sábado, 27 de septiembre de 2014

Capítulo 11. Las lágrimas de un dios


Más adelante, con el paso del tiempo, he disfrutado en mi vida de muchos y muy buenos momentos, pero creo que ninguno ha sido tan grande, tan intenso y satisfactorio como el que viví aquel día en Villa Candelaria.

Lo primero que hice fue reunir a mis primas. Cuando tuve a las cuatro hermanas delante, en mi dormitorio, saqué el paño de terciopelo negro, lo desenvolví con deliberada lentitud e, igual que un ilusionista sacando un conejo de la chistera, les mostré triunfante las Lágrimas de Shiva.

Rosa, margarita, Violeta y Azucena abrieron la boca a la vez y se quedaron mirando el collar estupefactas. La primera en reaccionar fue Violeta. Se aproximó a mí, rozó con la yema de los dedos una de las esmeraldas –quizá para asegurarse de que era real– y me preguntó:

¿Dónde lo has encontrado?

Bueno, precisamente ésa era la pregunta cuya respuesta había estado meditando largo y tendido antes de revelar mi hallazgo. Como es lógico, no podía mencionar la intervención del fantasma de Beatriz, al menos si no quería acaban contándole mis sueños más turbios a un loquero con barba de chivo. Por otra parte, tampoco quería inculpar a Amalia Bareyo; no porque me cayese bien –la verdad es que me parecía una vieja de lo más antipática–, sino porque aquella mujer era demasiado mayor para pagar ahora por lo que había hecho cuando sólo era una adolescente. Así que opté por simplificar la verdad, que es una forma como otra cualquiera de mentir.

Lo encontré en el desván –dije–. Estaba en el escritorio; había otro cajón oculto en el lado derecho.

Violeta me miró con extrañeza, como si algo no le cuadrara, pero justo entonces Rosa y Margarita comenzaron a hablar a la vez, muy excitadas, y cogieron el collar, y se lo probaron frente al espejo del armario y, de pronto, mi dormitorio se convirtió en una fiesta, con mis primas –y yo mismo– montando un pequeño barullo en torno a aquella joya prodigiosa.

Finalmente, cuando los ánimos se serenaron un poco, Violeta fue en busca d sus padres y los condujo al salón sin decirles para qué. Allí, perplejos y desconcertados, los tuvimos esperado unos minutos. Entonces, entramos Rosa, margarita y yo, extendimos los brazos hacia la puerta, igual que bailarines presentando a una vedette, y Azucena apareció en el umbral, con una tímida sonrisa en los labios y las Lágrimas de Shiva destellando en torno a su cuello.

Al principio mis tíos no vieron el collar; luego, cuando lo vieron, tardaron unos instantes en comprender qué era, y cuando lo comprendieron, sencillamente, se quedaron de piedra.

¡Dios mío!... –musitó mi tía, llevándose una mano a la boca en un gesto de asombro.

¡La madre que me parió! –musitó tío Luis con los ojos como platos.





* * *



Como era de esperar, tuve que extenderme en toda suerte de explicaciones, aunque la versión que conté, por supuesto, omitía muchos detalles. En resumen, la cosa era así: a raíz de encontrar el texto escrito en el ejemplar de Frankenstein, Violeta y yo nos pusimos a buscar en el trastero los objetos personales de Beatriz Obregón. Encontramos la carta en el buró, localizamos a Amalia Bareyo a través de Ramona, descubrimos que Beatriz se había fugado con el capitán Cienfuegos y, finalmente, yo encontré las Lágrimas de Shiva en el segundo compartimento secreto del escritorio.

Cuando concluí mi relato, en medio de un sepulcral silencio, tío Luis cogió el collar, se sentó en el borde de una butaca y permaneció largo rato mirando fijamente la resplandeciente joya.

Es una maravilla –dijo al fin–. Y debe de costar un riñón... –miró a su mujer–. ¿Cuánto crees que valdrá, Adela?

Mi tía se encogió de hombros.

No lo sé. Millones, calculo.

Tío Luis contempló de nuevo el collar y contuvo el aliento. Luego, sacudió la cabeza al tiempo que dejaba escapar lentamente el aire

Dan ganas de guardárselo –dijo–. Pero vamos a hacer algo mucho mejor –se puso en pie y, de pronto, comenzó a impartir una retahíla de órdenes–. Anda, poneos guapas, que nos vamos de visita. ¡Deprisa, niñas, no os quedéis ahí pasmadas mirándome! –se volvió hacia mí–. Tú también vienes, Javier; en cinco minutos quiero verte hecho un pincel –se giró hacia su mujer–. Voy a afeitarme, Adela. Y tú date prisa en cambiarte, que quiero salir cuanto antes.

Pero, ¿adónde vamos? –preguntó mi tía, intercambiando una perpleja mirada con sus hijas.

¿Adónde vamos?... –tío Luis echó a andar hacia la plante superior y respondió–: Vamos a hacerle una visita a Germán Mendoza.





* * *





Los Mendoza vivían no muy lejos de Villa Candelaria, en un suntuoso palacete rodeado por un extenso jardín francés. Llegamos allí a media mañana, mis tíos, mis primas y yo, todos de punta en blanco. Tío Luis preguntó por don Germán al mayordomo que nos abrió la puerta, y éste nos sugirió que aguardáramos en el salón, pero mi tío dijo que prefería esperar en el vestíbulo, así que el sirviente, un tanto desconcertado, fue en busca de su patrón.

Don Germán llegó unos minutos más tarde, seguido por su hijo Gabriel. Tras contemplarnos como si fuéramos una invasión de cucarachas, el patriarca de los Mendoza le preguntó con sequedad a tío Luis:

Bueno, ¿qué quiere?

Aclarar un viejo asunto –replicó mi tío, sosteniendo con firmeza la mirada de don Germán–. Desde hace muchos años, los Mendoza se han dedicado a calumniar a mi familia, acusándonos de haber robado el regalo de compromiso que uno de sus antepasados le hizo a Beatriz Obregón. Pues bien...

Tras una pausa un poco melodramática, tío Luis sacó de un bolsillo las Lágrimas de Shiva y se las entregó a don Germán, que cogió la joya con una expresión de absoluta perplejidad en el rostro.

Hoy mismo –prosiguió tío Luis–, mi sobrino Javier ha encontrado el collar. Estaba oculto en un mueble que perteneció a Beatriz Obregón; nadie sabía que se encontraba allí. Por todo ello, quiero dejar tres cosas muy claras. Primero: mi antepasada Beatriz no robó nada y, si quiere mi opinión, hizo muy bien en dejar plantado a un Mendoza al pie del altar. Segundo: entre los Obregón no hay ladrones, pero ahora está claro que entre los Mendoza sí que hay difamadores. Tercero y último: ahí tiene el puñetero collar. Y ya sabe por dónde puede metérselo –inclinó cortésmente la cabeza y agregó–: Que tenga un buen día, señor Mendoza.

Dicho esto, tío Luis giró en redondo, abrió la puerta y, tan digno como un rey, abandonó el palacete. Tras él fuimos su mujer, sus hijas y yo, y a nuestras espaldas se quedó don Germán, mirando con asombro el collar tanto tiempo extraviado.





    * * *



Tío Luis estaba exultante. Cuando salimos de la residencia de los Mendoza, se aproximó a mí, me estrechó la mano con solemnidad y declaró:

Aún no te he dado las gracias, Javier, pero al encontrar el collar me has proporcionado la mayor satisfacción de mi vida. Así que gracias, sobrino, muchísimas gracias –se volvió hacia el resto de su familia y alzó los brazos como si fuera a pronunciar un discurso–. Acabamos de desprendernos de una fortuna –dijo–, y eso hay que celebrarlo. Os invito a una mariscada –sonrió de oreja a oreja–. ¿Habéis visto la cara que se le ha quedado a Germán Mendoza? ¡Eso merece un festejo por todo lo alto!

Fue un día perfecto. Comimos en un restaurante del puerto y luego, tras recoger los bañadores en Villa Candelaria, nos fuimos todos a la playa. Tío Luis alquiló una lancha, recorrimos la costa, hasta el faro, e hicimos esquí acuático, y aunque yo no paré de caerme al agua, lo cierto es que fue un día muy, muy, muy especial.

Regresamos a casa al anochecer. Mi tío, feliz como un niño, insistió en invitarnos a cenar en Puerto Chico, pero antes nos dirigimos todos a nuestros dormitorios para asearnos un poco y cambiarnos de ropa. Y ahí estaba yo, en mi cuarto, acabando de vestirme, cuando de pronto llamaron a la puerta. Era Violeta. Entró en la habitación sin decir nada, se me quedó mirando de una forma extraña y comentó:

Aún no hemos podido hablar a solas.

Claro, con tanto jaleo.

Pues llevo todo el día queriendo decirte algo.

¿El qué?

Que eres un mentiroso.

Enarqué una ceja.

¿Por qué dices eso? –pregunté con fingida inocencia.

Violeta se cruzó de brazos.

Porque hace un par de días subí sola al desván. Estuve echándole otro vistazo al escritorio de Beatriz y encontré el segundo compartimento secreto. ¿Y sabes qué? Estaba vacío.

Ya… –musité, con cara de circunstancias.

Violeta me miró fijamente, ceñuda.

¿Dónde encontraste el collar, Javier? –preguntó–. Y dime la verdad.

¿Qué podía hacer? Decirle la verdad, claro; así que le conté con pelos y señales la aparición nocturna del fantasma de Beatriz, y los pormenores de mi posterior encuentro con Amalia Bareyo. Cuando concluí el relato, Violeta, con el rostro arrebolado, me preguntó:

¿De verdad viste a Beatriz?

Sí.

¿Y cómo era?

Como en el cuadro.

¿Pero se transparentaba, o algo así?

Sacudí la cabeza.

No, era más bien como si estuviese siempre en sombras. Pero parecía de carne y hueso, aunque no hacía ningún ruido.

Violeta dejó escapar un suspiro.

Después de todo –dijo–, Beatriz sólo quería que recuperáramos el collar –perdió laminada–. Me hubiera encantado verla…

Pues al principio, cuando la vi, casi me dio un infarto.

Sonrió.

¿Y esa bruja de doña Amalia? –dijo, cambiando de tema–. Menuda hija de su madre… Pero has hecho bien al no decirle a nadie que ella fue la ladrona. Bastante tiene ya cociéndose en su mala baba. Qué vieja, anda que no le ha hecho la pascua a mi familia.

Bueno, pero al final todo ha acabado bien –observé.

Sí –asintió Violeta.

De pronto, nos quedamos sin nada que decir, silenciosos, el uno frente al otro, mirándonos a los ojos. Y yo me sentí repentinamente turbado, como si una idea rara se me hubiese colado a escondidas en lamente, y creí entrever un extraño brillo en la mirada de mi prima, y el corazón, sin motivo alguno, comenzó a latirme más rápido.

Entonces, la voz de tío Luis nos llegó a través de la puerta, metiéndonos prisa para salir cuanto antes. Violeta y yo carraspeamos a la vez, un poco azorados. Ella echó a andar hacia su cuarto, y yo me di la vuelta para que no me viese la cara, pues, por algún motivo que entonces no pude discernir, me había puesto rojo como un tomate.





    * * *



Gabriel Mendoza, el hijo de don Germán, se presentó al día siguiente en Villa Candelaria. Quería hablar con tío Luis, pero también con el resto de la familia, así que nos reunimos todos en el salón. Gabriel se había cortado el pelo y llevaba chaqueta y corbata –supongo que para dar más solemnidad a su visita–, aunque se le veía claramente incómodo con aquel atuendo, y también muy nervioso.

Se–señor Obregón –dijo, refrenando un conato de tartamudeo–, la verdad es que no sé lo que piensa mi padre, ni lo que hará, pero yo sé muy bien cuál es mi deber –tras un carraspeo, en tono un poco monocorde, como si recitara un discurso largamente ensayado, prosiguió–: En calidad de primogénito de la familia Mendoza, quiero pedirle perdón por todo el daño que hayamos podido causarle a usted y a su familia. Las acusaciones que los Mendoza llevan difundiendo desde hace muchas décadas contra los Obregón han resultado infundadas, así que le doy mi palabra de que haré todo lo que esté en mi mano para restaurar el honor de su familia y enmendar los errores de la mía. Po tanto, en mi nombre, y en nombre de los míos, le ruego que acepte nuestras más sentidas disculpas.

Tras concluir su perorata, Gabriel tragó saliva y se quedó mirando expectante a tío Luis. Éste, con una beatífica sonrisa en el rostro, asintió levemente.

Vale –dijo–; acepto las disculpas.

Gabriel cambió el peso del cuerpo de un pie a otro y miró fugazmente a Rosa.

Hay algo más, señor Obregón. Es so–so… –tragó saliva para controlar el tartamudeo y continuó–: Es sobre su hija Rosa.

Tío Luis alzó una ceja.

Tú dirás –le invitó a seguir.

Pues verá –Gabriel respiró profundamente, haciendo acopio de valor, y declaró–: Estoy enamorado de Rosa, la quiero muchísimo. Y eso no debería extrañarle, ni a usted ni a nadie, porque su hija es preciosa, e inteligente, y sensible, y encantadora, y… Bueno, usted ya la conoce. Lo extraño es que, al parecer, Rosa también me quiere a mí. En fin, ex inexplicable, ya lo sé, pero he tenido esa suerte. El caso es que quiero salir con su hija y me encantaría contar con su consentimiento, señor Obregón… Pero no quiero engañarle: con su aprobación o sin ella, nada en el mundo podrá impedirme estar con Rosa. Aunque, claro, preferiría que usted lo aprobara…

Tío Luis ladeó la cabeza y miró fijamente a Gabriel, como si poseyera visión de rayos X y quisiera contemplar su interior. Durante unos segundos, todos contuvimos el aliento, expectantes, en medio de un sepulcral silencio. De pronto, mi tío se volvió hacia su hija mayor y le preguntó:

¿A ti te gusta este joven, Rosa?

Sí –respondió ella al instante–. Me gusta mucho.

Pues a mí también –repuso mi tío con una sonrisa.

¿Os imagináis una goma elástica muy tensa que, de golpe, se distiende? Pues eso sucedió en el salón de Villa Candelaria. Todos los presentes exhalamos a la vez el aire que hasta aquel momento habíamos contenido en los pulmones, y comenzamos a sonreírnos los unos a los otros con cara de bobos. De haber sido una película, en aquel momento habrían sonado los violines. Para ser sinceros, me dio un poco de grima lo cursi que se estaba poniendo el ambiente.

Tío Luis dio una palmada para llamar nuestra atención y nos dijo que, como estaba de muy buen humor, nos invitaba otra vez a comer en el puerto.. Por supuesto, en la invitación también incluyó a Gabriel Mendoza, que aceptó encantado –parecía como si flotara en una nube–, pero entonces tío Luis alzó el índice de la mano derecha y le advirtió:

Ojo, muchacho, que yo te dé permiso para salir con mi hija no lo soluciona todo. ¿Qué va a decir tu padre de esto?

Gabriel miró a Rosa y de nuevo a tío Luis:

Para serle sincero, señor Obregón –respondió–, me importa un bledo lo que diga mi padre.

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