Estuvo
lloviendo durante una larga semana. Poco se puede hacer en tales
circunstancias, y menos cuando uno es un intruso, que era como yo me
sentía en Villa Candelaria.
Mis
tíos no trabajaban –eran rentistas–, pero cada uno de ellos se
dedicaba a sus quehaceres sin prestarme mucha atención. Tía Adela
pasaba los días ocupada con las tareas de la casa. Ayudada por
Ramona, la asistenta, mantenía limpio y ordenado aquel enorme
caserón, e iba a la compra, y cocinaba, y luego, por las tardes,
solía ir a tomar el café con sus amigas a la terraza cubierta del
Rhin, un bar-restaurante situado frente a la playa Tío Luis pasaba
las mañanas fuera y luego, por las tardes, se encerraba en su taller
del sótano, de donde no salía hasta la hora de cenar.
No
es que mi ignoraran, ni mucho menos –tía Adela me enseñó la
ciudad y fui un par de veces al cine con tío Luis–, pero ellos
eran adultos y yo un adolescente, de modo que pocos planes podíamos
hacer en común. En cuanto a mis primas, Rosa asistía a una academia
donde recibía clases de matemáticas y dibujo, pues quería
prepararse para su ingreso en la Escuela de Arquitectura. Margarita
pasaba la mayor parte del día fuera de casa, en compañía de sus
amigos revolucionarios, discutiendo, supongo, la teórica forma de
acabar con la dictadura. Azucena estaba siempre al lado de su madre y
seguía sin hablarme. Y Violeta... Bueno, nuestra relación era un
ejemplo perfecto de mutua antipatía. Violeta pasaba la mayor parte
del tiempo encerrada en su habitación y, cuando salía de ella, no
era precisamente para compartir el tiempo conmigo.
¿Qué
hacía yo entre tanto? Aburrirme como jamás me había aburrido. Leía
mucho –casi un libro al día– y oía la radio. Cada tarde, en
particular, sintonizaba la SER para escuchar Dos
hombres buenos, una
radionovela de aventuras que me encantaba. En cierta ocasión,
Violeta me sorprendió oyéndola y, como era de esperar, no
desperdició la oportunidad de dejar caer uno de sus ácidos
comentarios.
–Veo
que tus gustos están mejorando; ahora te dedicas a los seriales.
¿Sabes que en el quiosco venden fotonovelas?
A
punto estuve de decirle que José Mallorquí, el autor de Dos
hombres buenos, era uno
de los escritores más famosos de España, opero me callé, porque lo
que realmente me apetecía no era hablar, sino estrangularla.
Aparte
de las novelas y de la radio, pasaba mucho tiempo en la biblioteca,
revolviendo entre los miles de libros que allí había –casi todos
ellos ediciones muy antiguas que, por aquel entonces, apenas me
interesaban–, y también charlando con la asistenta. Ramona era una
cincuentona afable y dicharachera. Estaba gorda, tenía más bigote
que yo y era, por resumirlo en dos palabras, muy bruta. Pero también
era una mujer muy simpática y le encantaba hablar. De hecho, solía
contarme historias del lugar donde nació, el Valle del Pas, una
comarca cántabra que, a tenor de sus relatos, parecía recién
salida del Neolítico.
Pese
al tedio que se respiraba en Villa Candelaria, durante la primera
semana se produjeron tres sucesos que, cada uno a su manera,
contribuyeron a romper la monotonía de aquellos días lluviosos. El
más misterioso de todos fue el tercero, pero no quiero adelantarme a
los acontecimientos, de modo que empezaré narrando la extraña
escena que presencié el sábado por la noche.
Serían
más o menos las doce. Acababa de apagar la luz y estaba en trance de
dormirme, cuando escuché un rumor de susurros que parecía provenir
del exterior. Intrigado, bajé de la cama, entreabrí las cortinas y
miré por la ventana. Al principio no vi nada, sólo la lluvia
cayendo mansamente sobre el solitario jardín, pero unos leves ruidos
a mi izquierda me llamaron la atención y, al volver la mirada,
descubrí que alguien había salido por el mirador del dormitorio de
margarita y ahora descendía hacia el jardín, utilizando el canalón
del desagüe como improvisada escala.
Al
principio pensé que se trataba de un ladrón, pero no podía ser,
pues, en vez de entrar en la casa, estaba saliendo de ella. Por
desgracia, la noche era muy oscura y sólo podía distinguir la negra
silueta del desconocido, que llevaba un impermeable con la capucha
echada. Apenas quince segundos más tarde, el extraño alcanzó el
suelo y echó a correr hacia la valla trasera. Cuando llegó allí,
se detuvo un instante, volvió la mirada hacia el dormitorio de
Margarita y saludó con la mano. Fue entonces cuando, gracias al
resplandor de una farola, pude distinguir su rostro. Era Rosa.
Me
quedé de piedra. ¿Qué hacía la mayor de mis primas descolgándose
furtivamente por un canalón en mitad de la noche? Apenas tuve tiempo
de plantearme esa pregunta, pues Rosa se dio la vuelta, trepó
ágilmente por la valla, saltó al otro lado y desapareció en la
oscuridad. Al poco, escuché el ruido que hacía la ventana de
Margarita al cerrarse. Y así acabó todo. Regresé a la cama y me
quedé un rato tumbado boca arriba, reflexionando. Sólo se me
ocurría una explicación para la insólita escena que acababa de
presenciar: Rosa no deseaba que sus padres supieran que había salido
de casa. Pero, ¿por qué? ¿Y adónde iba?
Aunque
me moría de curiosidad, decidí ser discreto y no preguntar.
*
* *
El
segundo suceso ni siquiera merece tal nombre, salvo que llamemos
suceso a tropezar con la Segunda Ley de la Termodinámica. Ocurrió
cuatro días después, el miércoles por la tarde. Tía Adela,
acompañada por Azucena, se había marchado a primera hora para hacer
unos recados. Rosa y Margarita habían salido y Violeta estaba
encerrada en su cuarto, así que la casa se encontraba más
silenciosa que nunca. Salvo por la música –un viejo tango de
Carlos Gardel– que brotaba del sótano.
Yo
aún no había estado en ese lugar y tenía ganas de conocerlo, de
modo que, tras pasar media tarde leyendo, dando vueltas y
aburriéndome como una ostra, bajé las escaleras que conducían al
sótano y llamé a la puerta con los nudillos. Como nadie contestó,
abrí y asomé la cabeza por el umbral.
El
taller ocupaba un recinto enorme, sin ventanas, y estaba
absolutamente atestado de extraños cachivaches. Al fondo había un
bando de trabajo iluminado por seis tubos de neón y, a su derecha,
un tocadiscos y una vieja nevera. Dos de las paredes se hallaban
cubiertas por toda clase de herramientas y utensilios, mientras que
los muros restantes estaban ocupados por largos anaqueles de madera
sobre los que descansaba una variada gama de indescriptibles
artefactos. De mi tío no había ni rastro.
Casi
sin darme cuenta de lo que hacía, entré en el taller y me aproximé
a los anaqueles que se encontraban a mi izquierda. Allí había una
docena de máquinas llenas de engranajes. Una de ellas consistía en
una doble rueda giratoria en cuyo perímetro había cuatro pequeñas
esferas de cobre. Estaba montada sobre un pie de madera en el que se
leía sobre una plaquita: «Perpetuum
mobile de primera
especie».
Enarqué
las cejas. Al parecer, aquello era un móvil perpetuo, una máquina
que, tras recibir un primer impulso, no se detenía jamás. Pero eso
era absurdo.
–Hola,
Javier –dijo alguien a mi espalda.
Di
un respingo y volví la cabeza. Tío Luis acababa de salir de una
pequeña habitación contigua y me contemplaba con una sonrisa.
–Te
he asustado, perdona –prosiguió–. Estaba en el almacén,
buscando hijo de cobre, y no te he oído llegar.
–Creí
que no había nadie –me disculpé–. Ya me voy...
–No,
no, quédate. Siempre es agradable un poco de compañía –señaló
con un gesto el artefacto que yo había estado examinando y
preguntó–: ¿Sabes qué es eso?
–Es
un móvil perpetuo.
–Exacto.
Es la reproducción de un perpetuum
mobile fabricado en
Italia a comienzos del siglo dieciséis. Las esferas están llenas de
mercurio y, al girar la rueda, producen el desequilibrio que, en
teoría, mantendrá la máquina en eterno movimiento. Todos los
cacharros que ves son diferentes clases de móviles perpetuos. Esos
que estabas mirando se basan en el desequilibrio; aquellos otros, en
el magnetismo, y los den fondo, en la hidráulica. Ese de ahí es
invento mío: una rueda excéntrica sobre cojinetes magnéticos en
una campana de vacío –sonrió con satisfacción–. Modestia
aparte, es bastante ingenioso.
–Pero
el movimiento perpetuo no existe –objeté.
–Tienes
razón –asintió él–. ¿Y sabes por qué?
–Porque
va en contra del segundo principio de la termodinámica.
Tío
Luis me contempló con sincera admiración.
–Vaya,
muy bien. ¿Te interesa la ciencia?
–Más
o menos. Leo mucha ciencia ficción.
–Ah,
bueno. Pues todos esos cacharros que tienes delante son pura ciencia
ficción, porque no funcionan. Se lo impide el puñetero segundo
principio de la termodinámica. ¿Sabes lo que afirma ese principio?
–Que
el calor, y toda forma de energía, fluye de donde hay más hacia
donde hay menos, hasta alcanzar el punto de equilibrio.
–Sí,
señor, y precisamente eso es lo que les pasa a todos los móviles
perpetuos: giran y giran hasta que alcanzan su punto de equilibrio y,
entonces, se detienen. ¿Sabes?, desde 1911, la Oficina de Patentes
de Estados Unidos no acepta ninguna solicitad de patente para una
supuesta máquina de movimiento perpetuo. Y con razón.
Tío
Luis señaló uno de sus artefactos. Era una rueda de madera montada
sobre un eje horizontal, con una serie de ranuras semicirculares a
través de las cuales se deslizaban bolas de acero.
–Este
móvil perpetuo lo diseñó Leonardo da Vinci, pero tampoco funciona,
claro. El propio Leonardo comprendió que se trataba de un empeño
imposible y escribió estas sabias palabras...
Mi
tío señaló la plaquita que había en la base del artefacto. Me
incliné hacia delante y leí el texto que allí estaba grabado:
«¡Oh, vosotros, investigadores del movimiento perpetuo! ¡Cuántas
quimeras habéis engendrado en esta búsqueda!»
Alcé
la cabeza y contemplé aquella curiosa colección de objetos
imposibles.
–¿Los
has construido tú? –pregunté.
Tío
Luis asintió.
–Es
una afición como otra cualquiera –dijo casi excusándose–. Un
poco rara, pero inofensiva.
Reflexioné
unos instantes.
–¿Y
por qué lo haces? –pregunté de nuevo–. Quiero decir que, si
sabes que el movimiento perpetuo es imposible, ¿por qué construyes
estos aparatos?
–Pues
precisamente por eso –contestó él–, porque es imposible. Verás,
el segundo principio de la termodinámica implica que todo, no sólo
los supuestos móviles perpetuos, todo, insisto, acabará a la larga
por alcanzar su punto de equilibrio. A eso se le llama incremento de
la entropía, y significa que tú, yo, la Tierra, el Sol, el universo
entero acabará deteniéndose. Si te paras a pensarlo, resulta un
principio deprimente. No me gusta, es como una condena a muerte sin
posibilidad de indulto –suspiró–. Supongo que, ante una ley
universal como ésa, uno debería resignarse, pero a mí no me da la
gana quedarme cruzado de brazos. Por eso construyo móviles
perpetuos, porque si alguno de ellos, por un milagro, llegara a
funcionar, querría decir que el segundo principio de la
termodinámica es erróneo... Aunque tú y yo sabemos que no lo es
–volvió a suspirar–. Supongo que resulta un poco difícil de
entender.
Medité
unos segundos. Había cierta lógica en lo que decía mi tío.
–Es
algo así como el santo Grial –sugerí–. Los caballeros del rey
Arturo lo buscaban, aunque no existiese, porque lo importante es
buscar el Grial, no encontrarlo.
Tío
Luis alzó las cejas y me contempló con sorpresa.
–Exacto
–dijo–. Eres muy listo, Javier; lo has expresado mucho mejor que
yo. Mi santo Grial es el perpetuum
mobile. Vaya, me has
dejado de una pieza. Te mereces un premio. ¿Quieres un refresco?
Asentí
con un cabeceo. Tío Luis se aproximó a la nevera y sacó dos
botellas de Coca-Cola.
–¿Sabes?
–dijo mientras bebíamos junto al banco de trabajo–, eres la
primera persona que comprende lo que hago. Ni Adela ni mis hijas han
entendido nunca que me dedique a fabricar artefactos imposibles.
Pero, claro, eso una mujer jamás podrá entenderlo.
–¿Por
qué?
–Pues
porque las mujeres son más inteligentes que nosotros. Más
pragmáticas. Tienen los dos pies bien plantados en el suelo y les
parece una estupidez dedicarse a tareas que no sirven para nada. Y
supongo que tienen razón. Pero los hombres, al menos algunos, somos
diferentes. Nos gusta soñar, ¿verdad? Por ejemplo, tú mismo. Has
dicho que lees ciencia ficción, ¿no? Pues eso significa que eres un
soñador. Y yo también lo soy –dio un largo trago a su bebida y
guardó unos segundos de silencio–. Ay, Javier, tú no sabes lo que
es vivir con cinco mujeres. Seis, si contamos a Ramona.
–Creo
que estoy empezando a descubrirlo.
–No,
qué va, no tienes ni idea. Y no es que me queje, ni muchísimo
menos. Gracias a ellas llevo una vida tranquila y ordenada, pero...
El problema es que les gusta demasiado el orden. No sé, cuando me
encuentro a su lado siempre tengo la sensación de que estoy haciendo
algo mal. Creo que por eso me refugio en este taller. Aquí puedo
hacer lo que me dé la gana. Si en vez de poner un destornillador
allí, lo pongo aquí, nadie me dice nada, y si decido perder el
tiempo construyendo artefactos inútiles, pues es asunto mío.
Créenme, Javier, este sótano es el paraíso.
Durante
un rato bebimos en silencio nuestras Coca-Colas, directamente del
gollete, con largos y circunspectos sorbos. Creo que fue entonces
cuando comprendí de verdad lo que significaba la camaradería entre
hombres.
–Mamá
me contó que eres inventor –dije cuando acabé el refresco.
–Sí,
pero no he inventado nada demasiado importante, no te creas. Un freno
eléctrico para camiones, un sistema de suspensión hidráulica y
cosas así –alzó una ceja, como si de repente hubiera recordado
algo–. Ahora que lo pienso, sí que he hecho algo que te puede
interesar. ¿Sabes que un componente del tren de aterrizaje del
módulo lunar está basado en una patente mía?
Tío
Luis procedió entonces a explicarme en qué consistía ese invento.
Yo estaba encantado de que alguien de mi familia hubiera contribuido,
aunque fuera un poquito, al programa de investigación espacial, pero
apenas entendí sus explicaciones, demasiado técnicas para mis
escasos conocimientos de mecánica. Al poco, lo reconozco, dejé de
escucharle y mi mente comenzó a divagar sin rumbo fijo. De pronto,
me acordé de Beatriz Obregón y de las Lágrimas de Shiva, y durante
unos instantes consideré la idea de preguntarle a mi tío al
respecto; pero la deseché al instante, pues en modo alguno deseaba
quebrar los lazos de camaradería que aquélla tarde se había
establecido entre él y yo.
Tío
Luis concluyó su farragosa charla cuando el disco de Carlos Gardel
llegaba a su fin. Mi tío se levantó para poner otro disco –esta
vez uno de Frank Sinatra– y yo le eché un vistazo al banco de
trabajo, sobre cuya superficie se amontonaban válvulas, diodos,
transistores y toda suerte de componentes electrónicos que yo no
podía identificar.
–¿Estás
haciendo otro móvil perpetuo? –pregunté.
–¿Un
móvil perpetuo? –tío Luis paseó la mirada por el banco y sacudió
la cabeza–. No, qué va. Estoy construyendo un... bueno, es un
proyecto nuevo sin demasiado interés –consultó su reloj–. Y ya
voy muy retrasado. Creo que debería volver al trabajo.
Comprendí
que deseaba quedarse solo, así que me despedí de él y abandoné el
sótano.
Aquella
noche, probablemente influido por mi charla con tío Luis, soñé con
un mundo en el que los pájaros volaban y nunca dejaban de volar, un
mundo en el que los ríos fluían sin pausa, en el que el viento
arrastraba las nubes por toda la eternidad y el compás de la Luna
daba cuerda para siempre al reloj de las mareas. Un mundo, en
definitiva, de movimiento perpetuo.
*
* *
Y
llegamos, por fin, al tercero de los sucesos que acaecieron durante
aquella lluviosa semana. Fue el más misterioso de todos y también
el más importante, pues, en cierto modo, inició la cadena de
acontecimientos que, a la larga, acabarían conduciendo al desenlace
de esta historia.
Ocurrió
al día siguiente de mi visita al sótano, durante el anochecer. Yo
me encontraba en mi dormitorio, sentado frente a la mesa, leyendo una
novela de Asimov. Un denso silencio, salpicado por el batir de la
lluvia, envolvía la casa. De pronto, escuché el sonido de unos
pasos aproximándose por el pasillo, un taconeo de mujer, leve y
rítmico, que se detuvo al llegar frente a mi puerta. Alcé la cabeza
del libro, pensando que alguien iba a entrar en la habitación, pero
eso no ocurrió. Durante los siguientes segundos no hubo más que
silencio y quietud.
Sentí
un escalofrío. ¿Una mujer se había acercado a la entrada de mi
cuarto para quedarse allí sin hacer nada? Me incorporé de golpe, me
acerqué a la puerta y la abrí bruscamente. No había nadie. Sin
embargo, me pareció advertir un movimiento frente a mí, algo así
como el revuelo de una falda al doblar el recodo de la escalinata que
conducía al desván. Eché a correr hacia allí, pero al llegar
descubrí que aquel tramo de escaleras estaba vacío. Sentí un
profundo desconcierto: ¿serían alucinaciones? Entonces me di cuenta
de que en el aire flotaba un débil aroma, un perfume que ya había
olido en otra ocasión.
De
repente, experimenté la intensa sensación de que alguien me
espiaba. Volví la cabeza y vi a Violeta, en el otro extremo del
pasillo, mirándome fijamente con una extraña expresión en el
rostro.
–La
has visto –dijo ella al cabo de unos segundos.
–¿A
quién?
Violeta
ladeó la cabeza y me miró con aún mayor fijeza, como si yo fuera
un jeroglífico difícil de resolver.
–Es
increíble –murmuró–. Jamás hubiera pensado que tú,
precisamente tú, pudieras verla.
–¿De
qué hablas? –protesté–. No he visto nada.
Alzó
la cabeza y aspiró por la nariz.
–¿A
qué huele? –preguntó.
–A
flores...
–A
nardos. Pero ahora no es época de nardos.
–Pues
será un perfume.
Violeta
sacudió la cabeza.
Ninguna
de nosotros esa perfume de nardos. Entonces, ¿de dónde viene el
olor?
Me
encogí de hombros. La verdad es que aquella conversación tan
absurda me estaba poniendo nervioso.
–No
tengo ni idea –dije, un poco irritado–. ¿Qué más da a lo que
huela?
Violeta
tardó unos segundos en contestar.
–Estás
mintiendo –dijo finalmente–. La has visto.
Acto
seguido, se dio media vuelta y echó a andar de regreso a su
habitación.
*
* *
¿Qué
había sucedido aquella tarde en la segunda planta de Villa
Candelaria? Sinceramente, no lo sé. Oí el sonido de unos pasos y
vi, o creí ver, el vuelo de una falda desapareciendo tras la
escalera. Más tarde, cuando reflexioné sobre todo aquello, pensé
que, si realmente se trataba de una falda, debía de ser muy amplia,
de ésas que llegan hasta los tobillos. La larga falda de un vestido
blanco. También percibí un aroma, el mismo perfume a nardos que
invadió mi habitación la primera noche que pasé en Villa
Candelaria, cuando creí escuchar una respiración en la oscuridad.
Evoqué
una y otra vez aquellos momentos, intentando recordar algún detalle
que me permitiera comprender lo que había sucedido, pero sólo pude
llegar a conclusiones absurdas.
¿Había
un fantasma en Villa Candelaria?
¿El
fantasma de una mujer?
No
tenía sentido, claro; los fantasmas no existen. Me estaba dejando
sugestionar por aquel viejo caserón, con sus techos altos, sus
rincones oscuros y todas las antigüedades que contenía, y eso me
hacía ver, oír y oler cosas que no existían. Sin embargo... ¿Por
qué tenía la sensación de que Violeta sabía, de algún modo, lo
que me estaba pasando? De hecho, la actitud de Violeta hacia mí
cambió por completo a partir de ese día, como si después de haber
alzado un muro entre nosotros hubiera decidido, por algún motivo,
derribarlo.
Al
día siguiente –el viernes– amaneció nublado, pero sin lluvia.
Desde primeras horas de la mañana hubo en Villa Candelaria un
intenso trajín. Tía Adela había decidido encerar los suelos de la
casa, así que ella, Ramona y mis cuatro primas, tras apartar muebles
y alfombras, se armaron de bayetas y, puestas de rodillas, comenzaron
a distribuir sobre la tarima capas y más capas de olorosa cera. Yo
me ofrecí a colaborar y me fue asignado el papel de abrillantador:
cuando el suelo de una habitación estaba convenientemente encerado,
me ponía unos trapos en los pies y comenzaba a patinar de un lado a
otro, dejando a mi paso estelas de refulgente brillo.
Más
tarde, una vez que lacera hubo sido repartida por todos los suelos,
mis primas se calzaron patines de paño y se sumaron con entusiasmo a
la tarea de abrillantar. Supongo que ofrecíamos un espectáculo
extraño, semejante a un grupo de patinadores deslizándose sobre un
helado lago de madera, una estampa de invierno que, paradójicamente,
tenía lugar a comienzos de verano.
A
última hora de la mañana, cuando el entarimado brillaba como un
espejo, tía Adela distribuyó por el suelo hojas de periódico,
advirtiéndonos que debíamos desplazarnos por aquellos senderos de
papel impreso y que, bajo ningún concepto, podíamos pisar la
tarima. Rosa, Margarita y Violeta se dirigieron entonces al piso de
arriba, y yo me quedé en el salón, medio tumbado en una butaca. Me
encantaba el olor de la cera; era cálido y envolvente, y me
recordaba a mi propia casa, cuando ayudaba a mamá a encerar los
suelos. Cerré los ojos. Estaba cansado y me dolían un poco las
piernas, pero era agradable dejarse llevar por aquel dulce sopor...
Advertí
un leve ruido de pasos y abrí los ojos, Azucena, la menor de mi
primas, estaba frente a mí, mirándome con fijeza.
–Hola
–la saludé.
Azucena
no contestó.
–¿Te
has divertido patinando?
Azucena
asintió.
–¿Sabes?
–dije al cabo de un incómodo silencio–, hay algo que me extraña:
siempre estás en casa, o con tus hermanas, o con tu madre. ¿No
tienes amigos de tu edad?
Azucena
se encogió de hombros. Un nuevo silencio.
–Oye,
¿es que tú nunca hablas?
Azucena
negó con la cabeza.
–Pues
qué bien... –suspiré mientras me incorporaba–. Bueno, Azucena,
ha sido un placer charlar contigo, pero apesto a sudor, así que
será mejor que me cambie de ropa.
Seguido
por la inquietante mirada de mi prima pequeña, abandoné el salón y
subí a la segunda planta. Antes de ir a mi habitación me dirigí al
cuarto de baño contiguo al dormitorio de Margarita, pues quería
asearme un poco, pero no llegué a entrar. De hecho, me quedé
paralizado frente a la puerta, sobrecogido, alucinado, estupefacto.
El baño estaba ocupado.
En
fin, mi estupor no se debía a que el baño estuviese ocupado, claro,
sino más bien a la persona que lo ocupaba. La puerta se hallaba
entreabierta y, a través de la rendija, podía ver con absoluta
claridad a Margarita. Estaba duchándose. Completamente desnuda
(como, por otra parte, es natural si uno se está duchando).
Creo
que lo que sentí en aquel momento no fue exactamente una impresión
erótica –aunque también–, sino estética. Margarita estaba
preciosa desnuda, con el pelo revuelto y el agua acariciándole la
piel. Parecía, no sé, una ninfa, un hada, una estatua de mármol
bajo el surtidor de una fuente. Podría haber estado horas mirándola,
y en cierto modo horas me parecieron los escasos segundos que
permanecí allí, frente al baño, contemplando su resplandeciente
desnudez, pero por fortuna no tardé en recobrar el juicio. Si
alguien me descubría haciendo lo que estaba haciendo, difícilmente
iba a poder convencerlo de que yo no era un asqueroso mirón –de
hecho, lo era–, así que, procurando no hacer ruido, me alejé del
baño y entré en mi habitación.
Sentía
que me ardían las mejillas. Dejando aparte las revistas prohibidas
que mi hermano conseguía no sé cómo ni dónde, era la primera vez
que veía a una mujer desnuda. Y debo confesar que no podía quitarme
esa imagen de la cabeza, como si las doradas curvas de mi prima
poseyeran una cualidad magnética que me impidiera apartarlas de la
mente. Tan alterado estaba que di un brinco cuando sonaron unos
golpes en la puerta.
–¿Quién
es? –exclamé con voz demasiado alta y agua.
–Violeta.
¿Puedo entrar?
Me
acerqué en tres zancadas a la puerta y la abrí de par en par.
–¿Qué
quieres? –pregunte: estaba hecho un manojo de nervios.
Violeta
me miró con curiosidad.
–¿Te
pasa algo? –preguntó.
–No,
qué va. Estoy muy bien, fenomenal, perfectamente. ¿Por qué lo
dices?
–No
sé, pareces acalorado.
–Será
por el ejercicio. Bueno, ¿querías algo?
Violeta
dudó un instante. Luego, se encogió de hombros y me tendió el
libro que llevaba en una mano.
–Venía
a traerte esta novela –dijo–. No es ciencia ficción, pero he
pensado que podría gustarte.
Cogí
el libro sin tan siquiera echarle un vistazo a la portada.
–Vale,
muchas gracias, lo leeré. ¿Algo más?
–No...
–entrecerró los ojos–. ¿Seguro que estás bien?
–Como
una rosa –respondí–. Gracias por el libro. Hasta luego.
Cerré
la puerta de golpe, enjugué con la manga de la camisa el sudor que
me perlaba la frente y me senté en el borde de la cama. Intenté
tranquilizarme. Me sentía pillado en falta, como si todo el mundo
supiese que había estado espiando a Margarita. Pero eso era fruto de
mi imaginación, pensé, nadie me había visto y lo mejor que podía
hacer era dejar de darle vueltas al asunto.
Respiré
hondo varias veces y sacudí la cabeza para espantar el recuerdo del
(maravilloso) cuerpo de mi prima. Al cabo de unos minutos, cuando
recuperé mi temperatura normal, me di cuenta de que todavía tenía
en las manos el libro que me había dado Violeta. Lo miré; se
titulaba El guardián
entre el centeno, y su
autor era un tal K.D.Salinger.
Contemplé
la novela con desconfianza. El título era muy raro y yo albergaba
serias dudas sobre los gustos literarios de mi prima, así que no era
precisamente entusiasmo lo que sentía cuando abrí el libro y
comencé a leer el primer párrafo.
«Si
de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán
saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué
hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo
David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso.»
*
* *
Volvió
a llover por la tarde. Después de comer, subí a mi cuarto, me tumbé
en la cama y estuve un par de horas leyendo El
guardián entre el centeno.
Aquella novela me había atrapado desde las primeras líneas, y eso a
pesar de que apenas tenía argumento. El relato, narrado en primera
persona, cuenta la historia de Holden Caulfield, un chico de
diecisiete años que, poco antes de Navidad, se fuga del colegio. Y
ésa era toda la trama de la novela: los tres días que duraba la
fuga del protagonista. Pero, además, aquel relato mostraba los
recuerdos, los pensamientos y las emociones de Holden, su confusión,
su tristeza y su sentido del humor. Lo cierto es que no podía evitar
identificarme con él, y muchas de las cosas que expresaba el
personaje, aunque yo nunca las hubiera pensado, pasaban a ser mías
al segundo siguiente de leerlas.
Pero
había algo más. No tardé en comprender que, cuando Holden Caufield
decía algo, en realidad quería decir otra cosa, como si por detrás
del texto escrito hubiera palabras invisibles. En cierto modo, aquel
libro eran dos novelas a la vez: una, la que podía leerse, y otra,
la que se intuía más allá de la letra impresa. Y eso, creo yo, era
lo que prestaba tanta autenticidad al relato, pues la vida, como
averigüé con el paso de los años, siempre esconde algo distinto a
lo que uno advierte a primera vista.
A
eso de las cinco y media, cansado de la soledad del dormitorio,
decidí continuar la lectura en la planta baja. Me dirigí al salón
y, al llegar, descubrí que allí se encontraban todas las mujeres de
la familia; es decir, casi la familia al completo, con la única
excepción de tío Luis quien, a juzgar por la música que surgía
del sótano, estaba trabajando en su taller.
Mi
tía y sus cuatro hijas componían una estampa apacible, una imagen
serena que más adelante, en el recuerdo, siempre asociaría con la
calma del verano. Se hallaban muy cerca las unas de las otras, en una
esquina, entre el mirador y un gran ventanal (supongo que para
aprovechar mejor la luz). Rosa estaba sentada en un sofá, con un
gran cuaderno de dibujo sobre las rodillas y un lápiz en la mano. A
su lado, tía Adela, armada de hijo y aguja, se dedicaba a bordar
sobre una tela montada en un bastidor. Violeta se hallaba tumbada en
el suelo, escribiendo con un bolígrafo Bic en uno de sus cuadernos
de papel cuadriculado. Azucena permanecía sentada a los pies de su
madre, mirándolo todo.
En
cuanto a Margarita, la verdad es que me quedé con la boca abierta
cuando vi lo que hacía, pues, al igual que su madre, estaba
bordando. Margarita Obregón, la rebelde, la izquierdista, la
revolucionaria, ¡estaba bordando como una burguesita del siglo
pasado! Quién iba a decirlo... Me aproximé a ella y contemplé su
labor: una rosa escarlata entre zarcillos de hiedra. Supongo que
Margarita debió de advertir la ironía que chispeaba en mi mirada,
pues clavó la aguja en la tela, dejó el bastidor a un lado, se
levantó, me pasó un brazo por lo hombros y me dijo:
–Hombre,
primito, me alegro de verte. Anda, ven un momento conmigo, que quiero
comentarte una cosa.
Me
condujo al recibidor, se detuvo junto a la escalera y me miró
sonriente, sus hermosos ojos azules parapetados tras las gafas de
John Lennon.
–Supongo
que te ha extrañado verme bordar –dijo–. Es natural, no encaja
con mi carácter. Pero me gusta bordar, qué voy a hacerle. Es una
afición como otra cualquiera que me ayuda a relajarme. Claro que
alguno que otro podría tomárselo a cachondeo, y eso no me gustaría
nada. ¿Comprendes?
–Por
supuesto –contesté, reprimiendo a duras penas una risita
sardónica.
–Siempre
he pensado –prosiguió ella– que hay que se comprensivo con las
debilidades ajenas. Por ejemplo, comprendo perfectamente que esta
mañana me estuvieras espiando mientras me duchaba.
Me
puse rojo como un tomate y empecé a farfullar, intentando rebatir
esa acusación, sin encontrar las palabras adecuadas para hacerlo.
–No
te molestes en negarlo, Javier, porque, aunque no llevaba las gafas
puestas, te vi perfectamente. Además, me da igual, no me avergüenzo
de mi cuerpo y tampoco me parece tan malo alegrarle la vista a mi
querido primito –hizo una pausa–. Pero quizá tus tíos no sean
tan comprensivos como yo, ¿no te parece? Dime, ¿te gustaría que
mis padres supieran que has estado espiándome mientras me duchaba?
Sacudí
la cabeza, con tanta energía que noté un tirón en el cuello.
–Claro
que no –continuó ella–. A mí tampoco me gustaría que fueras
contando por ahí que me gusta bordar. Lo comprendes, ¿verdad?
Asentí
varias veces.
–De
acuerdo, pues. Ahora, regresemos, primito, no vaya a ser que piensen
que estamos haciendo algo feo.
Me
guiñó un ojo y echamos a andar camino del salón. Y yo me quedé
allí, de pie en medio del recibidor, sintiéndome pillado en falta.
Sin embargo, quizás a causa de la actitud de Margarita, tan
desinhibida, aquello ya no me importó tanto. Regresé al salón unos
minutos después y contemplé, por encima de su hombro, el dibujo que
estaba realizando Rosa. Era un boceto a lápiz de la habitación con
la perspectiva muy fugada.
–Dibujas
muy bien –dije.
–Gracias,
hago lo que puedo –contestó ella–. Tengo que practicar para el
ingreso en Arquitectura –me miró de reojo y, como si de pronto se
le hubiera ocurrido una idea, agregó–: ¿Quieres ayudarme?
Siéntate en ese sillón, frente a mí; voy a hacerte un retrato.
Hice
lo que Rosa me había pedido, pero siempre me ha incomodado posar,
así que no sabía cómo ponerme.
–¿Qué
hago? –pregunté.
–Quédate
quieto. Ponte a leer si quieres.
Abrí
El guardián entre el
centeno y reanudé la
lectura. Rosa pasó una página de su cuaderno de dibujo, me miró
fijamente durante largo rato y luego, con trazos rápidos y precisos,
comenzó a desplazar el lápiz por el papel. Poco después, tía
Adela se levantó, puso un disco de Bach y siguió bordando. Al cabo
de un rato, las nubes se disiparon y la tarde se tornó luminosa. Y
así fue cómo, por vez primera, participé del lento ritmo que
presidía la vida en Villa Candelaria.
Y
creo que también fue entonces cuando realicé un importante
descubrimiento. Rosa dibujaba, tía Adela y Margarita bordaban,
Violeta escribía, Azucena miraba. Concentradas cada una de ellas en
su tarea, no hablaban entre sí, pero de algún modo estaban
completamente unidas, como si les bastara el silencio para
comunicarse, como si fueran un único organismo. No pude evitar
sentir un poco de envidia por aquella armonía, y también tristeza,
pues comprendí que yo jamás podría formar parte del íntimo
universo que componían esas cinco mujeres. Y eso era así no por ser
yo un intruso sino, sencillamente, por mi condición de hombre.
Aquella
tarde también aprendía a apreciar el paso del tiempo y a percibir
los tenues cambios de luz conforme el sol se desplazaba en el cielo,
transformando los colores, prolongando las sombras, mientras la
atmósfera iba adquiriendo, poco a poco, la textura de la noche. Fue
una tarde mágica e irrepetible. Lo cierto es que leí muy poco, pues
de repente todo me parecía digno de ser observado. Rosa me miraba a
mí y dibujaba, y yo veía a Violeta escribir, preguntándome qué
escribía, y Violeta, de cuando en cuando, me contemplaba de reojo,
supongo que para asegurarse de que yo leía la novela que ella me
había prestado. Y, entre tanto, Azucena nos miraba a todos.
Poco
antes del anochecer, Rosa terminó el retrato y me lo mostró. En él
aparecía yo de medio cuerpo, con un libro abierto entre las manos,
la cabeza inclinada y mirando de reojo a mi derecha (seguramente a
Violeta). El retrato era bueno, muy bueno, pero lo que más me
impresionó fue la mirada que Rosa había plasmado en mis ojos,
poniendo en ellos una mezcla de asombro y desconcierto que, a mi modo
de ver, reflejaba con fidelidad lo que yo era en aquel entonces. Y,
supongo, lo que todavía sigo siendo.
Rosa
me regaló el dibujo; aún lo conservo y frecuentemente me quedo
mirándolo largo rato, para no olvidarme, imagino, de las muchas
cosas que aprendí durante ese verano.
*
* *
El
sábado me desperté muy temprano, pero me quedé en la cama leyendo
sin descanso hasta que terminé el libro, y aun entonces permanecí
un rato más tumbado, pensando. El
guardián entre el centeno
me había impresionado como, hasta entonces, pocas lecturas lo habían
hecho. Me sentía conmovido, y también un poco más sabio. Había un
pasaje, en particular, que sin saber muy bien lo que quería decir,
se me antojaba lleno de significados. Antes de levantarme lo releí:
«¿Sabes
lo que me gustaría ser? ¿Sabes lo que me gustaría ser de verdad si
pudiera elegir? Verás. Muchas veces me imagino que hay un montón de
niños jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están
solos, quiero decir que no hay nadie mayor vigilándolos. Sólo yo.
Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que
los niños caigan en él. En cuanto empiezan a correr sin mirar
adónde van, yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que me
gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián
entre el centeno. Te parecerá una tontería, pero es lo único que
de verdad me gustaría hacer.»
Resulta
un poco raro, ya lo sé, pero exactamente así me sentía yo, como
alguien que buscara su sitio en el mundo sin saber muy bien cómo es
ese lugar ni dónde se encuentra.
Me
levanté muy tarde, de modo que desayuné solo en la cocina, con la
intermitente compañía de Ramona, que iba y venía ocupada en sus
quehaceres. Luego, tras deambular un rato por la casa en Busca de
Violeta, sin encontrarla, me dirigí a la biblioteca y allí pasé
unos minutos mirando los libros que atestaban los anaqueles de la
librería. Casi todos eran ediciones antiguas de obras escritas por
autores para mí desconocidos. No tardé, sin embargo, en encontrar
un título familiar. Era Frankenstein
o el moderno Prometeo, de
Mary Shelley, una novela que está considerada como el primer libro
de ciencia ficción Aunque había visto películas basadas en esa
novela, no la había leído, así que la saqué del estante y, tras
sacudirle el polvo, la abrí por el principio.
Era
una edición de 1897, con tapas de cartón y un papel grueso y poroso
que ahora amarilleaba a causa del tiempo y la humedad. Pero no fue
ninguno de esos detalles lo que me llamó la atención, sino lo que
aparecía escrito en la primera página con tinta verde y cuidada
caligrafía. Era un nombre, Beatriz Obregón Hurtado, y una fecha,
1901.
Me
quedé de piedra. ¿Ese libro había pertenecido a Beatriz Obregón,
la misteriosa antepasada que, según Margarita, era la ladrona de la
familia? Fue como ver, esta vez de forma tangible, un fantasma. Me
aproximé al retrato de Beatriz y lo contemplé durante mucho rato,
sintiendo una extraña sensación de irrealidad al tener entre las
manos un objeto que había pertenecido a esa mujer, como si las
décadas que nos separaban hubieran quedado borradas de golpe al
compartir, ella y yo, aquel libro.
Entonces,
la puerta se abrió y Violeta entró en el salón. Llevaba una camisa
muy amplia, con las mangas enrolladas, unos viejos pantalones
vaqueros y botas de baloncesto. ¿Por qué se empeñaba, me pregunté,
en vestir como un chico?
–Hola
–la saludé.
Sin
contestarme, Violeta le echó un vistazo al cuadro que yo había
estado mirando.
–Es
guapa, ¿verdad? –dijo, sin apartar los ojos del retrato.
–Sí,
mucho, aunque parece triste –le mostré el ejemplar de
Frankenstein–.
Mira, he encontrado un libro con su nombre.
Violeta
se encogió de hombros.
–Hay
muchos libros suyos por la casa, casi todos novelas góticas. A
Beatriz le gustaban las historias tremebundas, como a ti. Por cierto,
¿ya has leído el libro que te presté?
–Sí,
y me ha encantado. Es..., es..., es como si el autor lo hubiera
escrito para mí. En fin, no sé cómo explicarlo, pero me ha gustado
mucho. ¿No te importa que me lo quede unos días más? Me gustaría
volver a leerlo.
Los
labios de mi prima iniciaron una sonrisa.
–Te
lo regalo –dijo–. Tengo otro ejemplar. Y haces bien en releerlo;
yo ya lo he hecho siete veces.
–Pues
gracias..
Violeta
volvió la mirada hacia el retrato de Beatriz y guardó unos segundos
de silencio.
–Creo
que es ella –dijo al fin.
–¿Cómo?...
–Beatriz
Obregón. Me parece que la viste el otro día.
–¿Te
has vuelto loca? Yo no...
–Anteayer
–me interrumpió–, cuando nos encontramos en el pasillo, te vi
mirando hacia la escalera. Estabas pálido, Javier, y parecías
asustado. ¿Qué viste?
En
fin, podía haber seguido negándolo todo, pero no parecía que
Violeta fuese a reírse de mí –más bien todo lo contrario–, así
que al final acabé por hablarle del episodio de la respiración en
el dormitorio, de los pasos que escuché tras la puerta y del vuelo
de una falda que creí ver en las escaleras. Violeta se quedó
pensativa y, tras un prolongado silencio, dijo:
–Siempre
es así; nunca aparece del todo –suspiró–. Yo también la he
visto, Javier. Muchas veces. N movimiento que entrevés por el
rabillo del ojo y, cuando vuelves la cabeza, ya no hay nada; un
reflejo en el cristal de la ventana, una sombra, el sonido de unos
pasos, la sensación de que hay alguien a tu lado cuando estás
sola... Y siempre, siempre, siempre, el olor a nardos. ¿Y sabes lo
más extraño de todo? Nadie más la ha visto, ni mis padres ni mis
hermanas –hizo una pausa y agregó–: Bueno, puede que Azucena sí.
Hace unos años, cuando era muy pequeña, hablaba de una señora de
blanco que venía a visitarla por las noches. Mis padres pensaban que
eran fantasías suyas...
–Un
momento –la interrumpí–. ¿Estás diciendo en serio que hay un
fantasma en la casa?
Violeta
desvió la mirada. De repente, parecía avergonzada.
–Creía
que sólo yo podía verla. Incluso llegué a pensar que estaba
chiflada. Y ahora, de repente, apareces tú y también la ves. Es
extraño, la verdad, no sé qué pensar.
–A
ver si nos aclaramos –insistí–. Dices que aquí hay un fantasma
–señalé el cuadro–. ¿El fantasma de Beatriz Obregón?
Mi
prima se encogió de hombros.
–No
estoy segura, pero creo que sí, que es ella.
Me
eché a reír.
–Eso
es una tontería –objeté–. Los fantasmas no existen.
Violeta
frunció el ceño.
–Entonces,
¿cómo explicas lo que te pasó?
.Yo
qué sé. Imaginaciones mías. Pero, ¿fantasmas?... Es absurdo.
–¿Y
eso quién lo dice? –replicó ella, airada–. ¿Alguien que sólo
lee ciencia ficción?
–La
ciencia ficción no trata de fantasmas.
–No,
claro, trata de hombrecitos verdes, que es un tema mucho más serio.
Respiré
hondo. Violeta tenía la virtud de sacarme de quicio.
–Cuando
leo ciencia ficción –repuse con mal reprimido enfado–, sé que
lo que leo es una fantasía. Pero tú me estás hablando de la vida
real. Así que hay un fantasma en la casa, ¿no? –le dediqué la
más sarcástica de mis sonrisas–. ¿Y por casualidad no has visto
gnomos en el jardín?
Violeta
encajó la mandíbula y puso los brazos en jarras.
–Tan
estúpido es el que se lo cree todo –me espetó, muy, pero que muy
enfadada–, como el que no se cree nada, aunque los hechos
demuestren lo contrario –resopló–. No sé por qué pierdo el
tiempo hablando contigo.
Sacudió
la cabeza y echó a andar hacia la salida. Entonces me di cuenta de
que estaba siendo injusto. Violeta se había acercado a mí, por
primera vez, pensando que compartíamos algo –aunque fuera algo tan
ridículo como un presunto fantasma–, y con mi actitud lo único
que iba a conseguir era separarnos de nuevo.
–Espera
–la contuve–. Vale, perdona, no debería haberme reído de ti
–dice una pausa y proseguí–: Vamos a ver, supongamos que hay un
fantasma, y supongamos también que es el fantasma de Beatriz
Obregón. Entonces, ¿qué quiere? ¿Por qué se dedica a dar vueltas
por la casa jugando al escondite?
Todavía
malhumorada, Violeta murmuró:
–No
lo sé.
–Pues
entonces cuéntame algo de Beatriz Obregón. Margarita comentó que
era una ladrona, pero no me dijo nada más. ¿Qué hizo esa mujer? ¿Y
qué son las Lágrimas de Shiva?
Poco
a poco, el semblante de Violeta se fue serenando.
–¿No
conoces la historia?
–No.
–Pues
te la voy a contar. Pero no aquí. Anda, vamos a dar un paseo.
Dicho
esto, se dio la vuelta y echó a andar hacia la puerta. Devolví a
toda prisa el viejo ejemplar de Frankenstein
a su lugar en la librería y fui tras mi prima.
–¿Adónde
vamos? –pregunté.
–Al
cementerio –contestó Violeta.
todos veréis como machado a este rey le voy a dejarpeor que cuando escalo el Empire State
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