2.
VILLA CANDELARIA
A
primera hora de la mañana, mamá y Alberto me acompañaron a la
Estación del Norte y, después de facturar la maleta, se quedaron
conmigo en el andén para hacerme compañía hasta que el tren
partiese. Mamá me entregó una bolsa con dos bocadillos para el
viaje –uno de tortilla y otro de jamón–, y acto seguido procedió
a impartirme una larga retahíla de recomendaciones y advertencias.
Que fuera educado, que obedeciera a los tíos, que masticara la
comida en vez de abrevar, que no me bañara en la playa si había
bandera roja, que me abrigara por las noches, que la llamara si
necesitaba algo, que me lavara los dientes todos los días...
Creo
que hubiera podido seguir así durante horas y horas, de no ser
porque el silbato del tren reverberó en la estación anunciando su
próxima salida. Entonces, mamá se abrazó a mí y, sin poder
reprimir unas lágrimas, me dio dos besos y me recomendó que me
cuidara mucho. Luego, para mi sorpresa, Alberto me pasó un brazo por
los hombros y me llevó a un aparte. Pero no se trataba de un gesto
de cariño fraternal; eso difícilmente podía esperarse de mi
hermano, como quedó claro cuando me susurró al oído:
–Escucha,
capullo, si cuando vuelvas me traes unas bragas usadas de Rosa, te
doy veinte duros.
Me
aparté de él y lo contemplé con franco desdén.
–Estás
más salido que un mono –le dije.
Alberto
sonrió de oreja a oreja.
–Sí,
chaval, pero este mono paga al contado.
El
silbato volvió a sonar. Subí apresuradamente al vagón y me asomé
por la ventanillo justo cuando el tren se ponía en marcha. Mamá, de
pie en el andén, agitaba una mano despidiéndose de mí, mientras
que con la otra se enjugaba las lágrimas. Detrás de ella, Alberto
me hacía muecas y gestos obscenos. Yo me quedé asomado a la
ventanilla, diciendo adiós con la mano, mientras sus figuras se
empequeñecían en la distancia. Luego, cuando se perdieron de vista,
suspiré con un poco de tristeza y fui en busca de mi asiento.
El
viaje al Norte había comenzado.
*
* *
Poco
cabe decir de aquel viaje. Pasé gran parte de la mañana leyendo una
novela de ciencia ficción –Universo
de locos–, y el resto
de tiempo lo dediqué a mirar por la ventanilla, aunque el paisaje
que se divisaba no mostraba más que una interminable sucesión de
campos de cereales. De vez en cuando distinguía, a lo lejos,
pequeños pueblos de teja y ladrillo, o tractores y cosechadoras
faenando en los sembrados, pero el panorama que me acompañó durante
la primera mitad del trayecto se parecía mucho a un mar de oro
suavemente agitado por un oleaje de espigas.
El
tres paraba en cada estación o apeadero que encontraba en su camino,
de modo que el viaje se me hizo eterno. Poco después del mediodía,
cuando más apretaba el calor, me quedé dormido. Desperté un par de
horas más tarde, con la boca seca, sintiéndome pegajoso y
entumecido. Me levanté para ir al servicio; luego, le compré al
revisor un refresco y regresé a mi asiento para dar buena cuenta de
los bocadillos que me había preparado mi madre. Mientras comía,
advertí que el paisaje había cambiado por completo. En aquel
momento cruzábamos una zona montañosa plagada de bosques, muy
diferente a la seca meseta de donde habíamos partido.
Pero
eso sólo era un anticipo de lo que me esperaba. Una hora más tarde,
conforme nos aproximábamos a las húmedas tierras del Norte, la
vegetación se fue tornando cada vez más exuberante. Dejamos atrás
las altas montañas y nos adentramos en una región salpicada de
pequeños valles tapizados de hierba, un territorio boscoso surcado
por numerosos ríos y arroyos. Poco después, comenzó a llover. Me
sentí extraño. No recordaba que el Norte fuese tan verde y,
acostumbrado a la aridez de Madrid, aquella densa vegetación,
semejante a una selva, se me antojaba un paisaje del pasado, como si
el tren fuera una máquina del tiempo que me condujera a la época en
que los celtas aún poblaban las costas del Cantábrico.
Finalmente,
a media tarde, llegamos a la estación de Santander. Se suponía que
mis tíos estarían allí, pero lo cierto es que no había nadie
esperándome, así que recuperé mi maleta y me dispuse a aguardar.
Poco a poco, el andén se fue vaciando de gente, hasta que me quedé
solo. El rumor de la lluvia contra el techo resonaba monótonamente
en la estación, confundiéndose con el lejano ronroneo del motor de
una locomotora. Abrí mi novela, me senté sobre la maleta y me puse
a leer.
–¡Javier!
–dijo una voz al cabo de unos minutos.
Volví
la cabeza y vi que un hombre se aproximaba a mí con paso rápido.
Tendía unos cuarenta y cinco años, el pelo castaño claro, peinado
hacia atrás, quizá demasiado largo, y lucía un cuidado bigote que
le brindaba cierto aire de galán anticuado. Conforme caminaba, su
negra gabardina ondeaba en el aire como la capa de un superhéroe.
Era tío Luis.
–Caray,
muchacho, lo siento –dijo cuando llegó a mi altura–. Se me fue
el santo al cielo y me olvidé de que tenía que recogerte. ¿Llevas
mucho tiempo esperando?
.No,
qué va, quince minutos o así.
–Perdona,
soy muy despistado. Anda, sobrino, dame un abrazo –me palmeó la
espalda con energía; luego, se apartó de mí y, manteniendo sus
manos sobre mis hombros, me contempló en silencio durante unos
segundos–. Ahora debería decirte lo mucho que has crecido
–prosiguió–, pero supongo que estarás harto de esa clase de
comentarios, así que no diré nada. Vamos, tengo el coche ahí
fuera. Déjame que te ayude con la maleta.
Cuando
salimos de la estación llovía a raudales. Tío Luis comentó que,
hasta el día anterior, había hecho un tiempo excelente, pero no
tardé en descubrir que eso era lo que siempre decían los norteños,
aunque llevaran semanas padeciendo los rigores de una galerna. No
obstante, apenas presté atención al clima local, pues al ver el
coche de tío Luis me quedé con la boca abierto. Supongo que
esperaba encontrar un utilitario normalito, pero el automóvil
resultó ser un deportivo. Un Jaguar
E, para ser precisos; de
color negro, llantas cromadas y con un larguísimo morro que prometía
un auténtico raudal de potencia.
–Es
precioso... –comenté tras acomodarme en el asiento del copiloto.
Tío
Luis sonrió, satisfecho, y acarició con la yema de los dedos la
madera del salpicadero.
–Sí
que lo es. Se trata del modelo de 1961, el primero de la serie E.
Motos de tres mil ochocientos centímetros cúbicos, tres
carburadores y doscientos sesenta y cinco caballos de potencia. La
verdad es que es mi ojito derecho.
Tras
decir esto, dedicó una mirada de amante al cuadro de mandos de su
vehículo y giró la llave de contacto. El motor rugió con
impaciencia, mi tío conectó los limpiaparabrisas, metió la marcha
y, acto seguido, con un chirrido de neumáticos, arrancó a toda
velocidad.
Por
decirlo de algún modo, tío Luis conducía como un loco. Abandonamos
el aparcamiento en un suspiro, enfilamos hacia el Paseo de Pereda con
un brusco derrapaje y, luego, todo fue aceleración y vértigo. Más
tarde descubrí que el mar se encontraba a mi derecha, pero entonces
ni siquiera lo vi; estaba demasiado ocupado en apretar los dientes y
agarrarme al asiento. Durante el trayecto, mientras conducía dando
bruscos volantazos y súbitas frenadas para sortear el tráfico, tío
Luis no dejaba de hablar. Se interesó por la salud de mi padre y
preguntó por mamá y por Alberto, pero yo apenas pude responder con
monosílabos, pues tenía un nudo en la garganta y la íntima
convicción de que nos íbamos a estrellar en cualquier momento.
Pero
no nos estrellamos. Al llegar a la altura de la península de La
Magdalena, giramos a la izquierda y, como una exhalación, pusimos
rumbo hacia El Sardinero, la zona residencial donde vivían mis tíos.
Afortunadamente, tío Luis redujo la velocidad al abandonar la
avenida principal y adentrarse en el dédalo de callejas estrechas
que se extendía por detrás de la primera línea de playa. Aun así,
cuando llegamos a nuestro destino, detuvo el Jaguar
con un brusco frenazo que me lanzó, primero, hacia delante, y
después hacia atrás.
Al
bajar del coche las piernas me temblaban. La lluvia había menguado
hasta convertirse en un suave chirimiri, pero el cielo seguía
cubierto y oscuro. Mientras tío Luis abría el maletero para sacar
mi equipaje, me quedé mirando la casa frente a la que nos habíamos
detenido. Era un viejo edificio de tres plantas con una pequeña
torre en la parte superior. La fachada, pitada de blanco y verde,
gravitaba sobre un enorme porche sostenido por cuatro columnas
cubiertas de enredaderas. En la segunda planta, a izquierda y
derecha, había dos grandes miradores acristalados. El caserón
estaba rodeado por un amplio y bien cuidado jardín, con setos de
arrayán, multicolores macizos de hortensias y tamarindos de
enrevesada copa. Una valla de piedra rodeaba el terreno. En una de
las jambas del portalón de entrada había una placa de bronce con un
rótulo que rezaba: «Villa Candelaria».
–Vamos,
Javier –dijo tío Luis mientras echaba a andar hacia la casa
cargando con mi maleta–. Adela estará deseando verte.
Cruzamos
la cancela y recorrimos el sendero de grava que atravesaba el jardín
y conducía al porche. Así fue cómo, después de tanto tiempo,
regresé a la casa de los Obregón.
Tía
Adela se parecía a mamá, pero era mucho más guapa que ella. Tenía
el pelo rubio, los ojos azules y un tipo fantástico, sobre todo
teniendo en cuenta los cuarenta y tantos años de edad que contaba
por aquel entonces. Nuestro reencuentro siguió, puntualmente, todos
los pasos establecidos por el Manual de Urbanidad entre Parientes. Me
dio dos sonoros besos, me abrazó, comentó lo mucho que yo había
crecido, insistió en lo mismo, señalando que estaba hecho todo un
hombrecito, volvió a abrazarme, me preguntó por papá, por mamá y
por Alberto, me interrumpió al instante, diciendo que ya hablaríamos
durante la cena, volvió a admirarse de mi altura y me dio otro beso.
Luego,
me presentó al reto de la familia. Aquella tarde sólo estaban en
casa Margarita, la segunda de las hermanas, y Azucena, la más
pequeña. Marga me saludó con un apretón de manos y me contempló
con cierta suspicacia, como si quisiera evaluarme antes de concederme
su confianza. ER más guapa al natural que en foto, pero las gafas
que usaba la hacían parecer un poco distante, como si aquellas
lentes redondas fueran un escudo que la separara del mundo y de la
gente. En cuanto a Azucena, cuando intenté darle un beso echó a
correr y se refugió tras las faldas de su madre sin decir una
palabra.
–Es
muy tímida –comentó tía Adela–. Pero ya verás lo simpática
que se vuelve en cuanto se acostumbre a ti.
Tenía
razón. Azucena resultó ser encantadora y muy inteligente. El único
problema es que tardó casi tres meses en acostumbrarse a mí.
–Rosa
ha salido. Ya la verás esta noche –prosiguió mi tía–. Y
Violeta... En fin, cualquiera sabe dónde estará. Esa niña siempre
anda a su aire, con la cabeza metida en un libro.
–Bueno,
basta de charla –la interrumpió tío Luis–. Javier debe de estar
deseando descansar un poco. Anda, sobrino, ven conmigo; te enseñaré
tu dormitorio.
La
segunda planta albergaba seis habitaciones y dos cuartos de baño. En
el ala Norte estaban los dormitorios de mis tíos, de Azucena y de
Rosa. Mi cuarto se encontraba en el extremo opuesto, detrás de las
escaleras, entre los dormitorios de Margarita y de Violeta.
Era
una habitación de unos veinte metros cuadrados, con el suelo de
tarima y una ventana que daba a la parte trasera del jardín. Había
una cama de madera –muy antigua, pero con el colchón nuevo–, una
mesilla de noche, una silla, una mesa y un viejo armario que olía a
lavanda y naftalina. Cuando tío Luis me dejó solo deshice el
equipaje, distribuí mis cosas en los diferentes estantes y coloqué
mis libros sobre la mesa. Luego, me tumbé en la cama y estuve un
rato sin hacer nada, con la mirada perdida en las molduras del techo.
La
atmósfera olía mucho a humedad, pero no era un aroma desagradable.
Por el contrario, resultaba cálido y acogedor, como si el aire de
Santander tuviera más consistencia que el de Madrid. Contemplé los
cuadros que colgaban de las paredes –una marina y dos paisajes
campestres– y me quedé escuchando el tabaleo de la lluvia. Y poco
a poco, sin darme cuenta, me fui quedando dormido.
...
Unos
golpes sonaron en la puerta.
–Javier
–dijo una voz.
Me
desperté, sobresaltado, y salté de la cama.
–¿Estás
ahí, Javier? –insistió la voz.
Parpadeé
varias veces para espantar el sueño y abrí la puerta. Margarita
estaba al otro lado del umbral. Dos chispas de ironía brillaban por
detrás de sus gafas.
–¿Estabas
dormido? –preguntó.
–No...
Sí, creo que sí... ¿Qué hora es?
–Las
ocho y media.
¡Había
dormido casi dos horas! La verdad es que llevaba todo el día
aplastando oreja.
–Dentro
de una hora estará la cena –continuó Marga–. ¿Quieres que
antes te enseñe la casa?
Le
dije que sí, pero lo primero que hice fue ir al cuarto de baño para
echarme un poco de agua en la cara, pues aún me sentía un poco
amodorrado. Luego regresé junto a Margarita, que me esperaba al lado
de la escalera, y comenzó la visita turística.
–Arriba
está la buhardilla y el torreón –dijo ella–, pero hay poca luz
y mucho polvo, así que ya lo verás otro día. En esta planta están
los dormitorios. Ese es el mío; el de enfrente, el de Violeta; y ahí
delante están el de Rosa, el de Azucena y el de mis padres. Ven, te
enseñaré la planta baja.
El
edificio era más antiguo de lo que me había parecido al principio.
Tenía los techos muy altos, los suelos de tarima y por doquier había
viejas pinturas y antigüedades de toda clase.
–La
casa se construyó a principios del siglo diecinueve –me informó
Margarita mientras bajábamos la escalera–, cuando los Obregón
todavía formábamos parte de la plutocracia cola. Algunos de los
trastos que estás viendo tienen más de siglo y medio de antigüedad.
Por
aquel entonces no conocía el significado de la palabra plutocracia.
Más tarde consulté el diccionario y averigüé que significa el
gobierno de los más ricos. También descubrí que Margarita era
comunista, o algo parecido.
El
vestíbulo, muy amplio, estaba adornado con panoplias, escudos, un
ajado tapiz e incluso una armadura un tanto herrumbrosa.
–Esa
escalera conduce al sótano –señaló Margarita–. Ahí tiene papá
su taller. Se pasa el día construyendo chismes raros, así que
procura no molestarle.
A
la derecha, según se entraba desde el porche, una puerta daba acceso
al comedor. Era una habitación espaciosa, con un amplio ventanal y
una inmensa mesa de roble sobre la que pendía una araña de cristal.
Al fondo, otra puerta conducía a la cocina y a la zona de servicio.
En el ala Este se encontraban las dos habitaciones más grandes de la
casa: la sala de estar y la biblioteca.
El
salón, como todo en Villa Candelaria, parecía más un viejo museo
que una vivienda. Los muebles, según margarita, eran de estilo
Imperio, y de las paredes colgaban decenas de cuadros pintados al
óleo, casi todos ellos paisajes y bodegones, aunque también
d9istinguí algún que otro retrato. Había una enorme chimenea de
alabastro y tres grandes ventanales c cuyo través podía verse el
jardín. En conjunto, aquella casa parecía rica y lujosa, pero se
trataba de un lujo antiguo, no renovado con el paso de los años, un
lujo que hablaba más del esplendor de otros tiempos que de la actual
situación de la familia. Creo que fue entonces cuando comprendí con
precisión lo que era la decadencia.
Pero
la mayor sorpresa me aguardaba en la última estancia que visité: la
biblioteca. Era tan grande como el salón, pero los únicos muebles
que allí había eran un escritorio, una silla un sillón de
lectura. Tres de las cuatro paredes estaban cubiertas hasta el techo
por una inmensa librería de cerezo, en cuyos estantes descansaban
miles y miles de polvorientos libros antiguos. En la cuarta pared
había un mirador de madera y cristales coloreados, una chimenea y un
montón de cuadros, esta vez, todos ellos retratos.
–Aquí
tienes la galería de nuestros antepasados –dijo Margarita,
señalando con un ademán la pequeña pinacoteca–. Mira, éste es
Juan Nepomuceno Obregón. Fue el tipo que, durante el siglo
dieciocho, amasó la fortuna de la familia. Era un pirata de mucho
cuidado; deberían haber ahorcado, pero en vez d eso le nombraron
Hijo Predilecto de la ciudad –suspiró con resignación y agregó:
–Así es la justicia de los burgueses.
El
cuadro que señalaba Margarita mostraba el busto de un cincuentón de
rostro redondo, mostacho y perilla, vestido con luna levita negra en
la que destacaba un cuello de encaje que el pintor había reproducido
con maníaca minuciosidad. Estaba más bien gordo y sus porcinos
ojillos expresaban una mezcla de altivez y mezquindad. Era
exactamente la clase de tipo al que uno nunca le compraría un coche
usado.
Dediqué
unos minutos a contemplar aquella galería de viejos retratos. Todos
los hombres y mujeres que allí estaban representados habían sido
miembros de la familia Obregón. Ríos, primos, hermanos, sobrinos,
abuelos... Se me antojó un poco extraño tener ante mis ojos, en
forma de cuadros, el linaje completo de los últimos doscientos
cincuenta años de una familia. De hecho, eran tantas las pinturas
que casi se me pasó por alto la más importante de todas.
Se
hallaba en un rincón, en el extremo más alejado de la biblioteca,
perdido entre las imágenes de los antepasados menos importantes. Era
un retrato no demasiado grande que mostraba a una mujer sentada, con
las manos descansando sobre el regazo y la mirada perdida a su
derecha. Era joven y muy hermosa, con los rubios cabellos recogidos
en un complejo trenzado. Vestía un traje blanco, de encaje, a la
moda de finales del siglo diecinueve, y el único adorno que llevaba
era un collar de esmeraldas. Pero no fue la belleza de aquella mujer
lo que me llamó la atención, sino la sutil expresión de tristeza
que se advertía en su mirada.
–¿Quién
es? –pregunté.
Margarita
arqueó una ceja.
–Beatriz
Obregón –respondió–. La hermana de mi bisabuelo.
Beatriz
Obregón... Aquél era el nombre que mencionó mi madre cuando me
enseñó el álbum de fotos. Pero también había dicho otra cosa,
algo relacionado con un dios hindú.
–¿Qué
son las Lágrimas de Shiva? –pregunté.
Margarita
arrugó la nariz.
–¿Quién
te ha hablado de eso? –preguntó a su vez.
–Mi
madre. Pero no me contó nada, sólo me dijo que os preguntara a
vosotros.
–Pues
tu madre debe de tener mucho sentido del humor –comentó con una
sonrisa traviesa–. Mira, será mejor que no les preguntes a mis
padres ni por Beatriz ni por las Lágrimas.
–¿Por
qué?
Margarita
me contempló unos instantes con ironía, como si supiera algo
gracioso que yo ignoraba. Entonces, antes de que pudiera contestarme,
se escuchó el lejano repique de una campanilla.
–Es
mamá –dijo–. La cena ya está lista. Será mejor que vayamos al
comedor –le echó un último vistazo al retrato de su antepasada y
agregó–: En cuanto a mi tía-bisabuela Beatriz, el problema es que
fue la ladrona de la familia y la culpable de la ruina de los
Obregón. Por eso es mejor no hablar de ella.
*
* *
Las
evasivas respuestas de Margarita me dejaron muy intrigado. ¿Quién
fue Beatriz Obregón y por qué era mejor no mencionar siquiera su
nombre? Mi prima dijo que había sido la ladrona de la familia, pero
¿qué había robado? ¿Y qué demonios eran las Lágrimas de Shiva?
Antes
de ir al comedor, subí a la planta de arriba para lavarme las manos.
Estaba a punto de entrar en el baño cuando me percaté de que la
puerta de mi dormitorio se hallaba abierta y la luz encendida. Me
acerqué al cuarto y descubrí que había alguien dentro. Era una
chica de mi edad; llevaba el pelo corto y vestía unos arrugados
vaqueros. En aquel momento estaba examinando los libros que yo había
dejado sobre la mesa, así que me daba la espalda, pero no tuve
necesidad de verle la cara para saber de quién se trataba.
–Hola
–la saludé–. Tú eres Violeta, ¿no?
Aunque
estaba seguro de que no me había oído llegar, ella no se sobresaltó
al escuchar mi voz. En vez de ello, volvió la cabeza lentamente y me
miró por encima del hombro, muy seria.
–Y
tú, Javier –dijo.
No
era una pregunta, y tampoco hizo amago de saludarme, así que me
quedé un poco cortado.
–¿Estos
libros son tuyos? –preguntó ella tras un incómodo silencio.
–Sí.
Violeta
se inclinó y comenzó a leer en voz alta los títulos.
–Jones
el hombre estelar, Marciano vete a casa, Titán invade la Tierra, El
día de los Trífidos...
¿Qué clase de novelas son éstas?
–Ciencia
ficción –respondí.
Violeta
esbozó una sonrisa que, pese a su brevedad, logró expresar a la vez
una desagradable mezcla de altanería, desdén y conmiseración. Creo
que fue una de las sonrisas más irritantes que he visto en mi vida.
–Ya
me imaginaba que eran algo así –dijo–. ¿A ti te gusta esta
clase de cosas?
Pronunció
la palabra cosas
como si estuviera hablando de un saco de estiércol.
–Sí,
me gustan –contesté a la defensiva–. ¿Has leído algo de
ciencia ficción?
Violeta
asintió con un desdeñoso cabeceo.
–Un
mundo feliz, de Huxley, y
1984,
de Orwell. Son las dos únicas novelas de ciencia ficción que valen
la pena.
Hablaba
con tanta suficiencia que me estaba poniendo de mal humor, pero yo
era un huésped y debía comportarme, así que intenté ser educado.
–¿Qué
te gusta leer a ti? –pregunté.
–Hemingway,
Tolstoi, Lorca, Scott Fitzgerald... En
fin, la Buena literatura. Pero no te preocupes; puede que dentro de
unos años, cuando madures un poco, llegues a leer algo más que
historias de marcianitos –echó a andar hacia la salida y
puntualizó–: La cena ya está lista, será mejor que bajes al
comedor.
Debo
confesarlo: al principio, Violeta Obregón me pareció una chica
pedante, engreída e insoportable. Exactamente todo lo contrario que
su hermano mayor. La conocí durante la cena. Rosa volvió a casa
justo cuando nos sentábamos a la mesa. Era muy guapa, aún más que
en la foto, pero su belleza no resultaba estridente –como la de las
mujeres que aparecían en las revistas francesas prohibidas–, sino
discreta y apacible. Aunque sólo tenía dieciocho años, parecía
mayor, quizás a causa del tono grave de su voz, o por la casi
imperceptible melancolía que destilaba su mirada, o por la gracia y
serenidad de su porte. También era simpática y cariñosa, tanto,
que me enamoré de ella a los cinco minutos de conocerla. Incluso
llegué a pensar que si la reina Ginebra existió alguna vez, debió
de parecerse mucho a Rosa, y durante unos segundos fantaseé con la
posibilidad de llegar a ser, algún día, el rey Arturo.
Como
es natural, mi instantáneo enamoramiento fue más bien abstracto,
platónico, como diría mi profesor de filosofía. A ciertas edades,
tres años de diferencia suponían un abismo infranqueable, y yo bien
lo sabía; pero era imposible no quedar prendado del magnético
encanto de Rosa Obregón. De hecho, me pasé toda la velada mirándola
de soslayo, en parte por su belleza, pero también porque de pronto
me di cuenta de que Rosa se parecía muchísimo a Beatriz, la
misteriosa mujer del cuadro.
Hacia
el final de la cena, mientras tomábamos el postre, tío Luis me
preguntó:
–¿Ya
has echado un vistazo a este viejo caserón nuestro?
–Sí,
muy bonito.
–Está
lleno de trastos viejos (como yo, por ejemplo), pero tiene cierto
encanto.
–Tú
también lo tienes, querido –sonrió tía Adela.
–¿Lo
has encontrado todo a tu gusto, Javier? –prosiguió tío Luis–.
¿El dormitorio, la cama, el baño?... ¿Echas algo en falta?
Lo
cierto es que sí. Echaba muy, pero que muy en falta algo.
–¿Dónde
está la televisión? –pregunté.
Tía
Adela y tío Luis intercambiaron una mirada. Violeta me contempló
con mal disimulado desdén. Margarita murmuró.
–La
televisión es puta propaganda franquista...
–¡Niña!
–exclamó tía Adela–. No hay boca bonita con palabras feas. Haz
el favor de no decir tacos.
–No
tenemos televisión, Javier –me informó Rosa.
–La
tele siempre me ha parecido un buen invento mal utilizado –terció
tío Luis–. Nunca le he vista la gracia, aunque a la gente parece
que le encanta. ¿Hay algún programa que te interese?
Me
sentía confuso: ¿cómo se podía vivir sin televisión?
–No...
Bueno, sí –respondí–. Es que el veinte de julio retransmitirán
la llegada del hombre a la Luna...
–Ese
rollo del programa Apolo no es más que propaganda imperialista
yanqui –sentenció Margarita.
–Desde
luego, hija, para ti todo es propaganda –comentó tía Adela.
–No
se llega a la Luna todos los días –señaló tío Luis–. Se trata
de un acontecimiento importante, no cabe duda, y es lógico que a
Javier le apetezca verlo.
–Me
encantaría.
–A
Javier le gusta mucho la ciencia-ficción –intervino Violeta en
tono sarcástico–. A lo mejor espera ver un marciano por la tele.
–En
todo caso –la corregí con retintín– sería un selenita.
Tío
Luis se rascó la cabeza, pensativo.
–Bueno,
no te preocupes –dijo finalmente–. Ya encontraremos la manera de
que puedas ver el alunizaje.
Después
de la cena, nos dirigimos todos al salón, salvo tío Luis, que bajó
al sótano para trabajar un rato en su taller. Tía Adela puso un
disco de música clásica, se acomodó en su butaca, cerró los ojos
y comenzó a seguir la melodía con leves movimientos de la mano
derecha. Rosa se sentó a su lado y se puso a hojear una revista de
arquitectura, Margarita se enfrascó en la lectura de un libro –La
revolución permanente,
de Trotsky– y Violeta se puso a escribir en un cuaderno. En cuanto
a Azucena, se sentó en el suelo, a los pies de su madre, y
permaneció todo el rato callada, mirándonos con aquellos enormes
ojos suyos.
Mucho
tiempo después, al recordar aquel momento, y otros similares, llegué
a apreciar en su justa medida la confortante paz que se respiraba en
aquella casa. El ritmo vital de los Obregón era distinto al del
resto del mundo, más sereno y sosegado, como si el tiempo poseyera,
en Villa Candelaria, la textura líquida de un arroyo tranquilo.
Claro
que eso lo pensé muchos años más tarde, porque entonces,
acostumbrado como estaba a largas sesiones frente al televisor,
aquella velada de silencios matizados por la música de Beethoven se
me antojó el colmo del aburrimiento. Tras media hora de no hacer
nada, me excusé diciendo que estaba cansado y subí a mi habitación.
Después
de haber pasado todo el día dormitando, pensé que me costaría
mucho conciliar el sueño, pero debía de haberme picado la mosca
tsé-tsé, pues nada más meterme en la cama y apagar la luz, me
quedé profundamente dormido.
*
* *
Unas
horas después, ya bien entrada la madrugada, me desperté
bruscamente, pasando sin solución de continuidad del sueño a la
vigilia. El dormitorio se hallaba a oscuras y en absoluto silencio.
Sin embargo, yo tenía la impresión... no, la certeza de que había
alguien más en la habitación. Contuve el aliento y agucé el oído.
Al poco, por detrás del remoto batir de la lluvia, escuché, o creí
escuchar, el débil sonido de una respiración, cerca, muy cerca de
mí. Se me erizó el vello del cuerpo y un escalofrío me recorrió
la espalda.
–¿Quién
está ahí?... –pregunté en voz alta, aunque mucho menos firme de
lo que hubiera deseado.
No
obtuve respuesta, pero el sonido de la respiración cesó
bruscamente, como si alguien contuviera el aliento. Entonces advertí
algo: la atmósfera del dormitorio estaba impregnada de un tenue
perfume a flores, algo así como el aroma de los nardos. De nuevo
noté un escalofrío. La sensación de que una presencia invisible se
hallaba junto a mí fue tan intensa que, durante unos segundos,
experimenté un terror ciego e irracional. Tragué saliva e intenté
calmarme. Debía de haber alguna explicación lógica; quizás una de
mis primas había entrado en el cuarto para gastarme una broma. De
hecho, Violeta parecía muy capaz de algo así.
Haciendo
acopio de coraje, me incorporé en la cama, tendí la mano y encendí
la lámpara que había sobre la mesilla de noche. El súbito
resplandor me deslumbró durante unos instantes. Cuando mis ojos se
acostumbraron a la luz, comprobé que, aparte de mí, en el
dormitorio no había nadie más.
Sentí
un alivio, y al tiempo, una soterrada inquietud. ¿Qué había
pasado? Conforme me tranquilizaba supuse que, al despertarme, mis
sueños se habían mezclado con la realidad, que me había influido
el ambiente de aquella vieja casa, que todo había sido, en
definitiva, producto de mi imaginación.
Sin
embargo, cuando apagué la luz, tardé mucho en volver a dormirme,
pues aunque fuera un pensamiento absurdo, no podía quitarme de la
cabeza que aquella noche alguien o algo me había visitado en mi
dormitorio.
que interesanteeeeee!!!!!!!!!!!
ResponderEliminarEstamos en 2022
Eliminarwoooou está muy interesante eh
ResponderEliminaroooooooo
ResponderEliminarEs muy largo porfavor un resumen 😩😱
ResponderEliminarLargo pero gracias es lo único que hay
Eliminarpene
ResponderEliminarbuenardo mis panas pero primero son los panas con carita fachero facherito ._.
ResponderEliminarQue chusta de libro
ResponderEliminarlo tengo que leer para la escuela y es una puta mierda☜(゚ヮ゚☜)(☞゚ヮ゚)☞
ResponderEliminarIgual
Eliminarchill bro
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarbua tio que nos tengamos que leer un libro de mas de 200 pajinas no es qu me haga mucha gracia ,
ResponderEliminary encima con examen incluido a escrito ,no a tipo test