Aquella
charla con Amalia Bareyo supuso el final de nuestras pesquisas.
Beatriz Obregón, la joven aristócrata, y Simón Cienfuegos, el
marino hijo de una esclava, se conocieron por azar, se enamoraron y,
finalmente, se fugaron juntos a América. No hubo crímenes ni robos
misteriosos; sólo una simple historia de amor.
Durante
los días siguientes, Violeta y yo fuimos con frecuencia a la playa.
A veces, mientras estábamos tumbados en la arena, hablábamos de
Beatriz, preguntándonos cómo habrían sido los casi cincuenta años
que vivió en Jamaica junto al capitán Cienfuegos; pero, en general,
nos mostrábamos más bien taciturnos, como si el final de nuestra
pequeña investigación nos hubiera llenado de melancolía.
El
buen tiempo había regresado, hacía calor y el sol brillaba radiante
en el cielo. Con la llegada de agosto, la ciudad se llenó de
turistas. Sin embargo, Violeta y yo nos sentíamos ajenos al bullicio
que nos rodeaba. En parte, eso se debía al fúnebre ambiente que
reinaba en Villa Candelaria; puede que en el exterior hubiera dejado
de llover, pero dentro de la casa aún tronaba la tormenta.
No
obstante, había algo más, existía otro motivo para aquella
sensación de vacío que, como un huésped indeseado, parecía
haberse instalado en mi estómago. Antes dije que todo había
acabado, pero ¿era así realmente? ¿Es que el fantasma de Beatriz
había estado manifestándose sólo para que nos enterásemos de su
historia de amor? ¿Tanto esfuerzo de ultratumba por un motivo tan
tonto? No, yo intuía que faltaba algo, que el rompecabezas no estaba
completo, y eso me ponía muy nervioso.
Y
más nervioso me puse cuando comencé a percibir un fantasmal perfume
a nardos en todas partes y en todo momento.
*
* *
Al
principio sucedía de forma esporádica. Una tarde, mientras estaba
solo en el salón escuchando la radio, noté que olía débilmente a
nardos. Un escalofrío me recorrió la espalda y me puse en tensión,
esperando que algo sucediera; pero nada ocurrió y, tal y como vino,
el aroma se fue.
Sin
embargo, aquella misma noche, en mi cuarto, volví a oler a nardos. Y
lo mismo sucedió al día siguiente, en el comedor, y en la cocina, y
en el salón, cada vez con mayor frecuencia, hasta que, tres días
más tarde, el perfume invadió la casa entera.
Recuerdo
que se lo comenté a Violeta, pero ella, tras olisquear el aire, se
limitó a decir:
–Yo
no huelo a nada.
–¿Pero
qué dices? –exclamé, irritado–. ¡Huele a nardos, maldita sea!
Llevo todo el día oliendo ese perfume.
–No
huele a nada, Javier –insistió mi prima–; es tu imaginación. Me
parece que estás obsesionado con la historia de Beatriz; deberías
quitártela de la cabeza.
Pero
yo no estaba obsesionado, ni imaginaba nada. Olía a nardos, a todas
horas, en todas partes, y aquello me estaba destrozando los nervios.
Finalmente, el domingo de la segunda semana de agosto, no pude más y
exploté. Debían de ser las once y media de la noche. Estaba en la
cama, intentando leer una novela, pero no lograba concentrarme, pues
el aroma era en aquel momento tan intenso que me agobiaba. Harto de
leer una y otra vez la misma línea sin enterarme de nada, cerré el
libro de golpe y lo dejé sobre la mesilla de noche. Acto seguido, me
senté en la cama y exclamé:
–Bueno,
¿qué quieres?
Como
era de esperar, nadie contestó.
–¿No
quieres nada? Entonces, ¿por qué narices estás dándome la vara
todo el día con el dichoso perfume?
Silencio.
Quizá fuera mi imaginación, pero me pareció que el olor a nardos
se incrementaba.
–¿Qué
demonios quieres que haga? –insistí–. ¿Espiritismo? ¿Te pongo
una vela? ¿Sacrifico una gallina en tu honor?...
Un
claxon sonó en la lejanía. Luego, el ladrido de un perro.
–Vale
–proseguí, haciendo un gesto envolvente con las manos–. Te
invito a venir. Mueve los libros, escribe mensajes en los espejos, lo
que quieras, pero haz algo de una vez.
Transcurrió
un largo minuto, pero los libros no se movieron de su sitio, ni hubo
mensajes misteriosos, ni sucedió nada de nada. Exhalé una bocanada
de aire y apagué la lámpara de la mesilla de un manotazo.
–¿Te
molesta la luz? Pues ya no hay luz. Vamos, sé un buen fantasma. ¿No
eres una aparición? ¡Pues aparécete, maldita sea!
Permanecí
largo rato despierto en la penumbra del dormitorio, aguardando a que
algo ocurriera, pero nada ocurrió y poco a poco, sin darme cuenta,
me fui quedando dormido.
Horas
después, ya bien entrada la madrugada, me desperté de golpe,
súbitamente espabilado, con la absoluta certeza de que había
alguien más en mi habitación.
*
* *
Abrí
los ojos. El perfume era tan intenso que me ahogaba, como si todos
los nardos del mundo se hubieran concentrado entre las cuatro paredes
de mi dormitorio. La luz de la luna se filtraba a través de los
visillos, difuminando las tinieblas con una tenue claridad lechosa.
Alcé la cabeza y paseé lentamente la mirada por la habitación. Al
principio, pensé que no había nadie, que aquella intuición de una
presencia cercana no era más que el fruto de un mal sueño.
Pero
entonces la vi.
Había
una mujer a los pies de mi cama, mirándome.
Me
incorporé bruscamente, con el corazón desbocado, y retrocedí hasta
que mi espalda topó con el cabecero, Intenté decir algo, quizá
gritar, pero un nudo me cerraba la garganta y no pude hacer otra cosa
que quedarme mirando a aquella mujer, si es que eso era una mujer.
En
realidad, parecía más bien la sombra de una mujer; aunque no del
todo, pues los rasgos de su rostro estaban marcados por una leve
fosforescencia, al igual que el contorno del cuerpo. Tras superar un
primer instante de ciego terror, advertí que la mujer llevaba un
vestido blanco, el mismo traje de novia que Beatriz vestía cuando
pintaron su retrato.
Y
así fue como comprendí que tenía enfrente al fantasma de Beatriz
Obregón. Noté que el vello se me erizaba y una rápida sucesión de
escalofríos me recorrió el cuerpo como una corriente eléctrica;
sentí un pánico tan inmenso que me quedé paralizado, igual que un
ratón frente a la mirada de una serpiente.
Pero
entonces el espíritu de Beatriz curvó los labios formando una
agradable sonrisa y, de repente, el miedo que me estrujaba el corazón
pareció esfumarse, dejando tras de sí una gran sensación de calma.
Tragué saliva y me senté en la cama.
–¿Qué
quieres?... –pregunté en voz baja.
La
aparición alzó lentamente una mano y me indicó con un gesto que la
siguiera. Dudé durante unos segundos –no tenía las menores ganas
de ir en pos de un fantasma en plena noche–, pero, casi sin darme
cuenta de lo que hacía, me puse en pie y fui tras ella.
Salimos
del dormitorio y cruzamos el distribuidor en dirección a la
escalera. Beatriz, unos pasos por delante de mí, se desplazaba con
suavidad, como deslizándose sobre el suelo, sin hacer el menor ruido
al andar. La casa estaba sumida en la oscuridad; sin embargo, por
algún extraño prodigio, yo podía ver todo lo que me rodeaba, como
si las paredes despidieran un débil resplandor. El aroma a nardos
era asfixiante.
Siguiendo
a Beatriz, comencé a remontar los escalones que conducían a la
planta superior, cruzamos la terraza y nos metimos en el desván. La
espectral figura de la mujer avanzó a lo largo del trastero, hasta
detenerse junto al escritorio donde habíamos encontrado la carta.
Entonces,
señaló el cajón inferior derecho y escribió algo con el dedo
sobre el polvo que cubría la superficie del buró. Acto seguido,
volvió a señalar el cajón y luego se quedó mirándome fijamente.
Yo apenas podía distinguir su rostro, pero a través de las sombras
que lo velaban me pareció entrever una expresó anhelante, como si
aquella aparición me estuviera solicitando un favor inmenso.
En
ese momento parpadeé. Fue sólo eso, un parpadeo que apenas duró
una décima de segundo, pero cuando volví a abrir los ojos, Beatriz
ya no estaba allí. Ni siquiera olía a nardos.
Permanecí
no sé cuánto tiempo de pie en medio del desván, inmóvil,
sintiéndome confuso y desconcertado. Las paredes ya no brillaban,
así que no podía ver nada. Cuando logré reaccionar, me dirigí a
la entrada y oprimí el interruptor de la luz. El resplandor de la
bombilla me obligó a guiñar los ojos hasta que las pupilas se
acostumbraron a la claridad.
Me
aproximé de nuevo al escritorio. En su parte superior había una
palabra escrita sobre el polvo. Amalia.
Otra vez la vieja doncella, pensé: ¿por qué había vuelto a
escribir Beatriz ese nombre? Abrí el cajón señalado por el
fantasma. Estaba vacío, aunque eso ya lo había comprobado cuando
Violeta y yo lo registramos la primera vez. Entonces me pregunté
algo: ¿y si en el buró hubiera otro compartimento secreto?
Saqué
el cajón del todo, introduje la mano por el hueco y palpé el fondo.
Premio, yo tenía razón: había una moldura, en realidad una
clavija. La oprimí y un resorte impulsó hacia delante el segundo
cajón oculto. Conteniendo la respiración, me incliné para ver lo
que había dentro.
Pero
no había nada, absolutamente nada.
*
* *
El
despertador marcaba las seis menos diez de la madrugada cuando
regresé a mi dormitorio. Sabía que no iba a conseguir dormirme de
nuevo, así que ni siquiera lo intenté y me quedé tumbado sobre la
cama con la vista perdida en el techo, pensando.
Me
sentía muy confundido. El fantasma de Beatriz había escrito el
nombre de Amalia y señalado el segundo cajón oculto, como si entre
ambas cosas existiera una relación. Pero el compartimento secreto
estaba vacío. ¿Qué significaba eso? Pasé mucho rato dándole
vueltas a aquel enigma. El amanecer me había sorprendido enfrascado
en mis reflexiones.
Amalia
y un cajón vacío, ésos eran los dos elementos que yo debía unir.
Un cajón vacío, un compartimento donde no había nada.
Nada.
Cero.
¿Cero?
De
repente, recordé algo que había contado en clase el profesor de
matemáticas. Según nos dijo, el cero fue la última cifra en
aparecer. La inventaron los matemáticos indios allá por el siglo
quinto de nuestra era, y luego los árabes exportaron la idea al
resto del mundo. Por lo visto, las matemáticas no pudieron
desarrollarse plenamente hasta la invención del cero, porque el cero
suponía la adopción de un principio tan sencillo como importante:
la ausencia de algo ya es algo.
La
nada tenía un significado, pensé. ¿Qué significaba un cajón
vacío?
Comenzaba
a dolerme la cabeza, pero tenía el presentimiento de que estaba a
punto de llegar a alguna parte, así que me obligué a seguir
pensando. ¿Por qué podía estar vacío un cajón?, me pregunté.
Pues porque nunca había contenido nada; o bien, porque contuvo algo,
pero alguien lo había cogido…
Exhalé
una bocanada de aire y me incorporé bruscamente. ¡Claro, eso era!
¿Cómo podía haber estado tan ciego, cómo podía haber tardado
tanto en comprender lo que Beatriz quería decirme?
Miré
el despertador: eran las siete y media. Me puse bruscamente en pie y,
sin perder tiempo en ducharme, ni en desayunar, ni en lavarme los
dientes siquiera, me vestí a toda prisa, abandoné el dormitorio y
me dirigí a la carreta a la planta baja.
Nadie
se había despertado aún en Villa Candelaria cuando salí a la calle
y eché a correr hacia la parada del autobús.
*
* *
Llegué
demasiado temprano al domicilio de Amalia Bareyo, así que me
encaminé a un bar cercano y, tras desayunar, estuve un rato haciendo
tiempo. La verdad es que me moría de ganas por terminar lo que había
ido a hacer allí, pero me armé de paciencia y aguardé a que dieran
las nueve para subir al piso de Amalia.
Fue
ella misma quien me abrió la puerta. La anciana, al otro lado del
umbral, se me quedó mirando sin decir nada, con una expresión
sombría en su arrugado rostro y mucho recelo en la mirada. Entonces
comprendí que mis sospechas eran ciertas, y también que ella,
ahora, sabía que yo había descubierto su secreto.
–¿No
ha venido tu prima, la Obregón? –me preguntó Amalia con una voz
que pretendía firmeza, pero que sonó temblorosa.
–Se
ha quedado en Villa Candelaria. ¿Puedo pasar?
En
vez de contestarme, la anciana se apartó de la entrada y echó a
andar, renqueando, hacia la sala de estar. Entré en el piso, cerré
la puerta y la seguí.
–Mi
hija ha salido –dijo Amalia mientras se acomodaba trabajosamente en
su mecedora–, así que, si quieres tomar algo, cógelo tú mismo de
la nevera.
Me
senté en una silla, muy erguido y un poco envarado.
–No
quiero nada, gracias.
–¿No
quieres nada? Entonces, ¿a qué has venido?
–Usted
lo sabe –respondí.
La
anciana titubeó, como si quisiera decir algo, pero no se atreviera a
hacerlo; el labio inferior le temblaba. Finalmente, agachó la cabeza
y se sumió en un negro silencio.
–Fue
usted, ¿verdad? –dije.
Tanto
tardó Amalia en responderme que creí que no había oído mi
pregunta, o que no había querido oírla. Sin embargo, tras una larga
pausa, musitó:
–Sí,
fui yo.
Respiré
hondo.
–¿Y
por qué lo hizo? –pregunté.
L
anciana levantó la cabeza y me dirigió una mirada repentinamente
desvalida.
–Sabía
que ibais a volver –dijo–; lo supe el otro día, en cuanto os vi
entrar en el bar –se encogió de hombros–. Supongo que, tarde o
temprano, alguien tenía que descubrir mi secreto. Aunque bastante
tiempo lo he guardado; un poco más, y me lo llevo a la tumba –dejó
escapar un largo suspiro–. Tengo ochenta y siete años, niño; soy
muy, pero que muy vieja, y hace tanto que sucedió aquello que ya
casi ni me acuerdo. Pero no me arrepiento de nada, de eso bien seguro
puedes estar –volvió la mirada hacia el ventanal y la perdió en
el azul del cielo; sin mirarme, prosiguió–: Aquella noche, la
noche que se fugó la señorita Beatriz, yo la acompañé al puerto.
Todavía recuerdo cómo se abrazaron ella y el capitán Cienfuegos,
lo felices que estaban, los besos que se dieron… Justo cuando iba a
embarcarse en el Savanna,
la señorita recordó algo. Se acercó a mí y me dijo que había
dejado olvidado el collar en el cajón secreto de su escritorio, y me
pidió que lo cogiera y se lo diera a su padre.
–Pero
usted no lo hizo.
–No.
Cogí el collar al día siguiente, lo guardé en una caja y no le
dije nada a nadie.
–¿Por
qué?
–Ni
yo misma lo sé… Al principio, lo único que quería era tener el
collar un tiempo, y luego devolverlo. Era tan bonito… Pero los
Mendoza lo reclamaron en seguida, incluso pusieron un pleito a los
Obregón. Entonces caí en la cuenta de que escondiendo el collar
podría vengarme de mis patronos, y eso fue lo que hice.
–Vengarse
de sus patronos… –repetí, sorprendido por el rencor que
destilaban las palabras de la anciana–. ¿Tanto los odiaba?
–Con
toda mi alma. Eran malas personas, niño; gente pagada de sí misma y
sin corazón. Y bien seguro puedes estar de que me alegré con cada
uno de los males que sufrieron por lo que les hice. Se lo merecían;
eso y mucho más.
–¿Y
Beatriz? –pregunté–. ¿No la apreciaba?
–Claro
que sí; la quería muchísimo, ya te lo he dicho.
–Pero
usted permitió que todo el mundo pensara que ella robó el collar.
Alguna
fibra sensible debió de tocar mi observación, porque Amalia torció
el gesto y se puso a la defensiva.
–La
señorita consiguió lo que quería –objetó, irritada–. Se fue
con el hombre al que amaba, a vivir en un país lejano ¿Qué mal
podían hacerle unas cuantas murmuraciones, aquí, tan lejos de ella?
Ninguno, niño; yo no le causé ningún daño a la señorita Beatriz.
Suspiré.
Después de tanto tiempo no valía la pena censurar a aquella mujer
tan anciana. Por muy reprobable que hubiese sido su conducta, ya era
demasiado tarde para recriminaciones.
–Así
que usted se quedó el collar –dije–. ¿Qué hizo después con
él? ¿Lo vendió?
De
pronto, la anciana alzó el bastón y descargó un fuerte golpe con
la contera en el suelo.
–¡No
me faltes al respeto, niño! –exclamó, muy enfadada–. ¿Te crees
que soy una ladrona? Si me quedé con el collar fue para vengarme de
los Obregón, no por dinero. ¡Claro que no lo vendí!
Alcé
la cejas.
–Entonces,
¿qué hizo con él?...
Amalia
se me quedó mirado de hito en hito durante unos segundos. De
repente, apoyándose en el bastón, se puso en pie y echó a andar
hacia la puerta.
–Espera
aquí –dijo antes de desaparecer de mi vista.
No
sé cuánto aguardé, puede que no más de cinco minutos; al cabo de
ese tiempo, la anciana regresó con una caja bajo el brazo.
–Toma
–dijo, tendiéndome la caja–. Puedes devolvérselo a los Obregón,
o quedártelo, o hacer con él lo que quieras. Yo ya no lo necesito
para nada.
Desconcertado,
cogí la caja y la examiné en silencio. Era de latón, del tamaño
de una bombonera, y estaba atada con un bramante. A juzgar por mas
manchas de óxido, parecía muy vieja.
–¿Quiere
decir –musité– que aquí está…?
–Sí,
ahí está –me interrumpió–. Llévatelo de una vez, estoy hasta
el moño de tenerlo. Y si los Obregón me denuncian a la policía, me
da igual. Diles de mi parte que ya no son mis amos, que soy demasiado
vieja y que me importa un bledo lo que hagan.
Oía
hablar a Amalia, pero apenas prestaba atención a sus palabras, pues
todos mis sentidos estaban concentrados en aquella vieja caja de
latón. Lentamente, comencé a desatar los nudos que la mantenía
cerrada.
–¡No
la abras! –me ordenó la anciana–. Guardé ahí el collar hace
setenta años y, desde entonces, no he vuelto a verlo.
–¿Por
qué?
–Porque
quien evita la tentación evita el pecado. Ya ni me acuerdo de cómo
era el collar, así que no se te ocurra abrir esa caja delante de mí
–me dirigió una hosca mirada–. Ahora, niño, lárgate de mi
casa. Lárgate de una maldita vez y no vuelvas nunca.
*
* *
Mientras
regresaba a Villa Candelaria, sentado en uno de los asientos traseros
del autobús, mantenía la caja de latón firmemente apretada contra
el pecho. No me atrevía a abrirla, en parte por no hacerlo a la
vista de todo el mundo, pero también porque temía que la anciana me
hubiera engañado y la caja estuviese vacía.
Afortunadamente,
cuando llegué a casa no me crucé con nadie, así que fui
directamente a la segunda planta, me encerré en mi dormitorio, me
acomodé sobre la cama y puse la caja delante de mí. La miré
durante unos segundos, conteniendo la respiración, y luego comencé
a desatar la cuerda.
Los
nudos estaban muy apretados y tardé dos o tres minutos en
deshacerlos. Cuando lo logré, dejé a un lado el bramante y abrí la
caja. En su interior había algo envuelto en un paño de terciopelo
negro. Lentamente, con mucho cuidado, como si estuviera manipulando
un objeto muy frágil, aparté los pliegues del paño…
Y,
de golpe, un prodigio quedó al descubierto. Entreabrí los labios y
dejé escapar poco a poco el aire, con los ojos alucinados y la
mirada clavada en todo aquel oro, y en las decenas de diamantes que
lo cubrían, y en las cinco inmensas esmeraldas que parecían
derramarse sobre la negrura del terciopelo como el llanto de un dios.
Finalmente,
pensé, al cabo de casi setenta años, después de causar tantos
problemas, tanto dolor y tanto odio, las Lágrimas de Shiva habían
regresado a Villa Candelaria.
que paso con Beatriz Obregon?
ResponderEliminarno ze
Eliminarq la palmó
Eliminarno ze
ResponderEliminarwtf jajajaj
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