sábado, 27 de septiembre de 2014

Capítulo 8. La vieja doncella


Amalia Bareyo vivía en un humilde barrio situado en las afueras de Santander. Después de que doña Ramona nos proporcionara su dirección, Violeta y yo nos dirigimos al domicilio de la anciana criada, un pequeño piso que compartía con su hija menor.

La hija de dona Amalia, una viuda de sesenta y tantos años de edad llamada Carmen, se extrañó mucho de que quisiéramos hablar con su madre, pero Violeta le contó que se acababa de enterar de que doña Amalia había trabajado en Villa Candelaria a principios de siglo, y deseaba preguntarle cosas sobre los Obregón de aquella época. Carmen aceptó la explicación y nos condujo a una pequeña sala de estar. Allí se encontraba Amalia Bareyo, sentada en una mecedora junto a la ventana, haciendo punto con manos sorprendentemente firmes para su edad. Era una anciana menuda y enjuta, con los blancos cabellos recogidos en un apretado moño y el rostro plagado de arrugas. Vestía enteramente de negro y usaba unos lentes anticuados, de montura dorada, tras los que se agazapaban unos ojillos oscuros y vivaces.

Estos chicos quieren hablar con usted, madre –le dijo Carmen alzando la voz.

Doña Amalia dejó las agujas sobre el regazo.

¿Sois mis nietos? –nos preguntó con voz grave y un poco rota–. ¿O bisnietos? Tengo tantos que ya ni me acuerdo de sus caras…

No son de la familia, madre. La muchacha es hija de los Obregón, los de Villa Candelaria, ¿se acuerda? Quiere preguntarle a usted sobre sus años mozos –Carmen se volvió hacia nosotros, y agregó en voz baja–: Me voy a la cocina. Madre tiene buen trato, pero está muy mayor y a veces se le va un poco la cabeza. Si necesitáis algo, llamadme.

Doña Amalia observó cómo su hija salía del salón y luego clavó la mirada en Violeta.

Así que tú eres una Obregón, ¿eh? –murmuró.

Me llamo Violeta –asintió mi prima.

¿Qué dices? Habla más alto.

Digo que me llamo Violeta Obregón. Él es mi primo Javier.

La anciana nos miró alternativamente, quizá con un punto de recelo, y luego le preguntó a Violeta:

Bueno, ¿qué queréis?

Doña Ramona, su vecina, me ha contado que usted trabajaba en Villa Candelaria hace setenta años.

Pues es cierto. Entré a servir en esa casa cuando tenía quince, y allí estuve hasta que cumplí los veintidós y me casé con el pobre Marcelo, que en paz descanse. ¿Y qué?

Usted conoció a mi tatarabuelo Teodoro y a sus hijos Ricardo y Beatriz. ¿Cómo eran?

Doña Amalia profirió una risa cascada que nada tenía de alegre.

Don Teodoro –dijo– no era buena persona, y su mujer tampoco. Se creían más importantes que el duque de Alba, pero sólo eran unos ricachones engreídos. A mí me trataba como si fuera una mierda. Por un sueldo de miseria me tenían trabajando todo el día como una esclava, y ni siquiera se molestaban en dirigirme una palabra amable. La mayor alegría de mi vida fue largarme de esa casa.

¿Y los hijos? –preguntó Violeta.

El señorito Ricardo era igual que su padre, o peor. La suerte es que se casó joven y en seguida le perdí de vista. Menudo figurín estaba hecho. Como dicen mis nietos, era un gilipollas –rió entre dientes, satisfecha del adjetivo–. Eso, un gilipollas.

¿Y Beatriz? –tercié yo.

La mirada de doña Amalia se dulcificó.

La señorita Beatriz no se parecía en nada a su familia –dijo con inesperada suavidad–. Era amable, atenta y muy sencilla. Hablaba mucho conmigo y me hacía confidencias, era una buena mujer. Ella me gustaba: parece mentira que fuese una Obregón –suspiró–. Pero supongo que las flores más bonitas crecen en los estercoleros.

Usted aún estaba en Villa Candelaria cuando Beatriz desapareció, ¿no? –preguntó Violeta.

La anciana asintió con un débil cabeceo.

Era su doncella –dijo en voz baja–. También trabajaba en la cocina y limpiaba la casa, pero servir a la señorita Beatriz me gustaba. Me quedé muy sola cuando se fue.

¿Y por qué se fue?

Doña Amalia hizo una mueca que quizá fuera una sonrisa burlona.

La señorita Beatriz no se llevaba bien con su familia; discutía mucho con don Teodoro y apenas se hablaba con su hermano. Y encima llegó lo de la boda; su padre quería obligarla a casarse con Sebastián Mendoza. ¡Menudo tipo! Era insoportable, un pisaverde petulante. La señorita Beatriz le despreciaba, por eso se largó. E hizo muy bien, qué diantre.

¿Y adónde fue? –preguntó Violeta–. ¿No se lo contó Beatriz?

La anciana sacudió la cabeza.

Pero usted dijo antes que ella le hacía confidencias, ¿no? Algo tuvo que decirle.

Pues no me contó nada, niña. Se fue y ya está. Eso es todo.

¿Y no le habló del Savanna?

¿Qué?...

El Savanna, un navío mercante. Su capitán se llamaba Simón Cienfuegos. Puede que Beatriz se fuera de Santander en ese barco.

Hasta ese momento, doña Amalia se había comportado con mucha lucidez para su avanzada edad, pero de pronto pareció encogerse, marchitarse, como si sus casi noventa años se hubieran desplomado repentinamente sobre ella.

No sé nada de ningún barco… –musitó–. La señorita se fue hace mucho… Yo era tan joven, y ahora soy tan vieja… –volvió la mirada hacia la ventana y guardó silencio; tanto que llegué a pensar que se había olvidado de nosotros.

Y en cierto modo así era, porque de pronto nos miró con desconcierto y dijo en voz muy baja:

Vosotros no sois mis nietos, ¿verdad?...

Luego, dejó caer la cabeza, cerró los ojos y se quedó muy quieta, como dormida, aunque por detrás de sus arrugados párpados se percibía el titubeo de las pupilas. Al poco, Violeta me indicó con un gesto que nos fuéramos, y eso hicimos.



* * *



Tras despedirnos de la hija de doña Amalia, nos dirigimos a la parada del autobús. Llovía mansamente, aunque empezaban a abrirse claros en el cielo, señal de que el clima iba a cambiar. Cuando llegamos a la parada, Violeta se volvió hacia mí y me preguntó:

¿Qué te parece?

¿El qué?

Amalia Bareyo.

Pues que es muy vieja y está hecha polvo. Eso sí, tus antepasados les caían fatal.

Violeta arqueó las cejas.

Esa mujer miente –dijo, tan seria como un juez dictando sentencia.

¿Por qué dices eso?

¿Te fijaste en cómo reaccionó cuando mencioné el Savanna? Si no llega a estar sentada, se cae de culo. Claro que había oído hablar del barco y de Simón Cienfuegos. Y cuando se puso a chochear fingía, estoy segura. Nos ha mentido, Javier.

¿Y por qué iba a mentirnos?

Porque oculta algo.

¿El qué?

Mi prima se encogió de hombros.

No lo sé –hizo una larga pausa y agregó–: Quizás estaba conchabada con el capitán Cienfuegos. Imagínate que, para no despertar sospechas, Beatriz le pide a la doncella que le busque pasaje en un barco con destino a América. Entonces Amalia habla con el capitán Cienfuegos, le dice que su patrona piensa fugarse con un collar carísimo y le propone un plan: ella conseguiría que su patrona embarcase en el Savanna, y el capitán se desharía de ella en alta mar. Luego, venderían las Lágrimas de Shiva y se repartirían el dinero.

La miré con escepticismo.

No me imagino a esa mujer planeando la muerte de nadie –objeté.

Ahora no, porque es más vieja que Matusalén. Pero, ¿y cuando tenía diecisiete años? Ya has oído cómo hablaba de mi familia; es una resentida. Seguro que escupía en la sopa cuando servía la mesa.

Moví la cabeza de un lado a otro.

Ya te están montando una de tus películas.

En ese preciso momento llegó el autobús. Antes de subir al vehículo, Violeta me señaló con un dedo y dijo:

Aquí hay gato encerrado, estoy segura. Así que, en cuanto lleguemos a casa, volveremos al trastero.

No me preguntó mi opinión al respecto, pero así era mi prima. En cualquier caso, no protesté, pues en el fondo yo también empezaba a creer que Amalia Bareyo había mentido.



* * *



Reanudamos la exploración del desván esa misma tarde. Ya sólo nos faltaban unos metros para alcanzar el fondo, así que estuvimos trabajando hasta el anochecer y proseguimos a la mañana siguiente. Apenas hablábamos.

El viernes, justo el primero de agosto, Violeta y yo tropezamos con un serio problema en forma de armario de tres cuerpos. Se interponía en nuestro avance y no sólo era muy grande y muy pesado, sino que además estaba encajado entre los demás bártulos, de tal forma que resultaba imposible moverlo.

Tardamos casi dos horas en desplazar el mueble a un lado, y el tremendo esfuerzo que tuvimos que hacer para conseguirlo puso en evidencia que nosotros solos nunca lograríamos apartarlo de donde estaba. Violeta se dejó caer sobre una caja y apoyó los codos en las rodillas; parecía agotada y yo creo que, por primera vez, un poco desmoralizada.

El armario era bonito, de madera pintada de verde con molduras doradas, y aunque estaba cubierto de polvo, parecía hallarse en perfecto estado. ¿Por qué habría acabado en el trastero? Abrí sus tres puertas: estaba vacío, salvo por la revista que encontré en uno de los cajones. Se llamaba La moda elegante y debían de haberla usado para forrar el fondo del cajón, porque le faltaba la mayor parte de las hojas. Sin embargo, conservaba intacta la fecha de publicación.

Esta revista es de mil ochocientos noventa y nueve –comenté.

¿Y qué? –repuso Violeta en tono desanimado.

Pues que estaba ahí dentro. Supongo que eso significa que el armario es de la época de Beatriz, ¿no?

Mi prima alzó la cabeza y contempló el mueble con repentino interés. Luego, miró en derredor y, de repente, se puso en pie.

¡Fíjate! –exclamó–. Ahí hay un tocador a juego con el armario, y el cabecero de una cama, y una cómoda… ¡Es un dormitorio!

Tenía razón. Delante de nosotros, rodeado de trastos inservibles, estaba el mobiliario, completo y en perfectas condiciones de un antiguo dormitorio. Nos miramos sin decir nada, ya que las conclusiones de aquel hallazgo eran evidentes. ¿Por qué alguien se desharía de unos muebles caros, bonitos y en buen estado? Quizá porque traían malos recuerdos. Puede que los padres de Beatriz, avergonzados por la fuga de su hija, decidieran apartar de su vista cualquier rastro de ella, razón por la cual guardaron en el desván todo lo que había dejado en la casa.

De modo que quizás ése fuera el dormitorio de Beatriz.

Violeta fue la primera en reaccionar. Sorteó el armario a toda prisa y comenzó a examinar los muebles.

¡Mira! –exclamó–. ¡Detrás de ese escritorio hay un baúl! Vamos, ayúdame…

Me acerqué a ella y juntos apartamos el escritorio, en realidad un pequeño buró de madera oscura. Mi prima tenía razón: detrás había un viejo baúl. Lo sacamos a empujones de donde estaba y nos inclinamos para verlo mejor. Sobre la cerradura, en una plaquita de metal, estaban grabadas unas iniciales. Una «B» y una «O».

Beatriz Obregón –musité.

Intentamos abrirlo, pero estaba cerrado con llave, de modo que cogí un destornillador y, haciendo palanca, forcé la cerradura. Luego, lentamente, como si fuera el cofre de un tesoro, Violeta abrió la tapa del baúl y por fin pudimos ver lo que había en su interior.

Contenía dos juegos de sábanas, una colcha, toallas, fundas para cojines, tapetes, pañuelos bordados… En resumen, el aguar completo para una boda. También había un velo, y un traje blanco, el mismo traje que Beatriz llevaba puesto cuando pintaron su retrato.

Así que Beatriz va vestida de novia en el cuadro –comenté–. No me había dado cuenta.

Violeta sacó el traje y lo extendió frente a sí.

Está nuevo –observó–. Claro, como nadie lo ha usado nunca.

Aparte del ajuar y del vestido, no había nada más en el baúl. Violeta y yo comenzamos entonces a registrar los demás muebles del dormitorio, pero tampoco encontramos nada en el tocador, ni en la cómoda, ni en la mesilla de noche. No sé a ciencia cierta qué esperábamos hallar, pero allí sólo había muebles viejos y polvo. Violeta paseó la mirada en derredor, como si buscara algo que se nos hubiera pasado por alto, y de pronto la fijó en el buró que habíamos apartado para sacar el baúl.

¡El escritorio! –exclamó.

No hace juego con los otros muebles –objeté.

Porque en las alobas no suele haber escritorios. Pero quizá Beatriz tenía uno.

Bueno, no perdíamos nada comprobándolo. El pequeño buró era de roble oscuro y se cerraba con una persiana de varillas. Tenía cinco cajones, uno grande, central, y dos más pequeños a cada lado. Los revisamos todos, pero de nuevo no encontramos nada.

Violeta respiró hondo y dejó escapar el aire lentamente. Otra vez parecía desmoralizada.

En fin –dijo con desánimo–, se acabó. Aquí no hay nada. Anda, vámonos. Mañana pondremos todos estos trastos en su sitio.

Echó a andar hacia la salida, pero yo me quedé quieto, con la vista fija en el buró, porque de pronto había recordado algo.

Espera un momento –dije.

Mi prima se detuvo.

¿Qué pasa?

José Mari, un amigo mío, tiene en su casa un escritorio muy parecido a éste.

¿Y qué?

Pues que en el escritorio de mi amigo hay un compartimento oculto.

Me acerqué al buró y saqué los dos cajones pequeños de la izquierda. Metí la mano en el hueco del de arriba, pero no encontré nada. Probé en el de abajo y, con la yema de dos dedos, noté una moldura al fondo. La oprimí, sonó un clic y, de repente, impulsado por un resorte, saltó hacia delante un pequeño cajón. Violeta y yo nos inclinamos a la vez para ver mejor aquel inesperado compartimento oculto. En su interior había un sobre doblado por la mitad. Lo cogí con mucho cuidado, como si temiera que fuera a deshacérseme entre los dedos y lo desdoblé.

Era una carta dirigida a Beatriz Obregón.

Y la había escrito Simón Cienfuegos, el capitán del Savanna.

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