que, en cuanto lleguemos a
casa, volveremos al trastero.
No
me preguntó mi opinión al respecto, pero así era mi prima. En
cualquier caso, no protesté, pues en el fondo yo también empezaba a
creer que Amalia Bareyo había mentido.
*
* *
Reanudamos
la exploración del desván esa misma tarde. Ya sólo nos faltaban
unos metros para alcanzar el fondo, así que estuvimos trabajando
hasta el anochecer y proseguimos a la mañana siguiente. Apenas
hablábamos.
El
viernes, justo el primero de agosto, Violeta y yo tropezamos con un
serio problema en forma de armario de tres cuerpos. Se interponía en
nuestro avance y no sólo era muy grande y muy pesado, sino que
además estaba encajado entre los demás bártulos, de tal forma que
resultaba imposible moverlo.
Tardamos
casi dos horas en desplazar el mueble a un lado, y el tremendo
esfuerzo que tuvimos que hacer para conseguirlo puso en evidencia que
nosotros solos nunca lograríamos apartarlo de donde estaba. Violeta
se dejó caer sobre una caja y apoyó los codos en las rodillas;
parecía agotada y yo creo que, por primera vez, un poco
desmoralizada.
El
armario era bonito, de madera pintada de verde con molduras doradas,
y aunque estaba cubierto de polvo, parecía hallarse en perfecto
estado. ¿Por qué habría acabado en el trastero? Abrí sus tres
puertas: estaba vacío, salvo por la revista que encontré en uno de
los cajones. Se llamaba La
moda elegante y debían
de haberla usado para forrar el fondo del cajón, porque le faltaba
la mayor parte de las hojas. Sin embargo, conservaba intacta la fecha
de publicación.
–Esta
revista es de mil ochocientos noventa y nueve –comenté.
–¿Y
qué? –repuso Violeta en tono desanimado.
–Pues
que estaba ahí dentro. Supongo que eso significa que el armario es
de la época de Beatriz, ¿no?
Mi
prima alzó la cabeza y contempló el mueble con repentino interés.
Luego, miró en derredor y, de repente, se puso en pie.
–¡Fíjate!
–exclamó–. Ahí hay un tocador a juego con el armario, y el
cabecero de una cama, y una cómoda… ¡Es un dormitorio!
Tenía
razón. Delante de nosotros, rodeado de trastos inservibles, estaba
el mobiliario, completo y en perfectas condiciones de un antiguo
dormitorio. Nos miramos sin decir nada, ya que las conclusiones de
aquel hallazgo eran evidentes. ¿Por qué alguien se desharía de
unos muebles caros, bonitos y en buen estado? Quizá porque traían
malos recuerdos. Puede que los padres de Beatriz, avergonzados por la
fuga de su hija, decidieran apartar de su vista cualquier rastro de
ella, razón por la cual guardaron en el desván todo lo que había
dejado en la casa.
De
modo que quizás ése fuera el dormitorio de Beatriz.
Violeta
fue la primera en reaccionar. Sorteó el armario a toda prisa y
comenzó a examinar los muebles.
–¡Mira!
–exclamó–. ¡Detrás de ese escritorio hay un baúl! Vamos,
ayúdame…
Me
acerqué a ella y juntos apartamos el escritorio, en realidad un
pequeño buró de madera oscura. Mi prima tenía razón: detrás
había un viejo baúl. Lo sacamos a empujones de donde estaba y nos
inclinamos para verlo mejor. Sobre la cerradura, en una plaquita de
metal, estaban grabadas unas iniciales. Una «B» y una «O».
–Beatriz
Obregón –musité.
Intentamos
abrirlo, pero estaba cerrado con llave, de modo que cogí un
destornillador y, haciendo palanca, forcé la cerradura. Luego,
lentamente, como si fuera el cofre de un tesoro, Violeta abrió la
tapa del baúl y por fin pudimos ver lo que había en su interior.
Contenía
dos juegos de sábanas, una colcha, toallas, fundas para cojines,
tapetes, pañuelos bordados… En resumen, el aguar completo para una
boda. También había un velo, y un traje blanco, el mismo traje que
Beatriz llevaba puesto cuando pintaron su retrato.
–Así
que Beatriz va vestida de novia en el cuadro –comenté–. No me
había dado cuenta.
Violeta
sacó el traje y lo extendió frente a sí.
–Está
nuevo –observó–. Claro, como nadie lo ha usado nunca.
Aparte
del ajuar y del vestido, no había nada más en el baúl. Violeta y
yo comenzamos entonces a registrar los demás muebles del dormitorio,
pero tampoco encontramos nada en el tocador, ni en la cómoda, ni en
la mesilla de noche. No sé a ciencia cierta qué esperábamos
hallar, pero allí sólo había muebles viejos y polvo. Violeta paseó
la mirada en derredor, como si buscara algo que se nos hubiera pasado
por alto, y de pronto la fijó en el buró que habíamos apartado
para sacar el baúl.
–¡El
escritorio! –exclamó.
–No
hace juego con los otros muebles –objeté.
–Porque
en las alobas no suele haber escritorios. Pero quizá Beatriz tenía
uno.
Bueno,
no perdíamos nada comprobándolo. El pequeño buró era de roble
oscuro y se cerraba con una persiana de varillas. Tenía cinco
cajones, uno grande, central, y dos más pequeños a cada lado. Los
revisamos todos, pero de nuevo no encontramos nada.
Violeta
respiró hondo y dejó escapar el aire lentamente. Otra vez parecía
desmoralizada.
–En
fin –dijo con desánimo–, se acabó. Aquí no hay nada. Anda,
vámonos. Mañana pondremos todos estos trastos en su sitio.
Echó
a andar hacia la salida, pero yo me quedé quieto, con la vista fija
en el buró, porque de pronto había recordado algo.
–Espera
un momento –dije.
Mi
prima se detuvo.
–¿Qué
pasa?
–José
Mari, un amigo mío, tiene en su casa un escritorio muy parecido a
éste.
–¿Y
qué?
–Pues
que en el escritorio de mi amigo hay un compartimento oculto.
Me
acerqué al buró y saqué los dos cajones pequeños de la izquierda.
Metí la mano en el hueco del de arriba, pero no encontré nada.
Probé en el de abajo y, con la yema de dos dedos, noté una moldura
al fondo. La oprimí, sonó un clic y, de repente, impulsado por un
resorte, saltó hacia delante un pequeño cajón. Violeta y yo nos
inclinamos a la vez para ver mejor aquel inesperado compartimento
oculto. En su interior había un sobre doblado por la mitad. Lo cogí
con mucho cuidado, como si temiera que fuera a deshacérseme entre
los dedos y lo desdoblé.
Era
una carta dirigida a Beatriz Obregón.
Y
la había escrito Simón Cienfuegos, el capitán del Savanna.
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