sábado, 27 de septiembre de 2014

Capítulo 7. Del amor y otros desastres




En ocasiones, las matemáticas dejan de ser una ciencia abstracta para convertirse en algo terriblemente concreto. El desván de Villa Candelaria tenía doce metros de profundidad por diez de ancho y tres de altura. En total, trescientos sesenta metros cúbicos abarrotados de cachivaches. Si suponemos que cada metro cúbico contenía una masa de treinta kilos –y que quedo corto–, el resultado final de la ecuación era que nos enfrentábamos a once toneladas de trastos. Sólo de pensarlo me sentía agotado.

Violeta y yo nos pusimos manos a la obra al día siguiente. Por la mañana, subimos a la planta superior, abrimos la puerta del desván y nos quedamos mirando, con no poco desánimo, el desolador panorama que se extendía ante nosotros. Allí había una montaña de trastos, un mar de bártulos, generaciones y generaciones de objetos inútiles acumulados a lo largo de más de cien años.

Le he dicho a mamá que íbamos a ordenar el desván –comentó Violeta–. Debe de pensar que me he vuelto loca, pero no ha protestado.

Esto es espantoso –musité abatido–. Nunca he visto tanto trasto junto. ¿Por qué no lo dejamos correr?

Venga, no es para tanto –Violeta reflexionó con la mirada fija en el interior del trastero–. Yo creo que las cosas se han ido acumulando desde el fondo hacia la entrada.

Y como lo que buscamos tiene sesenta años de antigüedad –concluí con desaliento–, debe de estar hacia el fondo. Así que primero tendremos que mover todos los trastos que están delante.

No hará falta. Lo que vamos a hacer es sacar a la terraza los bultos que hay en primera línea; luego, llevaremos las cosas del centro hacia los lados y así haremos una especie de pasillo –sonrió con exagerado optimismo–. Venga, cuanto antes empecemos, antes acabaremos. Ya verás como es fácil.

No, no fue fácil; fue difícil. y muy cansado, mucho. Al acabar el día, tras horas de esforzado trabajo, apenas habíamos conseguido desplazar una ínfima parte de los bártulos que atestaban el desván, y ya estábamos hechos polvo. Aún recuerdo con horror las dolorosas agujetas que sufrí durante los primeros días de trabajo, y los callos que me salieron en las manos de tanto trasladas bultos, pero no desfallecí. Y si no lo hice fue porque Violeta se esforzaba tanto o más que yo, y en ningún momento la vi desanimarse o formular una queja.

Yo no le veía mucho sentido a lo que estábamos haciendo. Lo más probable es que no hubiera nada de interés en el desván, pero... Pero quizá sí, de modo que mantuve la boca cerrada y me dediqué por entero a desplazar cajas, mover muebles rotos y amontonar trastos, todo ello sin protestar, pero maldiciendo interiormente el afán conservador de una familia que, a tenor de lo que podía verse en el trastero, parecía desconocer por completo el uso de los cubos de basura.

Entre tanto, aunque nadie lo sospechaba, el desastre estaba a punto de abatirse sobre Villa Candelaria. Pero antes de que esto ocurriera, los astronautas que habían viajado a la Luna regresaron a la Tierra. El jueves, veinticuatro de julio, la cápsula espacial amerizó en el Pacífico y el portaaviones Hornet recogió a sus tripulantes. Lo vi todo por televisión, sin más compañía que la de mi tío.

A decir verdad, nadie le había prestado mucha atención al televisor de tío Luis. Salvo tío Luis. Desde que encendió el aparto por primera vez, mi tío pareció obsesionarse. Se instalaba cada día frente a la pantalla, y se tragaba impertérrito toda la programación, incluso la carta de ajuste, cuyos círculos segmentados le fascinaban como si fueran un mandala, una de esas pinturas geométricas que usan los lamas tibetanos para meditar. Mi tío se pasaba todo el día viendo la tele, sin decir una palabra, y luego, al finalizar la emisión, se levantaba como un zombi del asiento y se iba a su cuarto para iniciar de nuevo el proceso al día siguiente.

Estaba obsesionado, era evidente, pero nadie le dio mucha importancia. «A veces se porta como un niño», comentó tía Adela; y añadió con aire displicente: «Pronto se le pasará.» Estaba en lo cierto. Aquella misma tarde, después de la retransmisión del amerizaje, tío Luis parpadeó varias veces, muy rápido, igual que si despertara de un trance, miró en derredor con extrañeza, me contempló como si me viera por primera vez, tendió una temblorosa mano, apagó el televisor y dijo en voz baja:

Este artefacto es diabólico, Javier. Te roba la voluntad... –se levantó un poco vacilante, desenchufó el aparato, lo cogió entre sus brazos y agregó–: He creado un monstruo y ahora debo destruirlo.

Acto seguido, se dirigió al sótano y pasó el resto de la tarde desmontando el aparato que él mismo había construido. Así concluyó la breve experiencia televisiva de la familia Obregón.





* * *



Poco a poco, conforme pasaban los días, Violeta y yo fuimos avanzando en nuestra exploración del desván. Habíamos despejado una franja de más o menos seis metros de longitud, formando en el centro del trastero un pasillo jalonado de bártulos, pero aún quedaba otro tanto para alcanzar el fondo.

Era un trabajo juro. Nos dolían los músculos de tanto cargar trastos y no parábamos de toser a causa del polvo que saturaba el aire. No obstante, había algo casi mágico en aquella tarea. A medida que avanzábamos hacia el fondo del trastero, parecíamos retroceder en el tiempo. Encontré pilas de revistas de los años cincuenta, y más tarde álbumes fotográficos de los cuarenta, una máscara de gas, vestigio de la Guerra Civil, y más adelante, un cajón con juguetes de hojalata que, probablemente, pertenecieron a tío Luis. En cierto modo, aquello era como una excavación arqueológica, con la única diferencia de que los estratos temporales no se sucedían en sentido vertical y hacia abajo, sino horizontal y hacia el fondo.

Gracias a las fechas de las revistas, los periódicos o las cartas que encontrábamos, podíamos determinar con cierta precisión la época que habíamos alcanzado en nuestro avance. Y fue al llegar al «estrato» correspondiente a los años treinta cuando la paz de Villa Candelaria se vio sacudida por un inesperado incidente.



* * *



El sábado, Violeta y yo comenzamos a trabajar en el desván desde muy temprano. A media mañana, mientras nos esforzábamos en apartar una alacena rota –y muy pesada–, mi prima alzó de repente la cabeza y desvió la mirada, como si algo le hubiera llamado la atención.

¿Has oído? –preguntó.

¿El qué?

Me ha parecido que alguien gritaba.

Pues yo no he oído nada...

Violeta me interrumpió con un ademán y ambos nos quedamos en silencio, con los oídos atentos. Al cabo de unos segundos, percibí el lejano sonido de unas voces que parecían proceder del interior de Villa Candelaria. En efecto: alguien gritaba.

Voy a ver qué pasa –dijo mi prima–. Espérame aquí, volveré en seguida.

Violeta echó a andar hacia la salida y yo me senté sobre una caja de madera. A mi lado había una pila de periódicos viejos. Cogí uno y comencé a ojearlo. Era un ejemplar del Ahora de 1935, con las amarillentas y quebradizas hojas llenas de noticias curiosas: «La espía rusa Olga Moskovies ha sido expulsada de territorio portugués», «Wiley Post fracasa en su cuarto intento de vuelo subestratosférico transcontinental», «Se ha producido un grave conflicto entre los nazis y los cascos de acero de Munich», por no mencionar los siete goles que le había metido el Real Madrid al Betis en un partido amistoso. También eran divertidos los anuncios: «HERNIA. No lleve usted más braguero.», «Limonada Ideal del Dr. Campoy. El mejor purgante», «Vigor sexual Koch. Enviamos discretamente», «Hotel Bristol. Habitación con baño 6 pesetas».

Al cabo de unos minutos, tras haber hojeado un buen montón de periódicos viejos, comencé a preguntarme dónde se había metido Violeta. De cuando en cuando, aún escuchaba en la lejanía alguna que otra voz, así que finalmente abandoné el desván y bajé al segundo piso. Como Violeta no estaba en su cuarto, me encaminé a la planta baja.

La encontré en el vestíbulo, junto a Margarita y Azucena. Las tres estaban escuchando las airadas voces que sonaban tras la puerta del salón.

¿Qué pasa? –pregunté.

Margarita, con la oreja pegada a la hoja de la puerta, me chistó para que guardara silencio.

Ha venido don Germán –dijo Violeta en voz baja–. Está discutiendo con papá.

¿Quién es don Germán?

Germán Mendoza. El padre del novio de Rosa; te hablé de él, ¿no te acuerdas?

Asentí.

Ya, el ricachón estirado. ¿Y qué?

¿Queréis callaros? –nos instó Margarita–. No oigo nada.

Cerramos la boca, pero, en vez de voces, escuchamos el taconeo de unos pasos aproximándose. Margarita logró apartarse justo en el momento en que la puerta del salón se abría bruscamente, dando paso a un hombre de mediana edad, grueso y con el rostro congestionado. Le seguía tío Luis, muy serio. Don Germán abrió la puerta de salida y se volvió hacia mi tío.

Ate corto a su hija, señor Obregón –le dijo con aspereza–. Átela muy corto.

Y usted mantenga a su hijo alejado de mi familia –replicó tío Luis.

Sobrevino un tenso silencio.

Al menos –dijo al fin don Germán –en eso estamos de acuerdo.

No lo dude.

Don Germán alzó el mentón con altivez y, sin despedirse, abandonó la casa. Fuera le esperaba un Mercedes con chófer. Tío Luis cerró la puerta, respiró hondo y se volvió hacia sus hijas.

¿Dónde está Rosa? –preguntó en tono gélido.

En su cuarto –contestó Margarita–. Pero si quieres mi opinión, papá...

No, no quiero tu opinión –la interrumpió tío Luis–. Vosotras lo sabíais, ¿verdad? Sabíais que Rosa estaba viéndose con Gabriel Mendoza, aunque yo se lo había prohibido. no me dijisteis nada.

Escucha, papá –insistió Margarita–, estás siendo muy injus...

¡Basta! –exclamó tío Luis alzando las manos–. ¡No quiero oír ni una palabra más!

Dicho esto, echó a andar escaleras arriba en dirección al dormitorio de Rosa. Jamás le había visto tan enfadado.

¿Y mamá? –preguntó Violeta.

En la cocina –contestó Margarita–. Ya sabes lo poco que le gustan estas cosas.

¿Os importaría decirme qué está pasando? –pregunté.

Don Germán –me informó Violeta– se ha enterado de que su hijo y Rosa siguen viéndose.

¿Sabes cómo se ha enterado? –terció Margarita–. Porque contrató un detective para que siguiera a su hijo. ¡Un detective! Ese hombre está enfermo.

Don Germán se ha presentado en casa hecho una furia –prosiguió Violeta–. Y ya has visto cómo se ha puesto papá.

Como si los hechos quisieran confirmar mis palabras, de pronto nos llegó desde el segundo piso el sonido de un torrente de voces airadas. Tío Luis le estaba echando una bronca tremenda a su hija mayor. Nos congregamos al pie de las escaleras y, en silencio, seguimos el desarrollo de aquel pequeño desastre.

No recuerdo qué le dijo exactamente tío Luis a Rosa, pues su enfado era tan grande que pasaban una y otra vez del grito al susurro, combinando sin solución de continuidad censuras, admoniciones y reproches; sin embargo, nunca he olvidado la expresión de Azucena, allí al pie de la escalera, mirándonos a todos con aquellos ojos sorprendidos, y preguntándose, creo yo, si no estarían locos todos los adultos.





    * * *



Tío Luis le prohibió terminantemente a Rosa volver a verse con Gabriel Mendoza, y también le prohibió salir de casa, ni de día ni de noche. Ni siquiera le estaría permitido utilizar el teléfono. En resumen: Rosa permanecería enclaustrada en Villa Candelaria hasta que, después del verano, viajara a Madrid para estudiar Arquitectura.

Yo estaba muy perplejo. Tío Luis me había parecido siempre un hombre afable y comprensivo, incluso un poco calzonazos; y de repente, se había transformado en una especie de padre del siglo diecinueve, despótico e intolerante. Supongo que aquel insólito cambio de carácter se debía al rencor que mi tío le profesaba a los Mendoza. Pero, ¿cómo era posible tanto odio?

Fuera como fuese, una nube tormentosa se había instalado en Villa Candelaria. Rosa pasaba la mayor parte del tiempo en su cuarto, aunque a veces bajaba al salón para dibujar junto al mirador. Imagino que estaba muy triste, aunque no lo demostraba. Tía Adela, por su parte, no decía nada; únicamente de cuando en cuando musitaba: «¡Ay, Señor, Señor!...», y suspiraba lánguidamente. Tío Luis se mantenía encerrado en su taller, pero ocasionalmente salía de su refugio y deambulaba por la casa con aire reconcentrado, las manos entrelazadas a la espalda y la mirada sombría. En cuanto a Violeta y Margarita, no se apartaron ni un momento de Rosa. Se encerraban con ella en su cuarto, o le servían de modelos para sus dibujos, o jugaban a las cartas y al ajedrez, o charlaban con ella en voz baja. Incluso Azucena le mostraba su apoyo sentándose en el suelo a su lado, sin decir nada, pero solidarizándose con ella a base de pura proximidad.

De repente, mis cuatro primas habían hecho una piña, como si los problemas de una de ellas afectaran por igual a las demás. Y yo, de nuevo, volví a preguntarme si mi hermano y yo podríamos llegar alguna vez a estar tan unidos; pero me dije que probablemente no, al menos no de aquel modo tan incondicional, por la simple razón de que éramos hombres y, por tanto, lo suficientemente estúpidos para no permitirnos mostrar ni un ápice de debilidad.

Como Violeta pasaba la mayoría del tiempo con osa, la exploración del desván se vio bruscamente interrumpida, y yo me quedé sin nada que nacer ni nadie con quien hacerlo. Para colmo, comenzó a llover otra vez, de modo que ni siquiera podía ir a la playa, así que me pasaba los días leyendo, escuchando la radio o paseando solo. Además, el ambiente en Villa Candelaria era cada vez más tenso, sobre todo durante las comidas y las cenas, cuando nos reuníamos en torno a la mesa y nadie hablaba. De un lado estaban Rosa y sus hermanas; del otro, tío Luis, y en medio tía Adela, que no se decantaba por ningún bando. Yo sólo era un convidado de piedra sin voz ni voto.

Fue durante una cena, tres días después de la visita de don Germán, cuando por fin comprendí las razones del comportamiento de tío Luis. Al acabar el segundo plato, sin esperar el postre, Rosa se incorporó y le dijo a su madre:

Estoy cansada, mamá. Me voy a mi cuarto.

Tía Adela se despidió de ella y luego musitó un quedo «¡Ay, Señor, Señor!...», seguido de un largo suspiro. Tío Luis torció el gesto y fingió concentrarse en el melocotón que estaba pelando. Tras un sepulcral silencio, Margarita dijo:

¿Hasta cuándo va a durar esto, papá?

Mi tío siguió pelando la fruta, sin levantar la mirada.

¿Hasta cuando va a durar el qué? –preguntó.

Tu intolerancia –replicó Margarita–. No tienes derecho a tratar así a Rosa.

Creí que tío Luis iba a explotar de nuevo, pero en vez de ello repuso en voz baja:

Soy su padre. Ése es mi derecho.

Pues no basta. Rosa no es de tu propiedad, papá, no es un perro al que puedas encerrar en casa para castigarle. ¡Y todo por algo que sucedió cuando ninguno de nosotros había nacido! Es increíble... No, es medieval. parece mentira el follón que están montando por unas puñeteras batallitas familiares del siglo pasado.

Sobrevino un pesado silencio. Violeta mantenía la vista fija en el mantel. Azucena miraba alternativamente a Margarita y a su padre, como si presenciara el desarrollo de un partido de tenis, y tía Adela se agitaba en su silla supongo que dudando entre levantarse y decir algo, o seguir sentada y no abrir la boca. Al cabo de unos segundos, en voz muy baja, tío Luis preguntó:

¿Has acabado ya?

Margarita exhaló una bocanada de aire.

Sí, no vale de nada seguir hablando.

Te equivocas –replicó él–: siempre vale la pena hablar –hizo una pausa–. Supongo que a ti la única batalla que te importa es la del proletariado liberándose del yugo capitalista, y que las «batallitas» familiares te traen sin cuidado. Pues lo siento, pero te voy a contar una de esas «batallitas» –dejó el melocotón, sin probarlo, sobre el plato y se limpió las manos con la servilleta; luego, miró fijamente a su hija y prosiguió–: Durante la Guerra, cuando los franquistas se hicieron con el poder en el Norte de España, los Mendoza difundieron un montón de calumnias sobre mi padre. Le acusaron de colaborar con los «rojos», de traicionar la causa del Alzamiento Nacional, de dedicarse al estraperlo... En resumen, mi padre, tu abuelo, no sólo perdió todo lo que tenía, sino que además pasó dos años en prisión. Cuando finalmente regresó a casa, era un hombre acabado. Yo sólo tenía catorce años, pero recuerdo muy bien su amargura y su tristeza, sus largos silencios y su mirada de hombre derrotado. Mi madre murió en el cuarenta y cuatro, y él la siguió seis años después, a finales de 1950, poco antes de que naciese Rosa. Los médicos dijeron que lo mató una crisis cardíaca, pero yo creo que se murió de pena.

Las palabras de tío Luis quedaron suspendidas en el aire. Un trueno retumbó en la distancia.

Eso ocurrió hace mucho tiempo, papá –repuso Margarita en voz baja.

Puede que sí, pero no es una simple anécdota, ni una historia de la guerra como otras tantas. yo estaba allí, yo sufrí en mis propias carnes las intrigas de los Mendoza, yo fui testigo de lo que esa gentuza les hizo a mis padres. ¿ ahora quieres que acepte de buen grado que una de mis hijas salga con uno de ellos? ¿Pretendes que lo olvide todo y acoja en mi casa a un miembro de la familia que arruinó la vida de mis padres? ¿Es eso lo que, según tú, debería hacer?

Tranquilízate, Luis –musitó mi tía.

Estoy muy tranquilo, Adela –tío Luis dejó la servilleta sobre la mesa, se incorporó y, antes de abandonar el comedor, le dijo a su hija–: Mientras yo viva, no consentiré que nadie de mi familia tenga la menor relación con un Mendoza. Eso es definitivo, y ésta es la última vez que discuto este asunto.

Fueron muchas las cosas que aprendí durante mi estancia en Villa Candelaria, pero esa noche, durante aquella discusión de sobremesa, comprendí algo que luego, a lo largo de la vida, me ha sido de gran utilidad para entender a las personas. Resultaba fácil considerar a tío Luis el malo de la película; a fin de cuentas, era él quien se comportaba de forma intolerante, como un padre despótico y cruel. Sin embargo, tío Luis tenía sus razones para actuar de ese modo; unas razones equivocadas, pero poderosas. Y eso es lo que aprendí, que siempre hay una causa para lo que hacemos, que todos tenemos nuestros motivos.



* * *



Al día siguiente, por la mañana, justo cuando acababa de vestirme, Rosa se presentó en mi dormitorio.

¿Puedes venir un momento, Javier? –me preguntó.

La seguí a su cuarto; allí estaban también Violeta y Margarita. Rosa cerró la puerta y me invitó a sentarme sobre la cama.

Creo que ya sabes lo que está pasando –me dijo.

Asentí con un cabeceo y ella prosiguió:

Hace año y medio, un amigo común me presentó a Gabriel Mendoza, aunque ya nos conocíamos de vista. Gabriel estudia Arquitectura en Madrid, así que estuvimos un rato charlando sobre la carrera. A partir de entonces, coincidimos varias veces y, casi sin darnos cuenta, comenzamos a salir. Siempre a escondidas, claro; aunque como él vive en Madrid, sólo podíamos vernos algunos fines de semana y en vacaciones. A pesar de todo, y aunque suene cursi decirlo, Gabriel y yo nos hemos enamorado –hizo una pausa y añadió–: Gabriel es... Espera, te enseñaré una foto.

Rosa se aproximó a un pequeño escritorio situado junto al ventanal, sacó una fotografía del interior de un cajón y me la mostró. Supongo que yo esperaba ver al típico pijo engominado, pero en vez de ello me encontré con el retrato de un joven de unos veinte años, con barba, pelo revuelto y gafas de miope, un tipo de aspecto simpático.

No se parece nada a su padre –prosiguió Rosa–. Gabriel es amable, y atento, y tiene mucho sentido del humor. Si le conocieras, estoy segura de que te caería muy bien.

Contemplé la foto y luego miré a mi prima sin saber qué decir. ¿Por qué me contaba Rosa todo aquello?

Quiero pedirte un favor, Javier –dijo ella, adivinando mi desconcierto; cogió un sobre que descansaba encima del escritorio y agregó–: Gabriel estará hoy por la tarde en el bar del Casino. ¿Te importaría llevarle esta carta?

La verdad es que me hacía muy poca gracia enredarme en aquel asunto; no quería ni pensar en lo que sucedería si tío Luis se enteraba de mi intervención. Alcé las cejas y, con una muda pregunta en los ojos, volví la mirada hacia Violeta y Margarita.

Nosotras no podemos hacerlo –dijo Violeta.

El fascista de don Germán tiene a su hijo vigilado por un detective –añadió Margarita–, y el maldito sicario nos reconocería.

Pero a ti no te conoce –concluyó Violeta–, así que debes ser tú quien le lleve la carta a Gabriel.

Margarita, con aire un poco aburrido, se quitó las gafas y comenzó a limpiar los cristales. Violeta me contempló fijamente, con gravedad, como un oficial esperando que un soldado se presente voluntario para una peligrosa misión. Rosa sonrió; era tan guapa y parecía tan desvalida...

Vale, lo haré –acepté con un suspiro.

Y tendí la mano para coger el sobre que me ofrecía mi prima mayor.





* * *



Llovía a mares cuando llegué al bar del Casino. Eran las siete de la tarde y el local estaba lleno de clientes, pero no tardé en distinguir a Gabriel Mendoza sentado a una de las mesas, frente a un vaso de cerveza. Cerré el paraguas, me aproximé a él y me presenté.

Así que tú eres el famoso primo de Madrid –Gabriel se incorporó y me estrechó la mano–. Rosa me ha hablado mucho de ti. ¿Quieres tomar algo?

Sí, una...

Iba a decir una Coca–Cola, pero Gabriel, sin dejarme terminar la frase, se volvió hacia un camarero y le pidió dos cervezas.

¿Cómo está Rosa? –me preguntó cuando nos sentamos.

Bien... Bueno, su padre no la deja salir de casa.

Ya, ya lo sé; ni siquiera le permite hablar por teléfono. ¿Te ha dado ella algo para mí?

Asentí y le entregué el sobre. Gabriel lo rasgó con nerviosismo, desdobló la carta y se puso a leerla. Creo que la leyó tres veces consecutivas; entre tanto, el camarero trajo nuestras bebidas. A mí no me gustaba mucho la cerveza –demasiado amarga–, pero tenía sed y le di unos sorbos. Mientras lo hacía, contemplaba disimuladamente al novio de mi prima.

Gabriel Mendoza no se ajustaba en lo más mínimo a la imagen estereotipada de un hijo de millonarios. Era alto y delgado, supongo que bien parecido, aunque un tanto desgarbado; bajo las gafas de miope, que le empequeñecían un poco los ojos, una barba castaña y bastante descuidada le cubría por entero el mentón. Vestía una camisa de algodón y unos vaqueros más bien raídos. Luego descubrí que a veces, al hablar, tartamudeaba un poquito, como si se le trabucasen las palabras. El típico tic, pensé, que suele enternecer el corazón de las chicas. En conjunto, tenía mucho más aspecto de estudiante de izquierdas que de millonario.

Tras leer y releer la carta durante cinco largos minutos, Gabriel la guardó en el sobre, perdió la mirada, suspiró, se bebió la cerveza de un trago y le pidió otra ronda al camarero. Luego, se volvió hacia mí y, con un nuevo suspiro, me dijo:

Tu prima es maravillosa.

No supe qué contestar, así que farfullé algo ininteligible.

Lo malo es que nos hemos visto muy poco –prosiguió Gabriel–. Yo estudio en la Politécnica de Madrid, ¿sabes?, en la Escuela de Arquitectura; acabo de terminar el segundo curso. Rosa iba a matricularse en la Escuela este otoño, y por fin podríamos estar juntos todo el tiempo, pero...

Se interrumpió al llegar el camarero con dos nuevas cervezas. La bebida se me acumulaba, así que comencé a beber más deprisa.

Escucha –prosiguió Gabriel–, quiero que le digas algo a Rosa. Dile que mi padre está que echa chispas. Se ha enterado de que ella también iba a estudiar en Madrid, y ahora está empeñado en que yo deje la Politécnica y me matricule en no sé qué universidad norteamericana. ¿Se lo dirás?

Claro... ¿Y tú qué vas a hacer? Me refiero a lo de irte a Estados Unidos.

Gabriel me miró con impotencia.

Y yo qué sé... –musitó–. Mi padre es más terco que una mula.

¿Por qué no hablas con él?

Hemos hablado mil veces y no ha servido de nada –apuró la cerveza y, con un gesto, le pidió al camarero otra ronda–. Mi padre odia a muerte a los Obregón –prosiguió–. ¿Conoces la historia de Beatriz y el collar de compromiso?

Las Lágrimas de Shiva, sí –asentí mientras daba cuenta a toda prisa de mi primera cerveza.

Pues yo creo que lo que cabreó tanto a mi familia no fue el robo del collar, sino que una Obregón osase dejar plantado a un Mendoza al pie del altar. Se lo tomaron como un insulto y así han seguido durante setenta años, que se dice pronto. Para mi padre es una cuestión personal, como si el novio desairado hubiera sido él –hizo un gesto de resignación–. Si se empeña en que me vaya a Estados Unidos, no tendré más remedio que irme.

¿Por qué no te enfrentas a él?

Gabriel sonrió con amargura.

Tú no conoces a mi padre –repuso–. Es una fiera. Si se me ocurriera desobedecerle... En fin, no sé lo que haría. Desollarme vivo, probablemente –sacudió la cabeza–. ¿Sabes que ha contratado a un detective para que me siga? –señaló hacia la barra del bar–. ¿Ves a ese tipo calvo y con gabardina, el que simula leer un periódico?... Pues es mi Humphrey Bogart particular. Me sigue a todas partes, como un perro faldero.

Alzó una mano y saludó al tipo de la barra; éste apartó la mirada, azorado, y fingió concentrarse en la lectura del diario.

No es preciso relatar con detalle cómo se desarrolló el resto del encuentro. Gabriel se enredó en una larga charla –monólogo más bien– sobre su padre, sobre Rosa y sobre la absurda rivalidad que enfrentaba a las dos familias. Y, mientras hablaba, no dejaba de beber cerveza, y de pedir nuevas rondas; y yo, lo confieso, seguí su ritmo de bebida con creciente entusiasmo. En resumen, al cabo de una hora estábamos borrachos: él, un poco yo, como una cuba.

A partir de entonces no recuerdo muy bien cómo se desarrollaron los acontecimientos. En algún momento, Gabriel se aproximó al detective y le invitó a sentarse con nosotros. El pobre hombre parecía muy cohibido, al menos al principio; pero luego, conforme la cerveza le hacía efecto, se fue mostrando cada vez más desinhibido. Al cabo de un par de horas, tras consumir no sé cuántas cervezas y escuchar varias veces las penas amorosas de Gabriel, el detective, embriagado de solidaridad etílica, comenzó a maldecir su oficio y juró que abandonaría el caso al día siguiente. Entonces Gabriel intentó convencerle de que no lo hiciera, asegurándole que no era culpa suya, y que, si un detective había de seguirle, prefería que fuera él. En fin, la conversación se volvió un poco absurda, aunque justo es reconocer que aquel sabueso resultó ser un hombre muy simpático.

Regresé a Villa Candelaria pasadas las diez y media de la noche, empapado (me había olvidado el paraguas) y haciendo eses. Intenté introducir la llave en la cerradura, pero la tarea resultó más compleja de lo que cabe suponer, entre otras cosas porque yo veía doble y el jardín no paraba de dar vueltas. El caso es que debí de hacer más ruido de lo que pensaba, porque la puerta se abrió repentinamente, y allí estaba Margarita, mirándome con ironía.

Vaya cogorza que llevas, primito –se limitó a decir.

Intenté contestar algo, pero Margarita me cogió de un brazo, me condujo a mi habitación, me sentó en la cama, desapareció como por ensalmo y regresó unos minutos después en compañía de Rosa y Violeta.

Le he contado a mis padres que te ha sentado mal algo que has comido –dijo Margarita–, que no quieres cenar y que te vas a la cama de cabeza, así que no hagas mucho ruido.

Violeta no dijo nada, pero jamás he vista tanta reprobación en una mirada. Rosa se aproximó a mí y me miró con preocupación.

¿Estás bien, Javier? –preguntó.

Claro que sí... –mascullé; tenía la lengua como de trapo–, estoy ferpec..., prefec..., de puta madre...

¿Has visto a Gabriel?

Sí... –sonreí tontamente–. Tu novio es un tío fenomenal, ¿sabes?

¿Le diste mi carta?

Claro.

¿Y qué dijo?

Fruncí el ceño e hice memoria. Gabriel me había dicho muchas cosas, demasiadas para recordarlas todas; sin embargo, tras un prolongado esfuerzo, un tenue rayo de luz logró quebrar la tinieblas que oscurecían mi cerebro.

¡Ah, sí! –exclamé–. Me pidió que te contara algo... Dijo que ya no podréis estar juntos en Madrid el curso que viene, porque... ¿Cómo era?... Ah sí, porque su padre le manda a estudiar a Estados Unidos... También dijo que te quiere mucho...

Rosa se quedó demudada, como si le hubiera pegado una bofetada. De repente, los ojos se le llenaron de lágrimas, dio media vuelta y salió del cuarto a toda prisa. Margarita sacudió la cabeza y fue tras ella. Violeta, por su parte, se quedó mirándome como si yo fuera un vampiro que acabara de chuparle la sangre a una desvalida doncella.

¿Qué pasa? –pregunté, desconcertado–. ¿Qué he hecho?...

¿No te da vergüenza? –me espetó–. Llegas tarde, estás borracho y... ¿Cómo se te ocurre decirle eso a Rosa, así, de sopetón? Eres un bruto sin una pizca de sensibilidad, eres...

Violeta dedicó los siguientes minutos, y todo su entusiasmo, a ponerme a bajar de un burro, aunque lo cierto es que no recuerdo casi nada de lo que me dijo; entre otras cosas porque en algún momento de la bronca me quedé profundamente dormido.





* * *



Desperté de madrugada, bruscamente, sintiéndome mal. Estaba muy mareado, así que tuve que ir a toda prisa al cuarto de baño para vomitar. El resto de la noche fue un constante ir y venir de la cama al baño y viceversa, pues a causa de la mucha cerveza que había bebido no cesaba de orinar.

Me levanté pronto, aunque mi estado no podía ser más deplorable; me dolía la cabeza, notaba la boca pastosa y tenía el estómago revuelto. Cuando bajé a desayunar coincidí en la cocina con doña Ramona, la asistenta.

Qué mala cara tienes, Javieruco: ¿estás enfermo? –Ramona se acercó a mí, me observó con detenimiento y exclamó–: ¡Qué enfermo ni qué narices! ¡Lo que tú tienes es una resaca de aúpa!

Al alzar ella la voz, sentí como si me hincaran un clavo entre los ojos. Afortunadamente, doña amona procedió acto seguido a aliviar mis males con maternal diligencia, dándome aspirinas y sal de frutas, y preparándome dos tazas de café muy cargado. Media hora más tarde, cuando me sentí algo mejor, regresé al segundo piso. Al atravesar el pasillo escuché hablar a mis primas en el dormitorio de Rosa, y a punto estuve de entrar, pero entonces recordé el vergonzoso episodio de la noche anterior y al instante cambié de idea.

No tenía ganas de ver a nadie, ni de quedarme en casa, pero seguía lloviendo y no podía salir, así que pasé un rato en mi cuarto, sintiéndome enfermo y un poco deprimido. Al cabo de casi una hora, harto de las cuatro paredes del dormitorio, y tras asegurarme de que no había nadie por los alrededores, me dirigí a toda prisa a la biblioteca. Estuve unos minutos revolviendo entre los libros, hasta que encontré un ejemplar de La guerra de los mundos, de H.G.Wells. Ya lo había leído, pero se trataba de una edición ilustrada de los años veinte, muy curiosa, de modo que me senté en una silla y comencé a hojearlo.

Pero todavía me dolía la cabeza y no lograba concentrarme. Al poco, mientras mis pensamientos divagaban sin rumbo fijo, aparté la mirada de las páginas del libro y la centré en el retrato de Beatriz Obregón.

Hacía días que no me acordaba de ella. Pero ahí estaba, con la mirada triste y las Lágrimas de Shiva en torno a su cuello. ¿Qué le había ocurrido a aquella mujer? Si Violeta tenía razón, intentó huir de España en el Savanna y la tripulación la asesinó para robarle las Lágrimas. Pero, ¿qué fue del collar? Los piratas del Savanna debieron de venderlo en algún lugar de América o Europa, supuse, o quizá lo desmontaron, fundieron el oro y vendieron las esmeraldas y los diamantes por separado. En cualquier caso, las Lágrimas de Shiva se habían perdido para siempre.

Entonces pensé algo: dicen que el aleteo de una mariposa en Tokio puede, por un prodigioso efecto multiplicador, provocar un huracán en Florida. Pues eso mismo había ocurrido con la desaparición del collar. Al robarlo, Beatriz causó la enemistad entre su familia y los Mendoza, lo que provocó la ruina de los Obregón durante la Guerra Civil. Y ahora, aquel mismo robo se interponía entre Rosa y Gabriel.

Abstraído en mis pensamientos, casi ni me di cuenta de que Ramona entraba en la biblioteca y comenzaba a quitar el polvo de los anaqueles abarrotados de libros.

¿Qué tal estás, Javierico? –me preguntó.

Mejor, gracias... –contesté, con la mirada fija en el retrato de Beatriz.

Doña Ramona le echó un vistazo al cuadro y comentó:

La señorita Beatriz era muy guapa, ¿verdad?

Miré a la asistenta de soslayo.

¿Sabe usted quién era Beatriz Obregón? –pregunté.

Claro, dejó plantado a un Mendoza en el altar y robó un collar muy caro; ése mismo que lleva en el cuadro. Todavía se cuentan chismes sobre ella. Además, doña Amalia suele hablarme de la señorita Beatriz. La apreciaba mucho.

Me froté los ojos con el índice y el pulgar; todavía me dolía la cabeza... De repente, di un bote sobre el asiento. ¿Qué había dicho la asistenta?

¿Qué ha dicho, Ramona?

¿Cómo?

Me contaba que alguien le habló de Beatriz Obregón, ¿quién?

Doña Amalia. Amalia. El mismo nombre que apareció escrito en el vaho del espejo. Me puse en pie tan bruscamente que tiré al suelo el libro de Wells. Ramona dejó de limpiar el polvo.

¿Te pasa algo, Javieruco? Estás como la cera...

¿Quién es doña Amalia? –pregunté con un hilo de voz.

Pues Amalia Bareyo. Trabajó de criada en esta casa hace un montón de años. ¿Pero qué...?

Un momento –la interrumpí–. ¿Amalia Bareyo conoció a Beatriz Obregón?

Ya te he dicho que trabajço aquí; era su doncella.

¿Y usted conoció a Amalia?

Pues claro, es vecina mía desde hace no sé cuánto tiempo. Me la encuentro muchas veces por la calle, o en la iglesia.

Me quedé con la boca abierta y los ojos como platos.

¿Quiere..., quiere decir que aún vive? –musité.

Y como una rosa que está. Debe de tener casi noventa años y todavía se vale por sí misma. Vive con una hija suya, pero bja al mercado ella sola, y se hace la comida, y más de una vez la he pillado tomándose un vinito a escondidas en el bar de la esquina. Como una rosa, ya te digo. Bueno, anda un poco sorda, y a veces se le va la cabeza, pero...

Dejé de prestar atención. De repente, la resaca se había esfumado y me sentía como flotando en una nube.

No se mueva de aquí, Ramona –dije, interrumpiendo su perorata sobre la buena salud de Amalia Bareyo–. Siga a lo suyo, pero no se vaya antes de que Violeta y yo hablemos con usted, ¿eh? Espérenos, que vuelvo en seguida.

Salí a la carrera de la biblioteca y fui en busca de Violeta. La encontré en la torre, sentada frente a la máquina de escribir.

Hombre –comentó con el ceño fruncido al verme entrar–, pero si está aquí mi primo el alcohólico.

Me aproximé a ella y alcé el índice de la mano derecha, justo delante de su nariz.

Vale –dije–. Estuve tomando unas cervezas con el novio de tu hermana y me pasé de la raya. Lo lamento. También siento mucho haberle hablado con tanta brusquedad a Rosa. Perdón, perdón y mil veces perdón. Pero, ¿quieres dejar de regañarme de una dichosa vez? Desde que he llegado a esta casa no has parado de echarme bronces. ¡Pareces mi madre! Vale ya, ¿no?

Violeta parpadeó varias veces y abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla y se me quedó mirando, un tanto confundida por mi súbito acceso de genio.

Y ahora que eso está aclarado –proseguí con más calma–, escúchame con mucha atención, porque te voy a contar algo increíble...

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