sábado, 27 de septiembre de 2014

Capítulo 10. El aroma de los nardos


Aquella charla con Amalia Bareyo supuso el final de nuestras pesquisas. Beatriz Obregón, la joven aristócrata, y Simón Cienfuegos, el marino hijo de una esclava, se conocieron por azar, se enamoraron y, finalmente, se fugaron juntos a América. No hubo crímenes ni robos misteriosos; sólo una simple historia de amor.

Durante los días siguientes, Violeta y yo fuimos con frecuencia a la playa. A veces, mientras estábamos tumbados en la arena, hablábamos de Beatriz, preguntándonos cómo habrían sido los casi cincuenta años que vivió en Jamaica junto al capitán Cienfuegos; pero, en general, nos mostrábamos más bien taciturnos, como si el final de nuestra pequeña investigación nos hubiera llenado de melancolía.

El buen tiempo había regresado, hacía calor y el sol brillaba radiante en el cielo. Con la llegada de agosto, la ciudad se llenó de turistas. Sin embargo, Violeta y yo nos sentíamos ajenos al bullicio que nos rodeaba. En parte, eso se debía al fúnebre ambiente que reinaba en Villa Candelaria; puede que en el exterior hubiera dejado de llover, pero dentro de la casa aún tronaba la tormenta.

No obstante, había algo más, existía otro motivo para aquella sensación de vacío que, como un huésped indeseado, parecía haberse instalado en mi estómago. Antes dije que todo había acabado, pero ¿era así realmente? ¿Es que el fantasma de Beatriz había estado manifestándose sólo para que nos enterásemos de su historia de amor? ¿Tanto esfuerzo de ultratumba por un motivo tan tonto? No, yo intuía que faltaba algo, que el rompecabezas no estaba completo, y eso me ponía muy nervioso.

Y más nervioso me puse cuando comencé a percibir un fantasmal perfume a nardos en todas partes y en todo momento.





    * * *



Al principio sucedía de forma esporádica. Una tarde, mientras estaba solo en el salón escuchando la radio, noté que olía débilmente a nardos. Un escalofrío me recorrió la espalda y me puse en tensión, esperando que algo sucediera; pero nada ocurrió y, tal y como vino, el aroma se fue.

Sin embargo, aquella misma noche, en mi cuarto, volví a oler a nardos. Y lo mismo sucedió al día siguiente, en el comedor, y en la cocina, y en el salón, cada vez con mayor frecuencia, hasta que, tres días más tarde, el perfume invadió la casa entera.

Recuerdo que se lo comenté a Violeta, pero ella, tras olisquear el aire, se limitó a decir:

Yo no huelo a nada.

¿Pero qué dices? –exclamé, irritado–. ¡Huele a nardos, maldita sea! Llevo todo el día oliendo ese perfume.

No huele a nada, Javier –insistió mi prima–; es tu imaginación. Me parece que estás obsesionado con la historia de Beatriz; deberías quitártela de la cabeza.

Pero yo no estaba obsesionado, ni imaginaba nada. Olía a nardos, a todas horas, en todas partes, y aquello me estaba destrozando los nervios. Finalmente, el domingo de la segunda semana de agosto, no pude más y exploté. Debían de ser las once y media de la noche. Estaba en la cama, intentando leer una novela, pero no lograba concentrarme, pues el aroma era en aquel momento tan intenso que me agobiaba. Harto de leer una y otra vez la misma línea sin enterarme de nada, cerré el libro de golpe y lo dejé sobre la mesilla de noche. Acto seguido, me senté en la cama y exclamé:

Bueno, ¿qué quieres?

Como era de esperar, nadie contestó.

¿No quieres nada? Entonces, ¿por qué narices estás dándome la vara todo el día con el dichoso perfume?

Silencio. Quizá fuera mi imaginación, pero me pareció que el olor a nardos se incrementaba.

¿Qué demonios quieres que haga? –insistí–. ¿Espiritismo? ¿Te pongo una vela? ¿Sacrifico una gallina en tu honor?...

Un claxon sonó en la lejanía. Luego, el ladrido de un perro.

Vale –proseguí, haciendo un gesto envolvente con las manos–. Te invito a venir. Mueve los libros, escribe mensajes en los espejos, lo que quieras, pero haz algo de una vez.

Transcurrió un largo minuto, pero los libros no se movieron de su sitio, ni hubo mensajes misteriosos, ni sucedió nada de nada. Exhalé una bocanada de aire y apagué la lámpara de la mesilla de un manotazo.

¿Te molesta la luz? Pues ya no hay luz. Vamos, sé un buen fantasma. ¿No eres una aparición? ¡Pues aparécete, maldita sea!

Permanecí largo rato despierto en la penumbra del dormitorio, aguardando a que algo ocurriera, pero nada ocurrió y poco a poco, sin darme cuenta, me fui quedando dormido.

Horas después, ya bien entrada la madrugada, me desperté de golpe, súbitamente espabilado, con la absoluta certeza de que había alguien más en mi habitación.







* * *



Abrí los ojos. El perfume era tan intenso que me ahogaba, como si todos los nardos del mundo se hubieran concentrado entre las cuatro paredes de mi dormitorio. La luz de la luna se filtraba a través de los visillos, difuminando las tinieblas con una tenue claridad lechosa. Alcé la cabeza y paseé lentamente la mirada por la habitación. Al principio, pensé que no había nadie, que aquella intuición de una presencia cercana no era más que el fruto de un mal sueño.

Pero entonces la vi.

Había una mujer a los pies de mi cama, mirándome.

Me incorporé bruscamente, con el corazón desbocado, y retrocedí hasta que mi espalda topó con el cabecero, Intenté decir algo, quizá gritar, pero un nudo me cerraba la garganta y no pude hacer otra cosa que quedarme mirando a aquella mujer, si es que eso era una mujer.

En realidad, parecía más bien la sombra de una mujer; aunque no del todo, pues los rasgos de su rostro estaban marcados por una leve fosforescencia, al igual que el contorno del cuerpo. Tras superar un primer instante de ciego terror, advertí que la mujer llevaba un vestido blanco, el mismo traje de novia que Beatriz vestía cuando pintaron su retrato.

Y así fue como comprendí que tenía enfrente al fantasma de Beatriz Obregón. Noté que el vello se me erizaba y una rápida sucesión de escalofríos me recorrió el cuerpo como una corriente eléctrica; sentí un pánico tan inmenso que me quedé paralizado, igual que un ratón frente a la mirada de una serpiente.

Pero entonces el espíritu de Beatriz curvó los labios formando una agradable sonrisa y, de repente, el miedo que me estrujaba el corazón pareció esfumarse, dejando tras de sí una gran sensación de calma. Tragué saliva y me senté en la cama.

¿Qué quieres?... –pregunté en voz baja.

La aparición alzó lentamente una mano y me indicó con un gesto que la siguiera. Dudé durante unos segundos –no tenía las menores ganas de ir en pos de un fantasma en plena noche–, pero, casi sin darme cuenta de lo que hacía, me puse en pie y fui tras ella.

Salimos del dormitorio y cruzamos el distribuidor en dirección a la escalera. Beatriz, unos pasos por delante de mí, se desplazaba con suavidad, como deslizándose sobre el suelo, sin hacer el menor ruido al andar. La casa estaba sumida en la oscuridad; sin embargo, por algún extraño prodigio, yo podía ver todo lo que me rodeaba, como si las paredes despidieran un débil resplandor. El aroma a nardos era asfixiante.

Siguiendo a Beatriz, comencé a remontar los escalones que conducían a la planta superior, cruzamos la terraza y nos metimos en el desván. La espectral figura de la mujer avanzó a lo largo del trastero, hasta detenerse junto al escritorio donde habíamos encontrado la carta.

Entonces, señaló el cajón inferior derecho y escribió algo con el dedo sobre el polvo que cubría la superficie del buró. Acto seguido, volvió a señalar el cajón y luego se quedó mirándome fijamente. Yo apenas podía distinguir su rostro, pero a través de las sombras que lo velaban me pareció entrever una expresó anhelante, como si aquella aparición me estuviera solicitando un favor inmenso.

En ese momento parpadeé. Fue sólo eso, un parpadeo que apenas duró una décima de segundo, pero cuando volví a abrir los ojos, Beatriz ya no estaba allí. Ni siquiera olía a nardos.

Permanecí no sé cuánto tiempo de pie en medio del desván, inmóvil, sintiéndome confuso y desconcertado. Las paredes ya no brillaban, así que no podía ver nada. Cuando logré reaccionar, me dirigí a la entrada y oprimí el interruptor de la luz. El resplandor de la bombilla me obligó a guiñar los ojos hasta que las pupilas se acostumbraron a la claridad.

Me aproximé de nuevo al escritorio. En su parte superior había una palabra escrita sobre el polvo. Amalia. Otra vez la vieja doncella, pensé: ¿por qué había vuelto a escribir Beatriz ese nombre? Abrí el cajón señalado por el fantasma. Estaba vacío, aunque eso ya lo había comprobado cuando Violeta y yo lo registramos la primera vez. Entonces me pregunté algo: ¿y si en el buró hubiera otro compartimento secreto?

Saqué el cajón del todo, introduje la mano por el hueco y palpé el fondo. Premio, yo tenía razón: había una moldura, en realidad una clavija. La oprimí y un resorte impulsó hacia delante el segundo cajón oculto. Conteniendo la respiración, me incliné para ver lo que había dentro.

Pero no había nada, absolutamente nada.





* * *



El despertador marcaba las seis menos diez de la madrugada cuando regresé a mi dormitorio. Sabía que no iba a conseguir dormirme de nuevo, así que ni siquiera lo intenté y me quedé tumbado sobre la cama con la vista perdida en el techo, pensando.

Me sentía muy confundido. El fantasma de Beatriz había escrito el nombre de Amalia y señalado el segundo cajón oculto, como si entre ambas cosas existiera una relación. Pero el compartimento secreto estaba vacío. ¿Qué significaba eso? Pasé mucho rato dándole vueltas a aquel enigma. El amanecer me había sorprendido enfrascado en mis reflexiones.

Amalia y un cajón vacío, ésos eran los dos elementos que yo debía unir. Un cajón vacío, un compartimento donde no había nada.

Nada. Cero.

¿Cero?

De repente, recordé algo que había contado en clase el profesor de matemáticas. Según nos dijo, el cero fue la última cifra en aparecer. La inventaron los matemáticos indios allá por el siglo quinto de nuestra era, y luego los árabes exportaron la idea al resto del mundo. Por lo visto, las matemáticas no pudieron desarrollarse plenamente hasta la invención del cero, porque el cero suponía la adopción de un principio tan sencillo como importante: la ausencia de algo ya es algo.

La nada tenía un significado, pensé. ¿Qué significaba un cajón vacío?

Comenzaba a dolerme la cabeza, pero tenía el presentimiento de que estaba a punto de llegar a alguna parte, así que me obligué a seguir pensando. ¿Por qué podía estar vacío un cajón?, me pregunté. Pues porque nunca había contenido nada; o bien, porque contuvo algo, pero alguien lo había cogido…

Exhalé una bocanada de aire y me incorporé bruscamente. ¡Claro, eso era! ¿Cómo podía haber estado tan ciego, cómo podía haber tardado tanto en comprender lo que Beatriz quería decirme?

Miré el despertador: eran las siete y media. Me puse bruscamente en pie y, sin perder tiempo en ducharme, ni en desayunar, ni en lavarme los dientes siquiera, me vestí a toda prisa, abandoné el dormitorio y me dirigí a la carreta a la planta baja.

Nadie se había despertado aún en Villa Candelaria cuando salí a la calle y eché a correr hacia la parada del autobús.



    * * *



Llegué demasiado temprano al domicilio de Amalia Bareyo, así que me encaminé a un bar cercano y, tras desayunar, estuve un rato haciendo tiempo. La verdad es que me moría de ganas por terminar lo que había ido a hacer allí, pero me armé de paciencia y aguardé a que dieran las nueve para subir al piso de Amalia.

Fue ella misma quien me abrió la puerta. La anciana, al otro lado del umbral, se me quedó mirando sin decir nada, con una expresión sombría en su arrugado rostro y mucho recelo en la mirada. Entonces comprendí que mis sospechas eran ciertas, y también que ella, ahora, sabía que yo había descubierto su secreto.

¿No ha venido tu prima, la Obregón? –me preguntó Amalia con una voz que pretendía firmeza, pero que sonó temblorosa.

Se ha quedado en Villa Candelaria. ¿Puedo pasar?

En vez de contestarme, la anciana se apartó de la entrada y echó a andar, renqueando, hacia la sala de estar. Entré en el piso, cerré la puerta y la seguí.

Mi hija ha salido –dijo Amalia mientras se acomodaba trabajosamente en su mecedora–, así que, si quieres tomar algo, cógelo tú mismo de la nevera.

Me senté en una silla, muy erguido y un poco envarado.

No quiero nada, gracias.

¿No quieres nada? Entonces, ¿a qué has venido?

Usted lo sabe –respondí.

La anciana titubeó, como si quisiera decir algo, pero no se atreviera a hacerlo; el labio inferior le temblaba. Finalmente, agachó la cabeza y se sumió en un negro silencio.

Fue usted, ¿verdad? –dije.

Tanto tardó Amalia en responderme que creí que no había oído mi pregunta, o que no había querido oírla. Sin embargo, tras una larga pausa, musitó:

Sí, fui yo.

Respiré hondo.

¿Y por qué lo hizo? –pregunté.

L anciana levantó la cabeza y me dirigió una mirada repentinamente desvalida.

Sabía que ibais a volver –dijo–; lo supe el otro día, en cuanto os vi entrar en el bar –se encogió de hombros–. Supongo que, tarde o temprano, alguien tenía que descubrir mi secreto. Aunque bastante tiempo lo he guardado; un poco más, y me lo llevo a la tumba –dejó escapar un largo suspiro–. Tengo ochenta y siete años, niño; soy muy, pero que muy vieja, y hace tanto que sucedió aquello que ya casi ni me acuerdo. Pero no me arrepiento de nada, de eso bien seguro puedes estar –volvió la mirada hacia el ventanal y la perdió en el azul del cielo; sin mirarme, prosiguió–: Aquella noche, la noche que se fugó la señorita Beatriz, yo la acompañé al puerto. Todavía recuerdo cómo se abrazaron ella y el capitán Cienfuegos, lo felices que estaban, los besos que se dieron… Justo cuando iba a embarcarse en el Savanna, la señorita recordó algo. Se acercó a mí y me dijo que había dejado olvidado el collar en el cajón secreto de su escritorio, y me pidió que lo cogiera y se lo diera a su padre.

Pero usted no lo hizo.

No. Cogí el collar al día siguiente, lo guardé en una caja y no le dije nada a nadie.

¿Por qué?

Ni yo misma lo sé… Al principio, lo único que quería era tener el collar un tiempo, y luego devolverlo. Era tan bonito… Pero los Mendoza lo reclamaron en seguida, incluso pusieron un pleito a los Obregón. Entonces caí en la cuenta de que escondiendo el collar podría vengarme de mis patronos, y eso fue lo que hice.

Vengarse de sus patronos… –repetí, sorprendido por el rencor que destilaban las palabras de la anciana–. ¿Tanto los odiaba?

Con toda mi alma. Eran malas personas, niño; gente pagada de sí misma y sin corazón. Y bien seguro puedes estar de que me alegré con cada uno de los males que sufrieron por lo que les hice. Se lo merecían; eso y mucho más.

¿Y Beatriz? –pregunté–. ¿No la apreciaba?

Claro que sí; la quería muchísimo, ya te lo he dicho.

Pero usted permitió que todo el mundo pensara que ella robó el collar.

Alguna fibra sensible debió de tocar mi observación, porque Amalia torció el gesto y se puso a la defensiva.

La señorita consiguió lo que quería –objetó, irritada–. Se fue con el hombre al que amaba, a vivir en un país lejano ¿Qué mal podían hacerle unas cuantas murmuraciones, aquí, tan lejos de ella? Ninguno, niño; yo no le causé ningún daño a la señorita Beatriz.

Suspiré. Después de tanto tiempo no valía la pena censurar a aquella mujer tan anciana. Por muy reprobable que hubiese sido su conducta, ya era demasiado tarde para recriminaciones.

Así que usted se quedó el collar –dije–. ¿Qué hizo después con él? ¿Lo vendió?

De pronto, la anciana alzó el bastón y descargó un fuerte golpe con la contera en el suelo.

¡No me faltes al respeto, niño! –exclamó, muy enfadada–. ¿Te crees que soy una ladrona? Si me quedé con el collar fue para vengarme de los Obregón, no por dinero. ¡Claro que no lo vendí!

Alcé la cejas.

Entonces, ¿qué hizo con él?...

Amalia se me quedó mirado de hito en hito durante unos segundos. De repente, apoyándose en el bastón, se puso en pie y echó a andar hacia la puerta.

Espera aquí –dijo antes de desaparecer de mi vista.

No sé cuánto aguardé, puede que no más de cinco minutos; al cabo de ese tiempo, la anciana regresó con una caja bajo el brazo.

Toma –dijo, tendiéndome la caja–. Puedes devolvérselo a los Obregón, o quedártelo, o hacer con él lo que quieras. Yo ya no lo necesito para nada.

Desconcertado, cogí la caja y la examiné en silencio. Era de latón, del tamaño de una bombonera, y estaba atada con un bramante. A juzgar por mas manchas de óxido, parecía muy vieja.

¿Quiere decir –musité– que aquí está…?

Sí, ahí está –me interrumpió–. Llévatelo de una vez, estoy hasta el moño de tenerlo. Y si los Obregón me denuncian a la policía, me da igual. Diles de mi parte que ya no son mis amos, que soy demasiado vieja y que me importa un bledo lo que hagan.

Oía hablar a Amalia, pero apenas prestaba atención a sus palabras, pues todos mis sentidos estaban concentrados en aquella vieja caja de latón. Lentamente, comencé a desatar los nudos que la mantenía cerrada.

¡No la abras! –me ordenó la anciana–. Guardé ahí el collar hace setenta años y, desde entonces, no he vuelto a verlo.

¿Por qué?

Porque quien evita la tentación evita el pecado. Ya ni me acuerdo de cómo era el collar, así que no se te ocurra abrir esa caja delante de mí –me dirigió una hosca mirada–. Ahora, niño, lárgate de mi casa. Lárgate de una maldita vez y no vuelvas nunca.





    * * *



Mientras regresaba a Villa Candelaria, sentado en uno de los asientos traseros del autobús, mantenía la caja de latón firmemente apretada contra el pecho. No me atrevía a abrirla, en parte por no hacerlo a la vista de todo el mundo, pero también porque temía que la anciana me hubiera engañado y la caja estuviese vacía.

Afortunadamente, cuando llegué a casa no me crucé con nadie, así que fui directamente a la segunda planta, me encerré en mi dormitorio, me acomodé sobre la cama y puse la caja delante de mí. La miré durante unos segundos, conteniendo la respiración, y luego comencé a desatar la cuerda.

Los nudos estaban muy apretados y tardé dos o tres minutos en deshacerlos. Cuando lo logré, dejé a un lado el bramante y abrí la caja. En su interior había algo envuelto en un paño de terciopelo negro. Lentamente, con mucho cuidado, como si estuviera manipulando un objeto muy frágil, aparté los pliegues del paño…

Y, de golpe, un prodigio quedó al descubierto. Entreabrí los labios y dejé escapar poco a poco el aire, con los ojos alucinados y la mirada clavada en todo aquel oro, y en las decenas de diamantes que lo cubrían, y en las cinco inmensas esmeraldas que parecían derramarse sobre la negrura del terciopelo como el llanto de un dios.

Finalmente, pensé, al cabo de casi setenta años, después de causar tantos problemas, tanto dolor y tanto odio, las Lágrimas de Shiva habían regresado a Villa Candelaria.

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