Más
adelante, con el paso del tiempo, he disfrutado en mi vida de muchos
y muy buenos momentos, pero creo que ninguno ha sido tan grande, tan
intenso y satisfactorio como el que viví aquel día en Villa
Candelaria.
Lo
primero que hice fue reunir a mis primas. Cuando tuve a las cuatro
hermanas delante, en mi dormitorio, saqué el paño de terciopelo
negro, lo desenvolví con deliberada lentitud e, igual que un
ilusionista sacando un conejo de la chistera, les mostré triunfante
las Lágrimas de Shiva.
Rosa,
margarita, Violeta y Azucena abrieron la boca a la vez y se quedaron
mirando el collar estupefactas. La primera en reaccionar fue Violeta.
Se aproximó a mí, rozó con la yema de los dedos una de las
esmeraldas –quizá para asegurarse de que era real– y me
preguntó:
–¿Dónde
lo has encontrado?
Bueno,
precisamente ésa era la pregunta cuya respuesta había estado
meditando largo y tendido antes de revelar mi hallazgo. Como es
lógico, no podía mencionar la intervención del fantasma de
Beatriz, al menos si no quería acaban contándole mis sueños más
turbios a un loquero con barba de chivo. Por otra parte, tampoco
quería inculpar a Amalia Bareyo; no porque me cayese bien –la
verdad es que me parecía una vieja de lo más antipática–, sino
porque aquella mujer era demasiado mayor para pagar ahora por lo que
había hecho cuando sólo era una adolescente. Así que opté por
simplificar la verdad, que es una forma como otra cualquiera de
mentir.
–Lo
encontré en el desván –dije–. Estaba en el escritorio; había
otro cajón oculto en el lado derecho.
Violeta
me miró con extrañeza, como si algo no le cuadrara, pero justo
entonces Rosa y Margarita comenzaron a hablar a la vez, muy
excitadas, y cogieron el collar, y se lo probaron frente al espejo
del armario y, de pronto, mi dormitorio se convirtió en una fiesta,
con mis primas –y yo mismo– montando un pequeño barullo en torno
a aquella joya prodigiosa.
Finalmente,
cuando los ánimos se serenaron un poco, Violeta fue en busca d sus
padres y los condujo al salón sin decirles para qué. Allí,
perplejos y desconcertados, los tuvimos esperado unos minutos.
Entonces, entramos Rosa, margarita y yo, extendimos los brazos hacia
la puerta, igual que bailarines presentando a una vedette,
y Azucena apareció en el umbral, con una tímida sonrisa en los
labios y las Lágrimas de Shiva destellando en torno a su cuello.
Al
principio mis tíos no vieron el collar; luego, cuando lo vieron,
tardaron unos instantes en comprender qué era, y cuando lo
comprendieron, sencillamente, se quedaron de piedra.
–¡Dios
mío!... –musitó mi tía, llevándose una mano a la boca en un
gesto de asombro.
–¡La
madre que me parió! –musitó tío Luis con los ojos como platos.
*
* *
Como
era de esperar, tuve que extenderme en toda suerte de explicaciones,
aunque la versión que conté, por supuesto, omitía muchos detalles.
En resumen, la cosa era así: a raíz de encontrar el texto escrito
en el ejemplar de Frankenstein,
Violeta y yo nos pusimos a buscar en el trastero los objetos
personales de Beatriz Obregón. Encontramos la carta en el buró,
localizamos a Amalia Bareyo a través de Ramona, descubrimos que
Beatriz se había fugado con el capitán Cienfuegos y, finalmente, yo
encontré las Lágrimas de Shiva en el segundo compartimento secreto
del escritorio.
Cuando
concluí mi relato, en medio de un sepulcral silencio, tío Luis
cogió el collar, se sentó en el borde de una butaca y permaneció
largo rato mirando fijamente la resplandeciente joya.
–Es
una maravilla –dijo al fin–. Y debe de costar un riñón... –miró
a su mujer–. ¿Cuánto crees que valdrá, Adela?
Mi
tía se encogió de hombros.
–No
lo sé. Millones, calculo.
Tío
Luis contempló de nuevo el collar y contuvo el aliento. Luego,
sacudió la cabeza al tiempo que dejaba escapar lentamente el aire
–Dan
ganas de guardárselo –dijo–. Pero vamos a hacer algo mucho mejor
–se puso en pie y, de pronto, comenzó a impartir una retahíla de
órdenes–. Anda, poneos guapas, que nos vamos de visita. ¡Deprisa,
niñas, no os quedéis ahí pasmadas mirándome! –se volvió hacia
mí–. Tú también vienes, Javier; en cinco minutos quiero verte
hecho un pincel –se giró hacia su mujer–. Voy a afeitarme,
Adela. Y tú date prisa en cambiarte, que quiero salir cuanto antes.
–Pero,
¿adónde vamos? –preguntó mi tía, intercambiando una perpleja
mirada con sus hijas.
–¿Adónde
vamos?... –tío Luis echó a andar hacia la plante superior y
respondió–: Vamos a hacerle una visita a Germán Mendoza.
*
* *
Los
Mendoza vivían no muy lejos de Villa Candelaria, en un suntuoso
palacete rodeado por un extenso jardín francés. Llegamos allí a
media mañana, mis tíos, mis primas y yo, todos de punta en blanco.
Tío Luis preguntó por don Germán al mayordomo que nos abrió la
puerta, y éste nos sugirió que aguardáramos en el salón, pero mi
tío dijo que prefería esperar en el vestíbulo, así que el
sirviente, un tanto desconcertado, fue en busca de su patrón.
Don
Germán llegó unos minutos más tarde, seguido por su hijo Gabriel.
Tras contemplarnos como si fuéramos una invasión de cucarachas, el
patriarca de los Mendoza le preguntó con sequedad a tío Luis:
–Bueno,
¿qué quiere?
–Aclarar
un viejo asunto –replicó mi tío, sosteniendo con firmeza la
mirada de don Germán–. Desde hace muchos años, los Mendoza se han
dedicado a calumniar a mi familia, acusándonos de haber robado el
regalo de compromiso que uno de sus antepasados le hizo a Beatriz
Obregón. Pues bien...
Tras
una pausa un poco melodramática, tío Luis sacó de un bolsillo las
Lágrimas de Shiva y se las entregó a don Germán, que cogió la
joya con una expresión de absoluta perplejidad en el rostro.
–Hoy
mismo –prosiguió tío Luis–, mi sobrino Javier ha encontrado el
collar. Estaba oculto en un mueble que perteneció a Beatriz Obregón;
nadie sabía que se encontraba allí. Por todo ello, quiero dejar
tres cosas muy claras. Primero: mi antepasada Beatriz no robó nada
y, si quiere mi opinión, hizo muy bien en dejar plantado a un
Mendoza al pie del altar. Segundo: entre los Obregón no hay
ladrones, pero ahora está claro que entre los Mendoza sí que hay
difamadores. Tercero y último: ahí tiene el puñetero collar. Y ya
sabe por dónde puede metérselo –inclinó cortésmente la cabeza y
agregó–: Que tenga un buen día, señor Mendoza.
Dicho
esto, tío Luis giró en redondo, abrió la puerta y, tan digno como
un rey, abandonó el palacete. Tras él fuimos su mujer, sus hijas y
yo, y a nuestras espaldas se quedó don Germán, mirando con asombro
el collar tanto tiempo extraviado.
*
* *
Tío
Luis estaba exultante. Cuando salimos de la residencia de los
Mendoza, se aproximó a mí, me estrechó la mano con solemnidad y
declaró:
–Aún
no te he dado las gracias, Javier, pero al encontrar el collar me has
proporcionado la mayor satisfacción de mi vida. Así que gracias,
sobrino, muchísimas gracias –se volvió hacia el resto de su
familia y alzó los brazos como si fuera a pronunciar un discurso–.
Acabamos de desprendernos de una fortuna –dijo–, y eso hay que
celebrarlo. Os invito a una mariscada –sonrió de oreja a oreja–.
¿Habéis visto la cara que se le ha quedado a Germán Mendoza? ¡Eso
merece un festejo por todo lo alto!
Fue
un día perfecto. Comimos en un restaurante del puerto y luego, tras
recoger los bañadores en Villa Candelaria, nos fuimos todos a la
playa. Tío Luis alquiló una lancha, recorrimos la costa, hasta el
faro, e hicimos esquí acuático, y aunque yo no paré de caerme al
agua, lo cierto es que fue un día muy, muy, muy especial.
Regresamos
a casa al anochecer. Mi tío, feliz como un niño, insistió en
invitarnos a cenar en Puerto Chico, pero antes nos dirigimos todos a
nuestros dormitorios para asearnos un poco y cambiarnos de ropa. Y ahí
estaba yo, en mi cuarto, acabando de vestirme, cuando de pronto
llamaron a la puerta. Era Violeta. Entró en la habitación sin decir
nada, se me quedó mirando de una forma extraña y comentó:
–Aún
no hemos podido hablar a solas.
–Claro,
con tanto jaleo.
–Pues
llevo todo el día queriendo decirte algo.
–¿El
qué?
–Que
eres un mentiroso.
Enarqué
una ceja.
–¿Por
qué dices eso? –pregunté con fingida inocencia.
Violeta
se cruzó de brazos.
–Porque
hace un par de días subí sola al desván. Estuve echándole otro
vistazo al escritorio de Beatriz y encontré el segundo compartimento
secreto. ¿Y sabes qué? Estaba vacío.
–Ya…
–musité, con cara de circunstancias.
Violeta
me miró fijamente, ceñuda.
–¿Dónde
encontraste el collar, Javier? –preguntó–. Y dime la verdad.
¿Qué
podía hacer? Decirle la verdad, claro; así que le conté con pelos
y señales la aparición nocturna del fantasma de Beatriz, y los
pormenores de mi posterior encuentro con Amalia Bareyo. Cuando
concluí el relato, Violeta, con el rostro arrebolado, me preguntó:
–¿De
verdad viste a Beatriz?
–Sí.
–¿Y
cómo era?
–Como
en el cuadro.
–¿Pero
se transparentaba, o algo así?
Sacudí
la cabeza.
–No,
era más bien como si estuviese siempre en sombras. Pero parecía de
carne y hueso, aunque no hacía ningún ruido.
Violeta
dejó escapar un suspiro.
–Después
de todo –dijo–, Beatriz sólo quería que recuperáramos el
collar –perdió laminada–. Me hubiera encantado verla…
–Pues
al principio, cuando la vi, casi me dio un infarto.
Sonrió.
–¿Y
esa bruja de doña Amalia? –dijo, cambiando de tema–. Menuda hija
de su madre… Pero has hecho bien al no decirle a nadie que ella fue
la ladrona. Bastante tiene ya cociéndose en su mala baba. Qué
vieja, anda que no le ha hecho la pascua a mi familia.
–Bueno,
pero al final todo ha acabado bien –observé.
–Sí
–asintió Violeta.
De
pronto, nos quedamos sin nada que decir, silenciosos, el uno frente
al otro, mirándonos a los ojos. Y yo me sentí repentinamente
turbado, como si una idea rara se me hubiese colado a escondidas en
lamente, y creí entrever un extraño brillo en la mirada de mi
prima, y el corazón, sin motivo alguno, comenzó a latirme más
rápido.
Entonces,
la voz de tío Luis nos llegó a través de la puerta, metiéndonos
prisa para salir cuanto antes. Violeta y yo carraspeamos a la vez, un
poco azorados. Ella echó a andar hacia su cuarto, y yo me di la
vuelta para que no me viese la cara, pues, por algún motivo que
entonces no pude discernir, me había puesto rojo como un tomate.
*
* *
Gabriel
Mendoza, el hijo de don Germán, se presentó al día siguiente en
Villa Candelaria. Quería hablar con tío Luis, pero también con el
resto de la familia, así que nos reunimos todos en el salón.
Gabriel se había cortado el pelo y llevaba chaqueta y corbata
–supongo que para dar más solemnidad a su visita–, aunque se le
veía claramente incómodo con aquel atuendo, y también muy
nervioso.
–Se–señor
Obregón –dijo, refrenando un conato de tartamudeo–, la verdad es
que no sé lo que piensa mi padre, ni lo que hará, pero yo sé muy
bien cuál es mi deber –tras un carraspeo, en tono un poco
monocorde, como si recitara un discurso largamente ensayado,
prosiguió–: En calidad de primogénito de la familia Mendoza,
quiero pedirle perdón por todo el daño que hayamos podido causarle
a usted y a su familia. Las acusaciones que los Mendoza llevan
difundiendo desde hace muchas décadas contra los Obregón han
resultado infundadas, así que le doy mi palabra de que haré todo lo
que esté en mi mano para restaurar el honor de su familia y enmendar
los errores de la mía. Po tanto, en mi nombre, y en nombre de los
míos, le ruego que acepte nuestras más sentidas disculpas.
Tras
concluir su perorata, Gabriel tragó saliva y se quedó mirando
expectante a tío Luis. Éste, con una beatífica sonrisa en el
rostro, asintió levemente.
–Vale
–dijo–; acepto las disculpas.
Gabriel
cambió el peso del cuerpo de un pie a otro y miró fugazmente a
Rosa.
–Hay
algo más, señor Obregón. Es so–so… –tragó saliva para
controlar el tartamudeo y continuó–: Es sobre su hija Rosa.
Tío
Luis alzó una ceja.
–Tú
dirás –le invitó a seguir.
–Pues
verá –Gabriel respiró profundamente, haciendo acopio de valor, y
declaró–: Estoy enamorado de Rosa, la quiero muchísimo. Y eso no
debería extrañarle, ni a usted ni a nadie, porque su hija es
preciosa, e inteligente, y sensible, y encantadora, y… Bueno, usted
ya la conoce. Lo extraño es que, al parecer, Rosa también me quiere
a mí. En fin, ex inexplicable, ya lo sé, pero he tenido esa suerte.
El caso es que quiero salir con su hija y me encantaría contar con
su consentimiento, señor Obregón… Pero no quiero engañarle: con
su aprobación o sin ella, nada en el mundo podrá impedirme estar
con Rosa. Aunque, claro, preferiría que usted lo aprobara…
Tío
Luis ladeó la cabeza y miró fijamente a Gabriel, como si poseyera
visión de rayos X y quisiera contemplar su interior. Durante unos
segundos, todos contuvimos el aliento, expectantes, en medio de un
sepulcral silencio. De pronto, mi tío se volvió hacia su hija mayor
y le preguntó:
–¿A
ti te gusta este joven, Rosa?
–Sí
–respondió ella al instante–. Me gusta mucho.
–Pues
a mí también –repuso mi tío con una sonrisa.
¿Os
imagináis una goma elástica muy tensa que, de golpe, se distiende?
Pues eso sucedió en el salón de Villa Candelaria. Todos los
presentes exhalamos a la vez el aire que hasta aquel momento habíamos
contenido en los pulmones, y comenzamos a sonreírnos los unos a los
otros con cara de bobos. De haber sido una película, en aquel
momento habrían sonado los violines. Para ser sinceros, me dio un
poco de grima lo cursi que se estaba poniendo el ambiente.
Tío
Luis dio una palmada para llamar nuestra atención y nos dijo que,
como estaba de muy buen humor, nos invitaba otra vez a comer en el
puerto.. Por supuesto, en la invitación también incluyó a Gabriel
Mendoza, que aceptó encantado –parecía como si flotara en una
nube–, pero entonces tío Luis alzó el índice de la mano derecha
y le advirtió:
–Ojo,
muchacho, que yo te dé permiso para salir con mi hija no lo
soluciona todo. ¿Qué va a decir tu padre de esto?
Gabriel
miró a Rosa y de nuevo a tío Luis:
–Para
serle sincero, señor Obregón –respondió–, me importa un bledo
lo que diga mi padre.
xD
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