Al
norte de Santander, en El Sardinero, hay dos grandes playas que se
unen al bajar la marea. Violeta y yo nos instalamos en la primera de
ellas, la que está situada entre los jardines de Piquío y el Gran
Casino. La playa se hallaba medio vacía, pues aún no habían
llegado las hordas de turistas que más tarde, en agosto,
abarrotarían la ciudad, así que nos instalamos cerca de la orilla,
en una zona despejada y tranquila próxima a las rocas que nos
separaban de la segunda playa.
Llegamos
a eso de las once de la mañana y, nada más extender las toallas, le
pedí a Violeta que me contara lo que había averiguado, pero ella me
dijo que tuviera paciencia, que antes de hablar le apetecía darse un
baño y tomar el sol. Yo sabía, sin ningún género de dudas, que lo
hacía por picarme la curiosidad, pero no quise concederle el triunfo
de oírme suplicar, así que guardé silencio y juntos nos sumergimos
en las gélidas aguas del Cantábrico. Estuvimos nadando durante
mucho rato, hasta que las yemas de los dedos se nos arrugaron como
garbanzos; entonces, salimos de agua y nos tumbamos sobre las
toallas.
Nunca
me ha gustado mucho tomar el sol. Después de media hora tostándome
por ambos lados, me volví hacia Violeta y la contemplé en silencio.
Estaba tumbada boca arriba, con los ojos cerrados, como si durmiese,
aunque yo sabía que estaba despierta. Tenía el cabello húmedo y
revuelto, y su rostro, por lo usual demasiado serio, mostraba en
aquel momento una expresión relajada y sensual, como si disfrutase
con cada uno de los rayos de sol que incidían sobre su piel. Creo
que por primera vez advertí lo bonita que era.
Violeta
solía vestir ropas anchas, de chico, pero el ceñido bañador que
llevaba puesto ahora revelaba las curvas incipientes de un cuerpo a
medio camino entre la niña que fue y la espléndida mujer que, en un
futuro no muy lejano, habría de ser. Sin pretenderlo, mi mirada se
deslizó por el arco que formaban su cintura y su cadera, y se detuvo
unos instantes el la piel del muslo, suave y tersa, cubierta de un
vello muy fino y dorado, con textura de melocotón. Luego, contemplé
la doble curva de los senos que se insinuaban bajo el bañador, como
dos colinas gemelas y... Violeta abrió los ojos.
–¿Qué
miras? –preguntó.
De
ser un avestruz, habría hecho un agujero en la arena para meter la
cabeza dentro. Pero no lo era, así que me limité a sonrojarme y a
volver rápidamente la mirada, fingiendo estar absorto en las olas
que rompían en la orilla.
–Nada
–contesté con toda la indiferencia posible–. Por cierto, ¿cuándo
piensas contarme eso que has averiguado?
Violeta
se sentó sobre la toalla. Consultó su reloj, se sacudió la arena
que tenía adherida en las piernas y dijo:
–¿Recuerdas
las flores secas que vimos en la tumba de Beatriz? Pues hablé con mi
familia y ninguno de ellos las ha puesto allí. Pero eso no es todo;
ayer volví al cementerio y descubrí que había más flores sobre
la lápida. Flores frescas, Javier. Alguien sigue llevándole flores
a Beatriz.
–¿Y
quién puede ser?
–No
tengo ni idea.
Aquel
asunto era cada vez más raro.
–Bueno,
¿y qué pasa con eso del Savanna? Dijiste que ya sabías lo que
era...
–Y
lo sé –Violeta sonrió con suficiencia–. Si Savanna
tuviera una hache al final, sería una ciudad o un río de Estados
Unidos. Como no la tiene, es una ciudad de Jamaica: Savanna–la–Mar.
–Ah,
claro. Entonces, según lo que escribió Beatriz, iba paseado por
Santander y, de repente, creyó ver un lugar del Caribe... Eso es una
chorrada, Violeta.
–Claro.
Porque Savanna
también es otra cosa.
Se
produjo un largo silencio.
–Oye
–dijo de mal humor–, ¿me lo vas a contar de una puñetera vez?
Ella
sonrió con malicia, se puso en pie y sacudió la arena de su toalla.
–Será
mejor que lo9 veas, Javier –dijo mientras recogía sus cosas–.
Anda, vámonos, que quiero enseñarte algo.
Nos
vestimos, abandonamos la playa y cogimos el autobús que conducía al
centro, aunque bajamos a mitad de trayecto, al llegar a Puerto Chico.
En otros tiempos, Puerto Chico había sido el muelle pesquero de la
ciudad, pero ahora estaba casi enteramente ocupado por pequeñas
embarcaciones de recreo. Frente a la dársena, en una vieja casa con
la fachada jaspeada de verdín, había una tienda de efectos marinos
llamada El Cormorán.
Una
campanita tintineó cuando violeta y yo traspasamos su entrada. El
interior de la tienda parecía un museo marino: había un viejo traje
de buzo, escafandras, sextantes, linternas de latón, peces disecados
en las paredes, cronógrafos, compases, antiguas cartas de
navegación, catalejos y toda suerte de objetos relacionados con el
mar. El local olía a salitre, a brea y a tabaco de pipa.
Un
hombre surgió de la trastienda. Debía de tener unos cincuenta años
de edad, era de recia complexión y llevaba una chaqueta cruzada azul
marino, camiseta a rayas y una gorra de capitán. Tenía el rostro
muy moreno, surcado por prematuras arrugas y enmarcado por una
cerrada barba entrecana; sostenía entre los dientes una humeante
cachimba. En conjunto, parecía un marino de película.
–¡Pero
si es la capitana Obregón! –exclamó el hombre, sorteando el
mostrador y aproximándose a nosotros con una sonrisa–.
¡Bienvenidos a bordo, capitana y compañía!
–Javier
–dijo Violeta–, te presento a Abraham Bárcena, capitán de la
marina mercante y propietario de esta tienda.
El
hombre me estrechó la mano, con tanta fuerza que creí oír cómo me
crujían los huesos de los dedos.
–Encantado
de conocerte, grumete. Pero mi amiga Violeta exagera. No soy capitán,
sino piloto. Aunque eso no me ha impedido navegar por los siete
mares, claro está. Por mis venas la sangre corre mezclada con agua
salada y uno de mis antepasados fue un tritón. He atravesado dos
veces el Cabo de Hornos y tres el de Buena Esperanza, he dado cinco
vueltas al mundo y he cruzado en tantas ocasiones el Ecuador que ya
no sé si estoy del derecho o del revés. Los vientos alisios me
llevan y la Estrella Polar me guía, la mano firme en el timón y la
proa rumbo al horizonte...
Aquel
hombre hablaba como el capitán Haddock. Se notaba tanto que
interpretaba un papel, y sobreactuaba de tal manera, que no pude
contener la risa. Bárcena interrumpió su perorata y me miró
fijamente, con la cazoleta de su cachimba humeando como si fuera la
chimenea de un vapor. De pronto, estalló en carcajadas.
–¡Vale,
chaval, me has pillado! –exclamó–. Hablo así porque les encanta
a los turistas. Se creen que están en el tugurio de Long John Silver
y compran más género. Pero soy un auténtico marino, ¿eh? Puede
que de los siete mares sólo haya navegado por cuatro, y quizá nunca
haya atravesado el Cabo de Hornos, pero me embarqué por primera vez
a los quince años y he pasado más de veinte en la mar. Luego, mi
padre murió y tuve que hacerme cargo de la tienda. Y aquí estoy,
como un viejo buque en el dique seco –dio una calada a la cachimba
y exhaló una densa nube de humo–. Bueno, marineros, ¿qué puedo
hacer por vosotros?
Violeta
se volvió hacia mí.
–Abraham
–me informó– es una de las personas que mejor conocen los
muelles de Santander.
–Esta
tienda, El Cormorán –terció Bárcena–, tiene más de cien años.
La fundó mi bisabuelo. Al principio era un almacén de artículos de
pesca, pero yo lo convertí en un comercio de recuerdos y
antigüedades marinas. Qué le vamos a hacer, cada vez hay menos
pescadores y más turistas.
–¿Recuerdas
lo que escribió Beatriz? –me preguntó Violeta–. Decía que pasó
por delante de Las Herrerías. Bueno, pues como no sabía qué era
eso, se lo pregunté a Abraham. Y resulta que Las Herrerías fueron
los terrenos donde, a finales del siglo dieciocho, se construyó el
edificio de la Aduana, en el barrio del Muelle.
–Durante
mucho tiempo –dijo Bárcena–, la gente siguió llamando a esa
zona Las Herrerías.
–Así
que Beatriz estaba paseando por el muelle cuando creyó ver el
Savanna
–mi prima se volv8ió hacia el dueño de la tienda–. ¿Podrían
enseñarle a Javier la foto, Abraham?
–A
la orden, capitana. Esperad un momento.
Bárcena
se dirigió a la trastienda, para regresar unos segundos después con
un álbum en las manos. Lo abrió por la mitad y lo dejó encima del
mostrador.
–Entre
todos los malditos cacharros que abarrotan esta tienda –dijo–,
tengo una buena colección de fotografías y postales antiguas de
Santander. Mira, grumete, ésta se tomó a finales del siglo pasado.
Me
incliné hacia el álbum y contemplé la postal que señalaba
Bárcena. Era una vista en blanco y negro de la dársena, con cuatro
veleros amarrados al muelle. Miré la foto durante unos segundos y
luego me encogí de hombros.
–Bueno,
¿y qué? –pregunté.
Bárcena
dio un par de vigorosas caladas a la cachimba antes de ofrecerme una
lupa.
–Fíjate
bien, marinero. Sobre todo, en el navío que está en primer término.
Con
ayuda de la lupa, examiné atentamente la no demasiado nítida
fotografía. El barco que me había indicado Bárcena era un velero
de tres palos. Al principio, no vi nada extraño en él... hasta que
advertí el letrero que estaba pintado en la popa: SAVANNA.
–El
Savanna
era un barco... –musité.
–Una
goleta, para ser exactos –precisó Bárcena.
*
* *
El
propietario de El Cormorán puso el cartel de cerrado en la puerta y
nos invitó a pasar a la trastienda, una pequeña sala atestada de
objetos marinos más parecida a un almacén que a un despacho.
Preparó café en un hornillo, lo sirvió en tres tazas y se sentó
con nosotros en torno a un desvencijado escritorio.
–Anoche
me reuní con unos amigos –dijo, tras darle un largo trago a su
café–, viejos lobos de mar con muchos años de singladura a las
espaldas. Estuvimos en una taberna cercana al puerto, tomando unos
vinos y hablando de los viejos tiempos. El caso es que, entremedias
de la charla, les pregunté por el Savanna,
y resultó que uno de ellos, un marino jubilado llamado Braulio
Correo, había oído hablar de él –Bárcena hizo una pausa para
vaciar de ceniza su cachimba; tras encenderla de nuevo con un
fósforo, prosiguió–: Según me dijo, el Savanna
hacía la ruta de América y se dedicaba al comercio de especias. Por
lo visto, fue una goleta muy marinera, rápida como una gaviota,
pero... Bueno, por aquel entonces ya era un vestigio del pasado, como
las antigüedades de mi tienda. A principios de este siglo, cada vez
había más vapores mercantes y menos veleros. Sin embargo, el
Savanna
podía sacarle, en el viaje a América, hasta dos días de ventaja al
mejor de los vapores. Al menos, eso dice Braulio, aunque suele
exagerar –su mirada se tornó soñadora–. Esos sí que eran
verdaderos marinos, y no como ahora, con tanto motor y tanta gaita.
Desde que le dimos la espalda al viento, nos hemos convertido en una
mezcla de mecánicos y conductores de autobús.
Bárcena
dejó la cachimba sobre la mesa y apuró su taza de un trago. Cogí
la mía y le di un sorbo. El café era tan amargo que me rechinaron
los dientes, pero me fijé en que Violeta se lo bebía como si tal
cosa, así que simulé paladear con deleite aquel brebaje asqueroso.
–¿De
quién era el Savanna¿
–preguntó Violeta.
–Del
capitán Simón Cienfuegos –contestó Bárcena–. Menudo
nombrecito, ¿verdad? Los Cienfuegos eran unos marqueses criollos que
vivían desde los tiempos de la nana en Cuba, pero Simón no
pertenecía a la rama noble de la familia. A decir verdad, ni
siquiera tenía derecho a usar ese apellido, porque era un bastardo y
nunca fue reconocido por su padre. El caso es que el capitán
Cienfuegos tenía un turbio pasado: nació en Cuba, pero se
estableció en Jamaica, que por aquel entonces ya estaba bajo dominio
de los ingleses. Según se rumoreaban durante su juventud se había
dedicado a la piratería, pero luego adquirió el Savanna
y se convirtió en comerciante, aunque imagino que no le hacía ascos
al contrabando. Simón el Negro le llamaban.
–¿Por
qué? –pregunté.
–¿Pues
por qué va a ser, marinero? Porque era negro, o mejor dicho, mulato.
–¿Tu
amigo le conoció? –preguntó Violeta.
Bárcena
asintió. Luego, sacó del bolsillo una pequeña navaja y comenzó a
limpiar con ella la cazoleta de la cachimba.
–Cuando
Braulio era niño –dijo–, se lo encontró aquí, en Puerto Chico.
Braulio dice que era un mulato enorme, muy fuerte y malencarado, y
que sólo verle daba miedo. Pero ese hombre exagera mucho, ya os lo
he dicho.
–¿Y
qué fue del capitán Cienfuegos= –pregunté.
Sin
dejar de limpiar la cazoleta, Bárcena se encogió de hombros.
–A
comienzos de este siglo dejó de fondear en Santander. Puede que se
retirara, o quizá se lo tragó el mar. No tengo ni idea.
Violeta
consultó su reloj y se puso en pie.
–Es
tarde –dijo–. Tenemos que volver a casa –hizo una pausa y
agregó–: Una pregunta más, Abraham. Además de carga, ¿el
Savanna
también transportaba pasajeros?
–No
lo sé, pero supongo que sí. En aquélla época, casi todos los
mercantes solían aceptar pasaje.
Tras
despedirnos de Abraham Bárcena, nos dirigimos andando hacia El
Sardinero. Violeta caminaba abstraída en sus pensamientos, de modo
que permanecimos en silencio durante un buen rato, hasta que, al
llegar a la altura del palacio de La Magdalena, me dijo:
–Bueno,
¿qué te parece?
–¿La
historia de tu amigo? No sé...
–Pues
creo que está muy claro. Beatriz quería irse de Santander, así que
adquirió un pasaje en el Savanna
con destino a América. Probablemente la partida estaba prevista para
cierta fecha, pero el barco se retrasó... Por eso ella paseaba por
el muelle, y por eso se puso tan triste cuando se equivocó al creer
ver al Savanna.
–Pero
Beatriz era rica y de buena familia –objeté–. ¿Por qué se
embarcó en un humilde mercante y, además, a vela? Lo lógico es que
se hubiera ido en un vapor de pasajeros, ¿no?
–Santander
es una ciudad pequeña, y más lo era entonces. Si hubiese intentado
irse en un vapor, lo más seguro es que su familia o los Mendoza se
hubieran acabado enterando. No, ella quería irse a escondidas. ¿Y
sabes lo que creo que pasó? Que Beatriz se embarcó en el Savanna
llevándose las Lágrimas de Shiva, y luego, cuando estaban en alta
mar, la tripulación la asesinó para quedarse con el collar.
Me
rasqué la cabeza.
–¿Y
eso de dónde lo has sacado?
–Está
claro. Beatriz desapareció y nunca volvió a saberse de ella. Por
otro lado, ese tal Simón Cienfuegos era un pirata, ¿no? Seguro que
la asesinó y tiró el cadáver por la borda. Por eso el fantasma de
Beatriz quería que viésemos el texto escrito en el ejemplar de
Frankenstein,
para decirnos quién la había matado.
Alcé
los ojos y contemplé durante unos segundos las gaviotas que volaban
sobre nuestras cabezas.
–Desde
luego –dije–, menudas películas te montas.
Mi
prima me fulminó con la mirada.
–Pero
qué poquita imaginación tienes, Javier –dijo con insufrible
suficiencia.
Luego,
se dio la vuelta y, sin esperarme, echó a andar de regreso a casa.
De
vez en cuando, como en aquella ocasión, a Violeta le daba por
tratarme como si yo fuera subnormal. Debo reconocer que, durante un
instante, consideré la idea de estrangularla con mis propias manos
o, igual que supuestamente había hecho Simón Cienfuegos con
Beatriz, arrojar su cuerpo al océano.
*
* *
Aquel
mismo día, el dieciséis de julio de 1969, la nave espacial Apolo
XI despegó de Cabo
Cañaveral con destino a la Luna. El lanzamiento se retransmitió por
televisión y yo lo presencié en un bar cercano a Villa Candelaria.
Faltaban cuatro días para el alunizaje, pero éste tendría lugar de
madrugada, a unas horas en las que no habría ningún bar abierto
donde poder verlo. Y en Villa Candelaria seguíamos sin televisión.
Apenas
pude hablar con Violeta durante los siguientes días. Creo que no le
había gustado mi reacción al conocer la historia del Savanna.
Supongo que estaba muy satisfecha de sus pesquisas y que la
decepcionó no encontrar en mí la entusiasta respuesta que ella
esperaba. Lo cierto es que me importaba muy poco si Beatriz Obregón
se había ido de Santander en una goleta, en globo o nadando, y que
no podía tomarme en serio las truculentas historias que se había
imaginado mi prima sobre asesinatos en alta mar y robos de joyas. Lo
único que me preocupaba era la presencia de un fantasma en la casa,
y eso no tenía nada que ver con el barco del capitán Cienfuegos.
Fuera
como fuese, Violeta sólo se dejaba ver durante las comidas y las
cenas. Aunque no abandonaba la casa, tampoco se encontraba en las
zonas comunes ni en su dormitorio. Entonces, ¿dónde se metía? Lo
descubrí el viernes por la tarde, cuando, sin que ella advirtiera mi
presencia, la vi en las escaleras que conducían a la planta alta.
Aquello me extrañó, pues creía que en el tercer piso sólo había
un trastero, así que al día siguiente, tras asegurarme de que
Violeta había salido, decidí darme una vuelta por allí.
Ocurrió
a media mañana. Abandoné mi cuarto con una linterna y,
sigilosamente, comencé a remontar los peldaños que conducían a la
planta superior. Mientras lo hacía, recordé que fue precisamente en
aquel tramo de escaleras donde vi el revolotea de un vestido
fantasmal, y eso no me dejó del todo tranquilo, las cosas como son.
La escalinata acababa desembocando un una pequeña terraza flanqueada
por dos puertas enfrentadas.
La
puerta de la izquierda conducía al trastero. Era una habitación
inmensa, totalmente sumida en la oscuridad, así que encendí la
linterna y comprobé que estaba atestada de bártulos, muebles
viejos, cajas, paquetes, pilas de revistas, hatos de ropa vieja, toda
suerte de objetos, en resumen, que se amontonaban unos sobre otros
hasta alcanzar la altura del techo y cubrir toda la superficie de la
estancia.
Tras
echarle un rápido vistazo al desván, procedí a abrir la puerta de
la derecha. Daba al torreón que presidía la casa. En realidad, era
un mirador acristalado de planta circular, desde donde se divisaba un
amplio panorama de El Sardinero con el mar al fondo. Pero apenas me
fijé en la hermosa vista, porque, para mi sorpresa, el interior del
torreón estaba limpio, en perfecto orden y amueblado con una silla
de madera y un pequeño escritorio sobre el que descansaban una
máquina de escribir, carpetas, cuadernos y folios.
Aquello
era una especie de despacho. Me aproximé a la mesa: la máquina de
escribir era una vieja Underwood; frente a ella había un tarro lleno
de lápices y bolígrafos, y al lado, una carpeta con una docena de
folios mecanografiados. Al hojearlos descubrí que se trataba de
notas y apuntes sobre la vida de Beatriz Obregón, como si alguien se
propusiera escribir su biografía.
Cada
vez más extrañado, cerré la carpeta y cogí uno de los cuadernos
que se amontonaban en un extremo del escritorio. Contenía un texto
escrito con caligrafía menuda y apretada. Era un relato de ficción,
un cuento, o quizás una novela, no estaba seguro...
–¿Qué
demonios haces aquí? –dijo una voz a mi espalda.
Di
un respingo y me volví en redondo. Violeta estaba en la puerta, con
los brazos en jarras y una amenazadora expresión de reproche
destellándole en la mirada.
–Ah,
eres tú... –musité, sintiéndome aliviado y, al mismo tiempo,
pillado en falta–. Vaya susto me has dado.
–¿Qué
haces fisgando en mis cosas? –insistió ella.
No
había que ser un lince para darse cuenta de que estaba muy enfadada.
–No
sabía que fueran tuyas –me disculpé–. Subí a echar un vistazo
y...
Violeta
me arrebató el cuaderno de un manotazo.
–Pues
sí, son mis cosas –dijo–. Y no me gusta que anden metiendo las
narices en ellas. Así que ya te puedes ir largando.
A
punto estuve de obedecer sin rechistar, pero ya estaba harto de que
mi prima me tratase como a un perro.
–Oye,
¿te pasa algo conmigo? –pregunté, mirándola fijamente a los
ojos–. Ya sé que estoy de más en esta casa, y puede que mi
presencia te moleste muchísimo, pero si por mí fuera no estaría
aquí, te lo aseguro. Mi padre se puso enfermo y mi madre me obligó
a venir. Y ahora, ¿te importaría decirme qué narices te he hecho?
–Nada...
–Entonces,
¿qué pasa? Cada vez que no estoy de acuerdo contigo en algo, te
pones digna y te dedicas a ignorarme. ¿Tan mal te caigo?
–No,
no me caes mal. Es que...
Violeta
desvió la mirada. Parecía como si en su interior tuviese lugar un
tormentoso debate entre el orgullo y la razón.
–Mis
hermanas dicen que tengo mal carácter –repuso al fin–, y debe de
ser verdad. Pero es que este lugar es muy especial, ¿sabes?, y no me
gusta que entre nadie aquí –esbozó una tímida sonrisa y
preguntó–: ¿Tan borde he sido contigo?
Me
encogí de hombros.
–Hombre,
no has sido doña simpatía precisamente. Pero da igual, creo que
podré perdonarte.
–No
te he pedido perdón.
–Ya,
eso sería mucho esperar –señalé con un gesto la máquina de
escribir–. ¿Es tuya?
–Sí.
–¿Te
gusta escribir?
Asintió
con un cabeceo.
–¿Y
qué hay en esos cuadernos? ¿Cuentos?
–Relatos
cortos –me corrigió–, apuntes, bocetos y cosas así.
–¿Has
escrito alguna novela?
–He
empezado muchas, pero no he acabado ninguna.
–Pero
cuentos sí... ¿Me dejas leer alguno?
–Ni
hablar –replicó tajante.
–¿Por
qué? Me encantaría leer algo tuyo.
–Nadie
lee las cosas que escribo. Estoy empezando, así que sólo son
ejercicios de práctica. ¿Vale?
–Vale,
vale... –observé de reojo la carpeta que estaba junto a la
Underwood–. Por cierto, he visto que ahí tienes unos apuntes
acerca de Beatriz Obregón. ¿Vas a escribir sobre ella?
Me
dirigió una mirada sombría, como si todavía estuviera molesta
porque yo hubiera osado hurgar en sus preciados escritos.
–Lo
estoy pensando –dijo en voz baja–. Ya veremos.
Volví
la cabeza y contemplé el panorama que se divisaba más allá de los
ventanales.
–Beatriz
escribió que veía el mar desde un mirador –comenté–. Debía de
referirse a este lugar.
–Supongo
que sí –Violeta recolocó todo lo que había sobre el escritorio
(como si yo lo hubiera desordenado, cosa que no era cierta) y
agregó–: Bueno, vámonos, que aquí no hacemos nada.
Salimos
del mirador y nos dirigimos a las escaleras. No recuerdo que en aquel
momento pensara nada en concreto, quizás estuviera divagando sobre
Beatriz Obregón, imaginándomela en aquel torreón, con la mirada
perdida en el mar, no lo sé. El caso es que, al pasar frente a la
puerta del trastero, se me ocurrió de repente una idea y me detuve
en seco.
–¿Qué
pasa? –preguntó mi prima.
En
vez de contestar, abrí la puerta del desván, encendí la linterna e
iluminé el interior.
–Fíjate
–dije–: está lleno de trastos.
–Por
eso se llama trastero. ¿Y qué?
–¿Dónde
están las cosas de Beatriz? –pregunté con lentitud, como si
reflexionara en voz alta.
–¿Qué
cosas?
–Su
ropa, los muebles de su dormitorio, esa clase de cosas. ¿Dónde
están?
Violeta
me contempló de hito en hito y en seguida volvió la mirada hacia el
interior del desván.
–Quieres
decir –musitó– que a lo mejor las cosas de Beatriz están en el
trastero...
–Si
es que no las tiraron, claro. Aunque, con la cantidad de bártulos
que hay, yo diría que en esta casa nunca se ha tirado nada.
Nos
miramos en silencio, como si cada uno esperara que fuera el otro el
primero en decir algo.
–Sería
un follón empezar a revolver ahí dentro –señalé yo finalmente.
–Y
mamá pondría el grito en el cielo –asintió Violeta.
Así
que lo dejamos correr.
me sirvio para el trabajo de castellano
ResponderEliminarpero que trabajo si lo tienes en el libro
Eliminargrax
ResponderEliminarGraciass me has salvado
ResponderEliminarde que de una tormenta ?
Eliminarporque no esta resumido
gracias
ResponderEliminarpero que es la savanna
ResponderEliminaruna ciudad de jamaica
EliminarPero explica mas
Eliminarun barco
EliminarPorfavor
ResponderEliminarEs un barco la sábanna
ResponderEliminargracias, era para un trabajo de castellano!!!
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