A
veces, después de cenar, daba largos paseos por la playa. El mar es
diferente de noche, más misterioso que durante el día, y bajo la
luz de la Luna parece fosforescente, como si las negras aguas
estuvieran salpicadas de fuegos fatuos.
Durante
la noche, la playa se hallaba vacía, salvo por la ocasional
presencia de algún que otro pescador de marea baja, pero a mí me
gustaba esa soledad. A lo lejos podía verse el haz intermitente de
un faro, y a veces se distinguían en el horizonte las luces de algún
bardo. Las estrellas eran un dosel de candelas colgado del océano.
Solía
tumbarme en la arena y mirar el firmamento. Entre tanto, pensaba: en
mis primas, por ejemplo, en lo diferentes –y a la vez iguales–
que eran. Rosa parecía la más madura de las cuatro, la más
sensata, pero debía de ser en el fondo una romántica. Margarita era
puro fuego, desinhibida e irreverente; sin embargo, le gustaba bordar
y eso debía de significar algo, quizá que era un poco más
tradicional de lo que ella pensaba. En cuanto a Violeta, a primera
vista parecía demasiado serie y engreída, pero su áspera forma de
ser escondía en realidad un carácter soñador que, a mi modo de
ver, quedaba patente en su secreta ambición de ser escritora. ¿Y
Azucena? Nunca hablaba, sólo miraba, pero en sus ojos podía
adivinarse una comprensión y una inteligencia del todo insospechadas
en una niña de tan sólo doce años de edad. Las cuatro eran muy
diferentes, sí, pero sus personalidades parecían complementarias,
como si fueran las distintas piezas de un mismo puzzle.
Aunque
no sólo pensaba en mis primas, claro. Cuando estaba allí, tumbado
sobre la arena, no podía evitar que mis ojos acabaran recalando en l
Luna, y recordaba que entre ella y la Tierra, viajando a cuatro mil
quinientos kilómetros por hora, una pequeña nave espacial estaba a
punto de hacer historia. A veces me parecía imposible que yo fuera a
ser testigo del primer desembarco humano en otro cuerpo celeste...
Pero
luego recordaba que, en realidad, no iba a ser testigo de nada, pues
en Villa Candelaria no había televisión. La convicción de que iba
a perderme el suceso más importante del siglo me sumía en un
desánimo que, con el paso del tiempo, acabó por transformarse en
taciturna resignación. Finalmente, acabé aceptando que de los
ochocientos millones de telespectadores previstos, sólo
presenciarían el alunizaje setecientos noventa y nueve millones
novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve.
Por
lo demás, los días transcurrieron perezosamente, entre baños en el
mar, paseos por la playa y largas tardes de lectura a la sombra de
los tamarindos del jardín. Y llegó el fin de semana, y pasó el
sábado, y por fin amaneció el domingo, veinte de julio de 1969. Esa
noche tendría lugar el alunizaje. Y yo no iba a verlo.
Y
de pronto, aquel domingo por la mañana, sucedió algo totalmente
inesperado. Estaba desayunando en la cocina, todavía un poco
amodorrado, cuando tío Luis vino en mi busca para pedirme que le
acompañara al salón.
–Quiero
enseñarte algo, Javier.
Tío
Luis tenía un aspecto horrible: lucía unas violáceas ojeras y una
barba de varios días le ensombrecía el mentón. A pesar de ello,
parecía feliz y orgulloso de sí mismo. Apuré mi café con leche de
un trago y le seguí. No vi nada anormal cuando entramos en el salón,
hasta que al cabo de unos segundos advertí que junto a la chimenea
había... algo. Al primer vistazo no pude adivinar lo que era.
Parecía un cajón de vino al que le hubieran adosado varios
interruptores (de hecho, en uno de sus costados podía verse el
rótulo de «Domeq»), Pero luego me fijé en que aquella caja de
tosca madera tenía una pantalla. Una pantalla de televisión.
–¡Es
una tele! –exclamé.
–La
he construido yo –asintió mi tío con aire de hombre satisfecho–.
Como querías ver el alunizaje...
Así
que por eso había permanecido tío Luis tanto tiempo encerrado en su
taller. Sentí una oleada de agradecimiento que, al observar con más
detalle la patente tosquedad de aquel aparato, no tardó en
convertirse en recelo.
–¿Funciona?
–pregunté.
–Claro
que sí –respondió tío Luis, un poco ofendido–. Al menos, en
teoría. Se enciende y se oye, pero como aún no tiene antena, sólo
he captado estática. Eso sí: una estática excelente.
–¿Y
la antena? –musité, temiendo que mi tío se hubiera olvidado de
aquel pequeño detalle.
–Tranquilo,
he construido una.
No
vale la pena extenderse en el proceso de instalación de la antena.
Tío Luis subió al tejado llevando consigo un extraño armatoste
confeccionado con varillas y alambres, tendió unos cables hacia el
ventanal del salón y, tras estar un par de veces a punto de caerse,
fijó la antena al techo. Luego, llegó el turno de orientarla. Yo me
quedé abajo, contemplando la pantalla cuajada de nieve electrónica
y comunicándole a gritos a mi tío –que permanecía en el tejado–
lo que veía en el televisor. ¿Y qué veía? Nada.
Tras
varios intentos infructuosos, sentí una punzada de pánico. ¿Y si
aquel trasto fuera incapaz de sintonizar algo distinto a una tormenta
de nieve? De pronto, tras numerosos y baldíos esfuerzos, en la
pantalla se insinuó una imagen borrosa, y una musiquilla comenzó a
sonar en los altavoces. Poco después, como por arte de magia, todo
adquirió repentina nitidez y vi con claridad a un muñequito de
dibujos animados que decía: «A mí plin, yo duermo en Pikolín.»
Era un anuncio de colchones.
Tío
Luis, tan orgulloso como Núñez de Balboa después de descubrir el
Pacífico, convocó a su mujer y a sus hijas para que contemplaran
aquel portento que había construido. Rosa y Violeta felicitaron
efusivamente a su padre. Margarita echó pestes de la televisión,
calificándola de instrumento de propaganda imperialista. Azucena
contempló la pantalla con desconcierto, sin decir nada, y tía Adela
se limitó a comentar lo feo que quedaba aquel trasto en el salón.
Pero, en general, ninguna de ellas le hizo demasiado caso y no
tardaron en desentenderse del asunto y volver a sus quehaceres.
Por
el contrario, tío Luis se quedó toda la tarde sentado frente al
televisor, contemplando con aire abstraído –y más tarde atónito–
desde la carta de ajuste a las imágenes en blanco y negro que
danzaban en la pantalla, creo yo que más interesado en el aparato en
sí que en los programas que transmitía. Fuera como fuese, mi tío
pasó varias horas seguidas viendo la televisión, hasta que tía
Adela le llamó. Entonces, se incorporó, se frotó los ojos y me
dijo:
–La
televisión no dice más que bobadas, pero es hipnótica –le echó
un último vistazo al aparato, se rascó la cabeza y, antes de
apagarlo, agregó–: ¿Sabes?, creo que la tele es el único móvil
perpetuo que existe. Siempre emitirá programas y siempre habrá
gente contemplándolos, por toda la eternidad. Da un poco de miedo,
¿no te parece?
*
* *
La
nave espacial Apolo XI
pesaba cuarenta y cinco toneladas y estaba compuesta por tres
elementos esenciales: la cabina de mando Columbia,
en la que viajaban los astronautas, el módulo de servicio, donde
estaban los motores que propulsarían la nave de regreso a la Tierra,
y el módulo de exploración lunar, llamado Eagle,
que era el vehículo de desembarco.
Después
de dar catorce vueltas y media a la Luna, el Eagle
se separó de la nave e inició en descenso hacia el satélite. En el
módulo lunar viajaban Neil Armstrong y Edwind Aldrin. A bordo del
Columbia
quedó Michael Collins, que permanecerían en órbita a la espera de
que sus compañeros regresaran de la superficie lunar.
Siempre
me pareció que Collins era un pringado. El pobre tipo hizo el viaje
como los demás, recorrió cada uno de los trescientos ochenta mil
kilómetros que nos separan de nuestro satélite, y luego, cuando
tuvo la Luna al alcance de la mano, a menos de doscientos kilómetros
de distancia, se vio obligado a quedarse en el módulo de mando,
dando vueltas como un idiota mientras sus compañeros de viaje
descendían al satélite y ascendían a la gloria. Debió de sentirse
igual que Moisés, con un palmo de narices a las puertas de la tierra
prometida.
El
alunizaje en el Mar de la Tranquilidad sufrió un inesperado
percance. En el último momento, Armstrong se dio cuenta de que el
módulo lunar iba a posarse en un cráter lleno de piedras, así que
tuvo que usar el control manual para desplazar la nave hacia un lugar
seguro. Una vez que el Eagle
se hubo aposentado sobre el polvoriento suelo de la Luna, el
comandante de la nave desconectó los motores y colocó los mandos en
posición de despegue rápido, por si las moscas. Luego, los dos
astronautas comenzaron a prepararse para lo que había de ser el
primer paseo lunar de la Historia.
Pero
eso aún tardaría unas horas en suceder. Todos –mis tíos, mis
primas y yo– estábamos congregados frente al televisor que había
construido tío Luis. Tras el alunizaje, tía Adela sirvió una cena
fría a base de quesos y fiambres. Mientras comíamos, Margarita no
pudo resistirse a ofrecernos su particular versión del
acontecimiento:
–Esto
es una gigantesca campaña política. Empezaron los rusos poniendo en
órbita el Sputnik, y
luego siguieron dándoles palos a los yanquis cuando Yuri Gagarin
realizó el primer vuelo espacial tripulado. Entonces, Kennedy se
cabreó como un mono y decidió ganarle la carrera espacial a los
soviéticos haciendo algo gordo. ¿Y qué es lo más gordo que podía
hacerse? Poner a un hombre en la Luna. Pero no a un hombre
cualquiera, claro: tenía que ser yanqui, rubio y de ojos azules.
¿Cuántos negros han ido al espacio? Ni uno.
–Casi
ni les dejar subir a los autobuses –comentó tío Luis, absorto en
los anuncios de la televisión–, así que de permitirles tripular
un cohete no hablemos...
–¿Sabéis
cuánto ha costado llegar a la Luna? –preguntó Margarita,
enardecida por su propia elocuencia–. Dos billones de pesetas. ¡Dos
billones! ¿Os imagináis la cantidad de cosas que podrían hacerse
con ese dinero en el Tercer Mundo?
–Pero
gracias al programa espacial se han producido muchos avances para la
humanidad –protesté.
–Para
la humanidad no, primito, para los yanquis. No te engañes, el
programa Apolo sólo es una campaña de publicidad destinada a
mostrarle al mundo la supremacía del bloque capitalista sobre el
bloque comunista. Y lo más irónico de todo es que la idea fue de
Kennedy, pero ha sido el hijo puta de Nixon...
–¡Niña!
–la reprendió su madre.
–Ha
sido el cerdo de Nixon –prosiguió Margarita– quien se ha llevado
el gato al agua. ¡Ese fascista! –señaló la televisión con un
gesto despectivo–. Y nosotros aquí, tragándonos sin pestañear
esa basura imperialista...
Supongo
que todos estaban acostumbrados al ímpetu revolucionario que, de vez
en cuando, poseía a Margarita, y que esa experiencia les aconsejaba
no enredarse en discusiones, porque al virulento alegato de mi prima
le siguió un profundo silencio. Yo estaba en total desacuerdo con
ella, pues por aquel entonces creía –y aún lo pienso– que el
espacio exterior es una meta natural para la humanidad. Sin embargo,
en aquella ocasión no encontré las palabras necesarias para rebatir
sus argumentos, y tuvo que ser otra persona, mi prima Rosa, quien lo
hiciera.
–Ahora
que lo mencionas, Marga –dijo con voz pausada–, he recordado un
discurso de Kennedy. Hablaba sobre los motivos para ir a la Luna, y
decía que la única razón era la que había dado Mallory, el
alpinista, cuando le preguntaron por qué quería escalar el Everest:
«Porque está ahí.» Pues ésa es la razón para ir a la Luna,
porque está ahí, y porque los humanos somos unos seres tan curiosos
que siempre queremos llegar más allá de donde estamos. Ahora hay
dos hombres en la Luna, y poco importa cuál sea su país, o su raza.
O su política, porque por encima de todo representan a la especie
humana.
Margarita
abrió la boca para rebatir a su hermana, pero volvió a cerrarla al
instante. Frunció el ceño, carraspeó y optó por salirse por la
tangente.
–Tú
misma lo has dicho –le espetó–: hay dos hombres en la Luna. ¿Y
por qué ninguna mujer? ¿Cuántas mujeres han ido al espacio?
–Valentina
Tereshkova –respondí al instante (yo sabía mucho sobre el
espacio) y agregué–: Tripuló el Vostok–6
en 1963.
Margarita
me miró de reojo.
.Pero
no era yanqui –replicó–, sino rusa socialista. ¿Ves como tengo
razón?
Así
era mi prima: siempre tenía que decir la última palabra.
Más
tarde, ya entrada la madrugada, las imágenes del televisor mostraron
cómo el comandante Armstrong, embutido en su blanco traje espacial,
abandonaba el Eagle,
descendía por una corta escalerilla y pisaba el suelo lunar. «Es un
pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la humanidad»,
dijo. La frase sonaba demasiado rimbombante, pero, dada la magnitud
de lo que estaba ocurriendo, creo que cualquier otro comentario
hubiera sonado igual de tonto. Unos minutos después, Aldrin salió
del módulo y se unió a Armstrong en la tarea de instalar diversos
instrumentos sobre la superficie lunar y tomar muestras de minerales.
Estuve
dos horas y media contemplando las evoluciones de los astronautas. Me
asombraba verlos desplazarse dando saltitos, como a cámara lenta
(pues la gravedad de la Luna es un sexto de la terrestre). Me
fascinaba aquel paisaje lunar, árido y solitario. Me maravillaba
estar viviendo, aunque fuera por la tele, una experiencia tan
semejante a las novelas de ciencia ficción que tanto me gustaban. Yo
había leído El hombre
que vendió la Luna, de
Heinlein, o Los primeros
hombres en la Luna de
Wells, o los dos álbumes en que Tintín y Haddock viajan a nuestro
satélite, y ahora esas fantasías se estaban convirtiendo en
realidad ante mis ojos.
Pero
no todos compartían mi entusiasmo. En cuanto Armstrong desplegó una
bandera de Estados Unidos, Margarita, mascullando algo entre dientes,
se fue a su cuarto; tía Adela no tardó en quedarse dormida en el
sillón, y poco después se retiraron Rosa y Azucena. Así que sólo
permanecimos frente al televisor tío Luis, Violeta y yo. Y en algún
momento, no recuerdo cuándo, advertí por el rabillo del ojo que
Violeta no miraba a la pantalla, sino a mí, fijamente, como si
intentara desentrañar lo que me pasaba por la cabeza. Debía de
pensar, imagino, que yo era un bicho raro.
Finalmente,
Armstrong y Aldrin regresaron al módulo lunar para descansar unas
horas antes de despegar hacia el Columbia,
y la retransmisión concluyó. Mientras sonaban las notas del himno
nacional sobre una fotografía de Franco, tío Luis apagó el
televisor y bostezó ruidosamente al tiempo que se desperezaba. Poco
después, todos nos fuimos a dormir.
Yo
tardé mucho en conciliar el sueño. Aquellas imágenes en blanco y
negro, tan poco definidas, tan llenas de parásitos y estática, se
me habían quedado grabadas en la memoria. Tras dar muchas vueltas en
la cama, me levanté, abrí la ventana, alcé la vista, contemplé el
firmamento y pensé que algún día mis hijos, o mis nietos, o los
nietos de mis nietos, viajarían a las estrellas.
Sencillamente,
porque están ahí.
*
* *
He
mencionado varias veces el lento ritmo de la vida en Villa
Candelaria, la calma que se respiraba entre las paredes de aquel
viejo caserón. Allí nadie parecía tener pisa, nadie alzaba la voz
ni provocaba conflictos. Sin embargo, todo eso habría de cambiar
radicalmente durante los siguientes días, cuando el hogar de los
Obregón sufriera las sacudidas de un seísmo que había comenzado
sesenta y ocho años atrás.
Pero
antes sucedió algo que es preciso relatar. La mañana siguiente al
alunizaje me desperté un poco más tarde de lo habitual, pero no
demasiado, pues quería presenciar el despegue del Eagle.
Cuando llegué al salón, tío Luis ya estaba sentado frente al
televisor, todavía en pijama y con la mirada perdida en las imágenes
que brotaban del tubo catódico. Juntos vimos en despegue: la cámara
mostraba un plano general del módulo lunar, que parecía una araña
cabezona. Al llegar al final de la cuenta atrás, la cabeza de la
araña salió echando mixtos hacia arriba y, en un abrir y cerrar de
ojos, desapareció de cuadro. La verdad es que fue un poco
decepcionante.
Aquella
tarde fui a la playa con Violeta y Azucena. Estaba cansado, así que
me tumbé en la toalla y, dejándome acunar por los tibios rayos del
sol, intenté dormir un rato. No pude, tenía la sensación de que
alguien me miraba. Abrí los ojos, y allí estaba Azucena, sentada
sobre la arena, mirándome fijamente.
–¿Qué
miras? –pregunté.
Ella
se encogió de hombros.
–¿Es
que no piensas hablarme nunca?
Volvió
a encogerse de hombros.
–¿Por
qué no vas a buscar cangrejos? –sugerí.
Esta
vez no hubo encogimiento de hombros, ni ninguna otra clase de
respuesta. Azucena se limitó a permanecer inmóvil e impasible, con
sus enormes ojos clavados en mí. Suspiré, resignado a olvidarme de
echar una cabezadita, y me levanté para darme un baño en las
heladas aguas del Cantábrico, preguntándome interiormente, mientras
me dirigía a la orilla, si aquella niña no sería un poco autista o
si, sencillamente, disfrutaba poniéndome nervioso.
Regresamos
a casa a última hora de la tarde. Como estaba lleno de arena y tenía
el pelo pringoso de salitre, fui directamente al cuarto de baño,
abrí el grifo, me desnudé y, cuando la bañera comenzó a llenarse
de nubes de vapor, me metí bajo la ducha y estuve largo rato
enjabonándome, disfrutando de la agradable sensación del agua
caliente corriéndome por la piel.
Entonces,
sobreponiéndose a los olores del gel y del champú, percibí un
delicado perfume, un sutil y familiar aroma a nardos.
El
corazón me dio un vuelco. Con todo aquel asunto del alunizaje, me
había olvidado por completo de que un maldito espíritu, o
presencia, o ente, o lo que demonios fuese, rondaba por Villa
Candelaria. Pero ahora olía a nardos, y eso significaba que aquella
cosa estaba ahí, muy cerca.
El
pulso me temblaba cuando cerré el grifo. Tendí una mano hacia la
cortina de la bañera, pero no reuní el valor necesario para
correrla. ¿Qué había al otro lado? No se oía nada, salvo el
rítmico tabaleo de las gotas de agua que pausadamente se desprendían
de la ducha, pero el olor a nardos era cada vez más intenso.
Haciendo de tripas corazón, aparté un poco la cortina y atisbé por
la rendija. Di un brinco. Había algo, una especie de presencia
neblinosa.
No.
Sólo era vapor. Respiré aliviado y corrí la cortina.
En
el cuarto de baño no había nadie, no había nadie. Sacudí la
cabeza, aliviado... Y entonces, con un estremecimiento, vi el espejo.
Estaba empañado y alguien o algo, un dedo invisible, había escrito
un nombre sobre el vaho del cristal.
«Amalia».
Salí
lentamente de la bañera y me quedé mirando aquellas seis letras
trazadas en el espejo empañado. Durante unos segundos fui incapaz de
pensar o hacer nada. De repente, salí del estupor y eché a correr
hacia la puerta. Afortunadamente, antes de abrirla recordé que
estaba desnudo, así que me enrollé una toalla a la cintura y corrí
en busca de Violeta. La encontré en su dormitorio. Jamás la he
visto tan sorprendida como cuando me vio aparecer medio desnudo,
chorreando agua y lleno de jabón.
–¿Qué
haces? –preguntó–. Estás mojando el suelo.
–¡Tienes
que ver algo! –la interrumpí, muy excitado–. ¡Vamos, date
prisa!
–Pero,
¿qué...?
–¡Déjate
de peroqués!
¡Venga, que se va a desempañar!
La
conduje casi a empujones al cuarto de baño y le mostré el espejo.
Aunque el nombre trazado en el vaho había comenzado a difuminarse,
todavía era claramente legible.
–Yo
estaba en la ducha –expliqué apresuradamente–, y al salir me
encontré con esto...
Violeta
alzó un poco la cabeza y olfateó el aire. Aunque muy tenue ya, aún
podía percibirse el fantasmal perfume.
–Nardos...
–murmuró mi prima; luego, contempló de nuevo el nombre escrito en
el espejo y agregó–: ¿Quién es Amalia?
–¡Y
yo qué sé! Eso mismo iba a preguntarte.
Violeta
se encogió de hombros.
–No
conozco a ninguna Amalia. Pero cada vez está más claro que Beatriz
quiere decirnos algo.
–¡Y
dale! –exclamé de mal humor–. ¡Qué manía ésa de comunicarse
matándome a sustos! Además, ¿por qué estás tan segura de que es
Beatriz? Podría ser el diablo, ¿no? A lo mejor hay algún
endemoniado en la casa. Tu hermana pequeña, por ejemplo; esa niña
es muy rara.
–No
digas chorradas. Es Beatriz y quiere algo de nosotros, pero, ¿qué?
¿Y quién es esa Amalia? –respiró hondo–. Tenemos que hablar.
Ven a mi cuarto.
Echó
a andar hacia su dormitorio y yo comencé a seguirla, pero ella me
contuvo con un gesto.
–Sería
mejor que antes te secaras –sugirió–. Y estás muy mono así,
medio en pelotas, pero deberías vestirte.
*
* *
–Creo
que he descubierto la clave de lo que está pasando.
Violeta,
de pie junto al ventanal de su cuarto, dejó la frase en suspenso,
como si estuviera escribiendo uno de sus cuentos y quisiera reforzar
el relato con una pausa dramática.
–¿De
qué puñetera clave hablas? –pregunté.
–De
ti –contestó ella, muy seria.
–¿De
mí? ¿Qué tengo yo que ver con los fantasmas de la familia?
–Nada,
pero... –a través de los cristales, Violeta contempló el patio
trasero, ahora tenuemente iluminado por las últimas luces del
ocaso–. Supongamos que existen los fantasmas –prosiguió–, y
supongamos que hay un fantasma en Villa Candelaria.
–No
tiene por qué ser un fantasma –la interrumpí–. Quizá sea eso
que llaman... poltergeist,
creo. Casas encantadas, ya sabes: ruidos, voces, objetos que se
mueven solos y cosas así. Antes se creía que era cosa de fantasmas,
pero luego se descubrió que esos fenómenos los provocaba algún
habitante de la casa, por lo general adolescentes. ¡Como tu hermana
pequeña! Estoy seguro de que esa niña...
–Qué
pesado te pones –me interrumpió–. Azucena sólo es un poco
tímida, ¿vale? No tiene nada que ver con esto. Ahora, déjate de
tonterías y supongamos que hay un fantasma en la casa. Lo que está
claro es que no todo el mundo puede notar su presencia. De hecho,
hasta que llegaste tú, sólo yo podía verlo.
–Bueno,
¿y qué?
–Dicen
que hay personas más dotadas que otras para percibir los fenómenos
sobrenaturales. Yo lo estoy, pero tú mucho más.
–¿Y
eso por qué?
–Porque
hasta ahora yo sólo había olido el perfume a nardos, o escuchado
pasos. Como mucho, había visto sombras y reflejos raros. Pero, de
repente, llegas tú y se mueven los libros y aparecen palabras
escritas en los espejos. Eso jamás había pasado. Es como si tu
presencia aquí le diera fuerzas para manifestarse –hizo una pausa
y concluyó–: Beatriz quiere que averigüemos lo que le sucedió.
–Pero
si no estamos seguros de que sea Beatriz –protesté con desánimo–.
¿ú la has visto? Pues yo tampoco, salvo la falda de su vestido, y
ni siquiera estoy seguro de lo que vi. Podría ser cualquier cosa,
las enaguas de María Antonieta, por ejemplo. Lo que tenemos que
hacer es buscar un exorcista, un brujo o algo así.
Bromeaba,
claro, pero Violeta ni siquiera sonrió.
–Es
Beatriz –insistió con gravedad–; estoy segura, Javier, es ella.
Quiere contarnos lo que le sucedió, pero por alguna razón no puede,
así que nos da pistas para que lo averigüemos nosotros.
–¿Qué
pistas?
–Que
esperaba un barco, el Savanna.
Y ahora nos ha dado un nombre: Amalia.
–¿Y
quién demonios es Amalia? Porque ésta es otra: si ese fantasma tuyo
quiere darnos pistas, podría hacerlo mucho mejor. ¿Amalia qué?
Hubiese sido un detalle decirnos el apellido; pero no, claro, los
espíritus tienen que ser misteriosos. Amalia, Amalia... Debe de
haber miles de Amalias.
–Ya
lo averiguaremos, Javier; ahora olvídate de eso –Violeta se acercó
a mí–. Tengo que hacer algo –dijo en tono confidencial–, y
necesito tu ayuda.
–¿Para
qué? pregunté con desconfianza.
–Pues...
–titubeó–. Es por lo que dijiste el otro día sobre el desván.
Creo que tienes razón. Cuando Beatriz desapareció, sus familiares
tuvieron que hacer algo con sus cosas. Quizá las tiraron, pero
también es posible que las guardaran.
–En
el trastero.
Sí.
Además, ¿no dices que viste el vuelo de una falda en las escaleras?
Pues esas escaleras llevan al trastero, así que Beatriz quería
decirnos que fuéramos allí.
–Y
tú quieres que nos pongamos a revolver en ese cuartucho polvoriento
lleno de chismes, arañas y ratas, ¿verdad?
Violeta
sonrió con inocencia y asintió. Y yo, de repente, me sentí muy,
pero que muy deprimido.
Estaria bien que hicierais un resumen
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
Eliminarla verdad
EliminarSeréis ratas? yo quiero un resumen por favor
EliminarGracias
Resumen porfavor
ResponderEliminarpara eso ya me lo he comprado el libro lo que necesito es un resumen
ResponderEliminarok
ResponderEliminarvaya mierda de libro
ResponderEliminarya es una basura
EliminarEso
EliminarMe gusta leer, pero este libro me parece una mierda. Y lo terrible es que año tras año lo siguen poniendo como libro de lectura en los institutos. Así... para motivar a leer al petsonal. ¿De verdad que no hay nada mejor? ¿Quién propne las lecturas de la ESO?
Eliminareste libro es para gays
ResponderEliminarsoy gay y no tiene nada de malo, te llamas adrian?
EliminarNo me gusta leer y tmp me gusta el libro pero gracias a esta pagina he podido hacer un trabajo sin necesidad de leerme el libro entero y para resumen del libro he utilizado otras paginas.
ResponderEliminarEsta pagina esta muy bien.