En
ocasiones, las matemáticas dejan de ser una ciencia abstracta para
convertirse en algo terriblemente concreto. El desván de Villa
Candelaria tenía doce metros de profundidad por diez de ancho y tres
de altura. En total, trescientos sesenta metros cúbicos abarrotados
de cachivaches. Si suponemos que cada metro cúbico contenía una
masa de treinta kilos –y que quedo corto–, el resultado final de
la ecuación era que nos enfrentábamos a once toneladas de trastos.
Sólo de pensarlo me sentía agotado.
Violeta
y yo nos pusimos manos a la obra al día siguiente. Por la mañana,
subimos a la planta superior, abrimos la puerta del desván y nos
quedamos mirando, con no poco desánimo, el desolador panorama que se
extendía ante nosotros. Allí había una montaña de trastos, un mar
de bártulos, generaciones y generaciones de objetos inútiles
acumulados a lo largo de más de cien años.
–Le
he dicho a mamá que íbamos a ordenar el desván –comentó
Violeta–. Debe de pensar que me he vuelto loca, pero no ha
protestado.
–Esto
es espantoso –musité abatido–. Nunca he visto tanto trasto
junto. ¿Por qué no lo dejamos correr?
–Venga,
no es para tanto –Violeta reflexionó con la mirada fija en el
interior del trastero–. Yo creo que las cosas se han ido acumulando
desde el fondo hacia la entrada.
–Y
como lo que buscamos tiene sesenta años de antigüedad –concluí
con desaliento–, debe de estar hacia el fondo. Así que primero
tendremos que mover todos los trastos que están delante.
–No
hará falta. Lo que vamos a hacer es sacar a la terraza los bultos
que hay en primera línea; luego, llevaremos las cosas del centro
hacia los lados y así haremos una especie de pasillo –sonrió con
exagerado optimismo–. Venga, cuanto antes empecemos, antes
acabaremos. Ya verás como es fácil.
No,
no fue fácil; fue difícil. y muy cansado, mucho. Al acabar el día,
tras horas de esforzado trabajo, apenas habíamos conseguido
desplazar una ínfima parte de los bártulos que atestaban el desván,
y ya estábamos hechos polvo. Aún recuerdo con horror las dolorosas
agujetas que sufrí durante los primeros días de trabajo, y los
callos que me salieron en las manos de tanto trasladas bultos, pero
no desfallecí. Y si no lo hice fue porque Violeta se esforzaba tanto
o más que yo, y en ningún momento la vi desanimarse o formular una
queja.
Yo
no le veía mucho sentido a lo que estábamos haciendo. Lo más
probable es que no hubiera nada de interés en el desván, pero...
Pero quizá sí, de modo que mantuve la boca cerrada y me dediqué
por entero a desplazar cajas, mover muebles rotos y amontonar
trastos, todo ello sin protestar, pero maldiciendo interiormente el
afán conservador de una familia que, a tenor de lo que podía verse
en el trastero, parecía desconocer por completo el uso de los cubos
de basura.
Entre
tanto, aunque nadie lo sospechaba, el desastre estaba a punto de
abatirse sobre Villa Candelaria. Pero antes de que esto ocurriera,
los astronautas que habían viajado a la Luna regresaron a la Tierra.
El jueves, veinticuatro de julio, la cápsula espacial amerizó en el
Pacífico y el portaaviones Hornet
recogió a sus tripulantes. Lo vi todo por televisión, sin más
compañía que la de mi tío.
A
decir verdad, nadie le había prestado mucha atención al televisor
de tío Luis. Salvo tío Luis. Desde que encendió el aparto por
primera vez, mi tío pareció obsesionarse. Se instalaba cada día
frente a la pantalla, y se tragaba impertérrito toda la
programación, incluso la carta de ajuste, cuyos círculos
segmentados le fascinaban como si fueran un mandala, una de esas
pinturas geométricas que usan los lamas tibetanos para meditar. Mi
tío se pasaba todo el día viendo la tele, sin decir una palabra, y
luego, al finalizar la emisión, se levantaba como un zombi del
asiento y se iba a su cuarto para iniciar de nuevo el proceso al día
siguiente.
Estaba
obsesionado, era evidente, pero nadie le dio mucha importancia. «A
veces se porta como un niño», comentó tía Adela; y añadió con
aire displicente: «Pronto se le pasará.» Estaba en lo cierto.
Aquella misma tarde, después de la retransmisión del amerizaje, tío
Luis parpadeó varias veces, muy rápido, igual que si despertara de
un trance, miró en derredor con extrañeza, me contempló como si me
viera por primera vez, tendió una temblorosa mano, apagó el
televisor y dijo en voz baja:
–Este
artefacto es diabólico, Javier. Te roba la voluntad... –se levantó
un poco vacilante, desenchufó el aparato, lo cogió entre sus brazos
y agregó–: He creado un monstruo y ahora debo destruirlo.
Acto
seguido, se dirigió al sótano y pasó el resto de la tarde
desmontando el aparato que él mismo había construido. Así concluyó
la breve experiencia televisiva de la familia Obregón.
*
* *
Poco
a poco, conforme pasaban los días, Violeta y yo fuimos avanzando en
nuestra exploración del desván. Habíamos despejado una franja de
más o menos seis metros de longitud, formando en el centro del
trastero un pasillo jalonado de bártulos, pero aún quedaba otro
tanto para alcanzar el fondo.
Era
un trabajo juro. Nos dolían los músculos de tanto cargar trastos y
no parábamos de toser a causa del polvo que saturaba el aire. No
obstante, había algo casi mágico en aquella tarea. A medida que
avanzábamos hacia el fondo del trastero, parecíamos retroceder en
el tiempo. Encontré pilas de revistas de los años cincuenta, y más
tarde álbumes fotográficos de los cuarenta, una máscara de gas,
vestigio de la Guerra Civil, y más adelante, un cajón con juguetes
de hojalata que, probablemente, pertenecieron a tío Luis. En cierto
modo, aquello era como una excavación arqueológica, con la única
diferencia de que los estratos temporales no se sucedían en sentido
vertical y hacia abajo, sino horizontal y hacia el fondo.
Gracias
a las fechas de las revistas, los periódicos o las cartas que
encontrábamos, podíamos determinar con cierta precisión la época
que habíamos alcanzado en nuestro avance. Y fue al llegar al
«estrato» correspondiente a los años treinta cuando la paz de
Villa Candelaria se vio sacudida por un inesperado incidente.
*
* *
El
sábado, Violeta y yo comenzamos a trabajar en el desván desde muy
temprano. A media mañana, mientras nos esforzábamos en apartar una
alacena rota –y muy pesada–, mi prima alzó de repente la cabeza
y desvió la mirada, como si algo le hubiera llamado la atención.
–¿Has
oído? –preguntó.
–¿El
qué?
–Me
ha parecido que alguien gritaba.
–Pues
yo no he oído nada...
Violeta
me interrumpió con un ademán y ambos nos quedamos en silencio, con
los oídos atentos. Al cabo de unos segundos, percibí el lejano
sonido de unas voces que parecían proceder del interior de Villa
Candelaria. En efecto: alguien gritaba.
–Voy
a ver qué pasa –dijo mi prima–. Espérame aquí, volveré en
seguida.
Violeta
echó a andar hacia la salida y yo me senté sobre una caja de
madera. A mi lado había una pila de periódicos viejos. Cogí uno y
comencé a ojearlo. Era un ejemplar del Ahora
de 1935, con las amarillentas y quebradizas hojas llenas de noticias
curiosas: «La espía rusa Olga Moskovies ha sido expulsada de
territorio portugués», «Wiley Post fracasa en su cuarto intento de
vuelo subestratosférico transcontinental», «Se ha producido un
grave conflicto entre los nazis y los cascos de acero de Munich»,
por no mencionar los siete goles que le había metido el Real Madrid
al Betis en un partido amistoso. También eran divertidos los
anuncios: «HERNIA. No lleve usted más braguero.», «Limonada Ideal
del Dr. Campoy. El mejor purgante», «Vigor sexual Koch. Enviamos
discretamente», «Hotel Bristol. Habitación con baño 6 pesetas».
Al
cabo de unos minutos, tras haber hojeado un buen montón de
periódicos viejos, comencé a preguntarme dónde se había metido
Violeta. De cuando en cuando, aún escuchaba en la lejanía alguna
que otra voz, así que finalmente abandoné el desván y bajé al
segundo piso. Como Violeta no estaba en su cuarto, me encaminé a la
planta baja.
La
encontré en el vestíbulo, junto a Margarita y Azucena. Las tres
estaban escuchando las airadas voces que sonaban tras la puerta del
salón.
–¿Qué
pasa? –pregunté.
Margarita,
con la oreja pegada a la hoja de la puerta, me chistó para que
guardara silencio.
–Ha
venido don Germán –dijo Violeta en voz baja–. Está discutiendo
con papá.
–¿Quién
es don Germán?
–Germán
Mendoza. El padre del novio de Rosa; te hablé de él, ¿no te
acuerdas?
Asentí.
–Ya,
el ricachón estirado. ¿Y qué?
–¿Queréis
callaros? –nos instó Margarita–. No oigo nada.
Cerramos
la boca, pero, en vez de voces, escuchamos el taconeo de unos pasos
aproximándose. Margarita logró apartarse justo en el momento en que
la puerta del salón se abría bruscamente, dando paso a un hombre de
mediana edad, grueso y con el rostro congestionado. Le seguía tío
Luis, muy serio. Don Germán abrió la puerta de salida y se volvió
hacia mi tío.
–Ate
corto a su hija, señor Obregón –le dijo con aspereza–. Átela
muy corto.
–Y
usted mantenga a su hijo alejado de mi familia –replicó tío Luis.
Sobrevino
un tenso silencio.
–Al
menos –dijo al fin don Germán –en eso estamos de acuerdo.
–No
lo dude.
Don
Germán alzó el mentón con altivez y, sin despedirse, abandonó la
casa. Fuera le esperaba un Mercedes con chófer. Tío Luis cerró la
puerta, respiró hondo y se volvió hacia sus hijas.
–¿Dónde
está Rosa? –preguntó en tono gélido.
–En
su cuarto –contestó Margarita–. Pero si quieres mi opinión,
papá...
–No,
no quiero tu opinión –la interrumpió tío Luis–. Vosotras lo
sabíais, ¿verdad? Sabíais que Rosa estaba viéndose con Gabriel
Mendoza, aunque yo se lo había prohibido. no me dijisteis nada.
–Escucha,
papá –insistió Margarita–, estás siendo muy injus...
–¡Basta!
–exclamó tío Luis alzando las manos–. ¡No quiero oír ni una
palabra más!
Dicho
esto, echó a andar escaleras arriba en dirección al dormitorio de
Rosa. Jamás le había visto tan enfadado.
–¿Y
mamá? –preguntó Violeta.
–En
la cocina –contestó Margarita–. Ya sabes lo poco que le gustan
estas cosas.
–¿Os
importaría decirme qué está pasando? –pregunté.
–Don
Germán –me informó Violeta– se ha enterado de que su hijo y
Rosa siguen viéndose.
–¿Sabes cómo se ha enterado? –terció Margarita–. Porque contrató
un detective para que siguiera a su hijo. ¡Un detective! Ese hombre
está enfermo.
–Don
Germán se ha presentado en casa hecho una furia –prosiguió
Violeta–. Y ya has visto cómo se ha puesto papá.
Como
si los hechos quisieran confirmar mis palabras, de pronto nos llegó
desde el segundo piso el sonido de un torrente de voces airadas. Tío
Luis le estaba echando una bronca tremenda a su hija mayor. Nos
congregamos al pie de las escaleras y, en silencio, seguimos el
desarrollo de aquel pequeño desastre.
No
recuerdo qué le dijo exactamente tío Luis a Rosa, pues su enfado
era tan grande que pasaban una y otra vez del grito al susurro,
combinando sin solución de continuidad censuras, admoniciones y
reproches; sin embargo, nunca he olvidado la expresión de Azucena,
allí al pie de la escalera, mirándonos a todos con aquellos ojos
sorprendidos, y preguntándose, creo yo, si no estarían locos todos
los adultos.
*
* *
Tío
Luis le prohibió terminantemente a Rosa volver a verse con Gabriel
Mendoza, y también le prohibió salir de casa, ni de día ni de
noche. Ni siquiera le estaría permitido utilizar el teléfono. En
resumen: Rosa permanecería enclaustrada en Villa Candelaria hasta
que, después del verano, viajara a Madrid para estudiar
Arquitectura.
Yo
estaba muy perplejo. Tío Luis me había parecido siempre un hombre
afable y comprensivo, incluso un poco calzonazos; y de repente, se
había transformado en una especie de padre del siglo diecinueve,
despótico e intolerante. Supongo que aquel insólito cambio de
carácter se debía al rencor que mi tío le profesaba a los Mendoza.
Pero, ¿cómo era posible tanto odio?
Fuera
como fuese, una nube tormentosa se había instalado en Villa
Candelaria. Rosa pasaba la mayor parte del tiempo en su cuarto,
aunque a veces bajaba al salón para dibujar junto al mirador.
Imagino que estaba muy triste, aunque no lo demostraba. Tía Adela,
por su parte, no decía nada; únicamente de cuando en cuando
musitaba: «¡Ay, Señor, Señor!...», y suspiraba lánguidamente.
Tío Luis se mantenía encerrado en su taller, pero ocasionalmente
salía de su refugio y deambulaba por la casa con aire reconcentrado,
las manos entrelazadas a la espalda y la mirada sombría. En cuanto a
Violeta y Margarita, no se apartaron ni un momento de Rosa. Se
encerraban con ella en su cuarto, o le servían de modelos para sus
dibujos, o jugaban a las cartas y al ajedrez, o charlaban con ella en
voz baja. Incluso Azucena le mostraba su apoyo sentándose en el
suelo a su lado, sin decir nada, pero solidarizándose con ella a
base de pura proximidad.
De
repente, mis cuatro primas habían hecho una piña, como si los
problemas de una de ellas afectaran por igual a las demás. Y yo, de
nuevo, volví a preguntarme si mi hermano y yo podríamos llegar
alguna vez a estar tan unidos; pero me dije que probablemente no, al
menos no de aquel modo tan incondicional, por la simple razón de que
éramos hombres y, por tanto, lo suficientemente estúpidos para no
permitirnos mostrar ni un ápice de debilidad.
Como
Violeta pasaba la mayoría del tiempo con osa, la exploración del
desván se vio bruscamente interrumpida, y yo me quedé sin nada que
nacer ni nadie con quien hacerlo. Para colmo, comenzó a llover otra
vez, de modo que ni siquiera podía ir a la playa, así que me pasaba
los días leyendo, escuchando la radio o paseando solo. Además, el
ambiente en Villa Candelaria era cada vez más tenso, sobre todo
durante las comidas y las cenas, cuando nos reuníamos en torno a la
mesa y nadie hablaba. De un lado estaban Rosa y sus hermanas; del
otro, tío Luis, y en medio tía Adela, que no se decantaba por
ningún bando. Yo sólo era un convidado de piedra sin voz ni voto.
Fue
durante una cena, tres días después de la visita de don Germán,
cuando por fin comprendí las razones del comportamiento de tío
Luis. Al acabar el segundo plato, sin esperar el postre, Rosa se
incorporó y le dijo a su madre:
–Estoy
cansada, mamá. Me voy a mi cuarto.
Tía
Adela se despidió de ella y luego musitó un quedo «¡Ay, Señor,
Señor!...», seguido de un largo suspiro. Tío Luis torció el gesto
y fingió concentrarse en el melocotón que estaba pelando. Tras un
sepulcral silencio, Margarita dijo:
–¿Hasta
cuándo va a durar esto, papá?
Mi
tío siguió pelando la fruta, sin levantar la mirada.
–¿Hasta
cuando va a durar el qué? –preguntó.
–Tu
intolerancia –replicó Margarita–. No tienes derecho a tratar así
a Rosa.
Creí
que tío Luis iba a explotar de nuevo, pero en vez de ello repuso en
voz baja:
–Soy
su padre. Ése es mi derecho.
–Pues
no basta. Rosa no es de tu propiedad, papá, no es un perro al que
puedas encerrar en casa para castigarle. ¡Y todo por algo que
sucedió cuando ninguno de nosotros había nacido! Es increíble...
No, es medieval. parece mentira el follón que están montando por
unas puñeteras batallitas familiares del siglo pasado.
Sobrevino
un pesado silencio. Violeta mantenía la vista fija en el mantel.
Azucena miraba alternativamente a Margarita y a su padre, como si
presenciara el desarrollo de un partido de tenis, y tía Adela se
agitaba en su silla supongo que dudando entre levantarse y decir
algo, o seguir sentada y no abrir la boca. Al cabo de unos segundos,
en voz muy baja, tío Luis preguntó:
–¿Has
acabado ya?
Margarita
exhaló una bocanada de aire.
–Sí,
no vale de nada seguir hablando.
–Te
equivocas –replicó él–: siempre vale la pena hablar –hizo una
pausa–. Supongo que a ti la única batalla que te importa es la del
proletariado liberándose del yugo capitalista, y que las
«batallitas» familiares te traen sin cuidado. Pues lo siento, pero
te voy a contar una de esas «batallitas» –dejó el melocotón,
sin probarlo, sobre el plato y se limpió las manos con la
servilleta; luego, miró fijamente a su hija y prosiguió–: Durante
la Guerra, cuando los franquistas se hicieron con el poder en el
Norte de España, los Mendoza difundieron un montón de calumnias
sobre mi padre. Le acusaron de colaborar con los «rojos», de
traicionar la causa del Alzamiento Nacional, de dedicarse al
estraperlo... En resumen, mi padre, tu abuelo, no sólo perdió todo
lo que tenía, sino que además pasó dos años en prisión. Cuando
finalmente regresó a casa, era un hombre acabado. Yo sólo tenía
catorce años, pero recuerdo muy bien su amargura y su tristeza, sus
largos silencios y su mirada de hombre derrotado. Mi madre murió en
el cuarenta y cuatro, y él la siguió seis años después, a finales
de 1950, poco antes de que naciese Rosa. Los médicos dijeron que lo
mató una crisis cardíaca, pero yo creo que se murió de pena.
Las
palabras de tío Luis quedaron suspendidas en el aire. Un trueno
retumbó en la distancia.
–Eso
ocurrió hace mucho tiempo, papá –repuso Margarita en voz baja.
–Puede
que sí, pero no es una simple anécdota, ni una historia de la
guerra como otras tantas. yo estaba allí, yo sufrí en mis propias
carnes las intrigas de los Mendoza, yo fui testigo de lo que esa
gentuza les hizo a mis padres. ¿ ahora quieres que acepte de buen
grado que una de mis hijas salga con uno de ellos? ¿Pretendes que lo
olvide todo y acoja en mi casa a un miembro de la familia que arruinó
la vida de mis padres? ¿Es eso lo que, según tú, debería hacer?
–Tranquilízate,
Luis –musitó mi tía.
–Estoy
muy tranquilo, Adela –tío Luis dejó la servilleta sobre la mesa,
se incorporó y, antes de abandonar el comedor, le dijo a su hija–:
Mientras yo viva, no consentiré que nadie de mi familia tenga la
menor relación con un Mendoza. Eso es definitivo, y ésta es la
última vez que discuto este asunto.
Fueron
muchas las cosas que aprendí durante mi estancia en Villa
Candelaria, pero esa noche, durante aquella discusión de sobremesa,
comprendí algo que luego, a lo largo de la vida, me ha sido de gran
utilidad para entender a las personas. Resultaba fácil considerar a
tío Luis el malo de la película; a fin de cuentas, era él quien se
comportaba de forma intolerante, como un padre despótico y cruel.
Sin embargo, tío Luis tenía sus razones para actuar de ese modo;
unas razones equivocadas, pero poderosas. Y eso es lo que aprendí,
que siempre hay una causa para lo que hacemos, que todos tenemos
nuestros motivos.
*
* *
Al
día siguiente, por la mañana, justo cuando acababa de vestirme,
Rosa se presentó en mi dormitorio.
–¿Puedes
venir un momento, Javier? –me preguntó.
La
seguí a su cuarto; allí estaban también Violeta y Margarita. Rosa
cerró la puerta y me invitó a sentarme sobre la cama.
–Creo
que ya sabes lo que está pasando –me dijo.
Asentí
con un cabeceo y ella prosiguió:
–Hace
año y medio, un amigo común me presentó a Gabriel Mendoza, aunque
ya nos conocíamos de vista. Gabriel estudia Arquitectura en Madrid,
así que estuvimos un rato charlando sobre la carrera. A partir de
entonces, coincidimos varias veces y, casi sin darnos cuenta,
comenzamos a salir. Siempre a escondidas, claro; aunque como él vive
en Madrid, sólo podíamos vernos algunos fines de semana y en
vacaciones. A pesar de todo, y aunque suene cursi decirlo, Gabriel y
yo nos hemos enamorado –hizo una pausa y añadió–: Gabriel es...
Espera, te enseñaré una foto.
Rosa
se aproximó a un pequeño escritorio situado junto al ventanal, sacó
una fotografía del interior de un cajón y me la mostró. Supongo
que yo esperaba ver al típico pijo engominado, pero en vez de ello
me encontré con el retrato de un joven de unos veinte años, con
barba, pelo revuelto y gafas de miope, un tipo de aspecto simpático.
–No
se parece nada a su padre –prosiguió Rosa–. Gabriel es amable, y
atento, y tiene mucho sentido del humor. Si le conocieras, estoy
segura de que te caería muy bien.
Contemplé
la foto y luego miré a mi prima sin saber qué decir. ¿Por qué me
contaba Rosa todo aquello?
–Quiero
pedirte un favor, Javier –dijo ella, adivinando mi desconcierto;
cogió un sobre que descansaba encima del escritorio y agregó–:
Gabriel estará hoy por la tarde en el bar del Casino. ¿Te
importaría llevarle esta carta?
La
verdad es que me hacía muy poca gracia enredarme en aquel asunto; no
quería ni pensar en lo que sucedería si tío Luis se enteraba de mi
intervención. Alcé las cejas y, con una muda pregunta en los ojos,
volví la mirada hacia Violeta y Margarita.
–Nosotras
no podemos hacerlo –dijo Violeta.
–El
fascista de don Germán tiene a su hijo vigilado por un detective
–añadió Margarita–, y el maldito sicario nos reconocería.
–Pero
a ti no te conoce –concluyó Violeta–, así que debes ser tú
quien le lleve la carta a Gabriel.
Margarita,
con aire un poco aburrido, se quitó las gafas y comenzó a limpiar
los cristales. Violeta me contempló fijamente, con gravedad, como un
oficial esperando que un soldado se presente voluntario para una
peligrosa misión. Rosa sonrió; era tan guapa y parecía tan
desvalida...
–Vale,
lo haré –acepté con un suspiro.
Y
tendí la mano para coger el sobre que me ofrecía mi prima mayor.
*
* *
Llovía
a mares cuando llegué al bar del Casino. Eran las siete de la tarde y
el local estaba lleno de clientes, pero no tardé en distinguir a
Gabriel Mendoza sentado a una de las mesas, frente a un vaso de
cerveza. Cerré el paraguas, me aproximé a él y me presenté.
–Así
que tú eres el famoso primo de Madrid –Gabriel se incorporó y me
estrechó la mano–. Rosa me ha hablado mucho de ti. ¿Quieres tomar
algo?
–Sí,
una...
Iba
a decir una Coca–Cola, pero Gabriel, sin dejarme terminar la frase,
se volvió hacia un camarero y le pidió dos cervezas.
–¿Cómo
está Rosa? –me preguntó cuando nos sentamos.
–Bien...
Bueno, su padre no la deja salir de casa.
–Ya,
ya lo sé; ni siquiera le permite hablar por teléfono. ¿Te ha dado
ella algo para mí?
Asentí
y le entregué el sobre. Gabriel lo rasgó con nerviosismo, desdobló
la carta y se puso a leerla. Creo que la leyó tres veces
consecutivas; entre tanto, el camarero trajo nuestras bebidas. A mí
no me gustaba mucho la cerveza –demasiado amarga–, pero tenía
sed y le di unos sorbos. Mientras lo hacía, contemplaba
disimuladamente al novio de mi prima.
Gabriel
Mendoza no se ajustaba en lo más mínimo a la imagen estereotipada
de un hijo de millonarios. Era alto y delgado, supongo que bien
parecido, aunque un tanto desgarbado; bajo las gafas de miope, que le
empequeñecían un poco los ojos, una barba castaña y bastante
descuidada le cubría por entero el mentón. Vestía una camisa de
algodón y unos vaqueros más bien raídos. Luego descubrí que a
veces, al hablar, tartamudeaba un poquito, como si se le trabucasen
las palabras. El típico tic, pensé, que suele enternecer el corazón
de las chicas. En conjunto, tenía mucho más aspecto de estudiante
de izquierdas que de millonario.
Tras
leer y releer la carta durante cinco largos minutos, Gabriel la
guardó en el sobre, perdió la mirada, suspiró, se bebió la
cerveza de un trago y le pidió otra ronda al camarero. Luego, se
volvió hacia mí y, con un nuevo suspiro, me dijo:
–Tu
prima es maravillosa.
No
supe qué contestar, así que farfullé algo ininteligible.
–Lo
malo es que nos hemos visto muy poco –prosiguió Gabriel–. Yo
estudio en la Politécnica de Madrid, ¿sabes?, en la Escuela de
Arquitectura; acabo de terminar el segundo curso. Rosa iba a
matricularse en la Escuela este otoño, y por fin podríamos estar
juntos todo el tiempo, pero...
Se
interrumpió al llegar el camarero con dos nuevas cervezas. La bebida
se me acumulaba, así que comencé a beber más deprisa.
–Escucha
–prosiguió Gabriel–, quiero que le digas algo a Rosa. Dile que
mi padre está que echa chispas. Se ha enterado de que ella también
iba a estudiar en Madrid, y ahora está empeñado en que yo deje la
Politécnica y me matricule en no sé qué universidad
norteamericana. ¿Se lo dirás?
–Claro...
¿Y tú qué vas a hacer? Me refiero a lo de irte a Estados Unidos.
Gabriel
me miró con impotencia.
–Y
yo qué sé... –musitó–. Mi padre es más terco que una mula.
–¿Por
qué no hablas con él?
–Hemos
hablado mil veces y no ha servido de nada –apuró la cerveza y, con
un gesto, le pidió al camarero otra ronda–. Mi padre odia a muerte
a los Obregón –prosiguió–. ¿Conoces la historia de Beatriz y
el collar de compromiso?
–Las
Lágrimas de Shiva, sí –asentí mientras daba cuenta a toda prisa
de mi primera cerveza.
–Pues
yo creo que lo que cabreó tanto a mi familia no fue el robo del
collar, sino que una Obregón osase dejar plantado a un Mendoza al
pie del altar. Se lo tomaron como un insulto y así han seguido
durante setenta años, que se dice pronto. Para mi padre es una
cuestión personal, como si el novio desairado hubiera sido él –hizo
un gesto de resignación–. Si se empeña en que me vaya a Estados
Unidos, no tendré más remedio que irme.
–¿Por
qué no te enfrentas a él?
Gabriel
sonrió con amargura.
–Tú
no conoces a mi padre –repuso–. Es una fiera. Si se me ocurriera
desobedecerle... En fin, no sé lo que haría. Desollarme vivo,
probablemente –sacudió la cabeza–. ¿Sabes que ha contratado a
un detective para que me siga? –señaló hacia la barra del bar–.
¿Ves a ese tipo calvo y con gabardina, el que simula leer un
periódico?... Pues es mi Humphrey Bogart particular. Me sigue a
todas partes, como un perro faldero.
Alzó
una mano y saludó al tipo de la barra; éste apartó la mirada,
azorado, y fingió concentrarse en la lectura del diario.
No
es preciso relatar con detalle cómo se desarrolló el resto del
encuentro. Gabriel se enredó en una larga charla –monólogo más
bien– sobre su padre, sobre Rosa y sobre la absurda rivalidad que
enfrentaba a las dos familias. Y, mientras hablaba, no dejaba de
beber cerveza, y de pedir nuevas rondas; y yo, lo confieso, seguí su
ritmo de bebida con creciente entusiasmo. En resumen, al cabo de una
hora estábamos borrachos: él, un poco yo, como una cuba.
A
partir de entonces no recuerdo muy bien cómo se desarrollaron los
acontecimientos. En algún momento, Gabriel se aproximó al detective
y le invitó a sentarse con nosotros. El pobre hombre parecía muy
cohibido, al menos al principio; pero luego, conforme la cerveza le
hacía efecto, se fue mostrando cada vez más desinhibido. Al cabo de
un par de horas, tras consumir no sé cuántas cervezas y escuchar
varias veces las penas amorosas de Gabriel, el detective, embriagado
de solidaridad etílica, comenzó a maldecir su oficio y juró que
abandonaría el caso al día siguiente. Entonces Gabriel intentó
convencerle de que no lo hiciera, asegurándole que no era culpa
suya, y que, si un detective había de seguirle, prefería que fuera
él. En fin, la conversación se volvió un poco absurda, aunque
justo es reconocer que aquel sabueso resultó ser un hombre muy
simpático.
Regresé
a Villa Candelaria pasadas las diez y media de la noche, empapado (me
había olvidado el paraguas) y haciendo eses. Intenté introducir la
llave en la cerradura, pero la tarea resultó más compleja de lo que
cabe suponer, entre otras cosas porque yo veía doble y el jardín no
paraba de dar vueltas. El caso es que debí de hacer más ruido de lo
que pensaba, porque la puerta se abrió repentinamente, y allí
estaba Margarita, mirándome con ironía.
–Vaya
cogorza que llevas, primito –se limitó a decir.
Intenté
contestar algo, pero Margarita me cogió de un brazo, me condujo a mi
habitación, me sentó en la cama, desapareció como por ensalmo y
regresó unos minutos después en compañía de Rosa y Violeta.
–Le
he contado a mis padres que te ha sentado mal algo que has comido
–dijo Margarita–, que no quieres cenar y que te vas a la cama de
cabeza, así que no hagas mucho ruido.
Violeta
no dijo nada, pero jamás he vista tanta reprobación en una mirada.
Rosa se aproximó a mí y me miró con preocupación.
–¿Estás
bien, Javier? –preguntó.
–Claro
que sí... –mascullé; tenía la lengua como de trapo–, estoy
ferpec..., prefec..., de puta madre...
–¿Has
visto a Gabriel?
–Sí...
–sonreí tontamente–. Tu novio es un tío fenomenal, ¿sabes?
–¿Le
diste mi carta?
–Claro.
–¿Y
qué dijo?
Fruncí
el ceño e hice memoria. Gabriel me había dicho muchas cosas,
demasiadas para recordarlas todas; sin embargo, tras un prolongado
esfuerzo, un tenue rayo de luz logró quebrar la tinieblas que
oscurecían mi cerebro.
–¡Ah,
sí! –exclamé–. Me pidió que te contara algo... Dijo que ya no
podréis estar juntos en Madrid el curso que viene, porque... ¿Cómo
era?... Ah sí, porque su padre le manda a estudiar a Estados
Unidos... También dijo que te quiere mucho...
Rosa
se quedó demudada, como si le hubiera pegado una bofetada. De
repente, los ojos se le llenaron de lágrimas, dio media vuelta y
salió del cuarto a toda prisa. Margarita sacudió la cabeza y fue
tras ella. Violeta, por su parte, se quedó mirándome como si yo
fuera un vampiro que acabara de chuparle la sangre a una desvalida
doncella.
–¿Qué
pasa? –pregunté, desconcertado–. ¿Qué he hecho?...
–¿No
te da vergüenza? –me espetó–. Llegas tarde, estás borracho
y... ¿Cómo se te ocurre decirle eso a Rosa, así, de sopetón? Eres
un bruto sin una pizca de sensibilidad, eres...
Violeta
dedicó los siguientes minutos, y todo su entusiasmo, a ponerme a
bajar de un burro, aunque lo cierto es que no recuerdo casi nada de
lo que me dijo; entre otras cosas porque en algún momento de la
bronca me quedé profundamente dormido.
*
* *
Desperté
de madrugada, bruscamente, sintiéndome mal. Estaba muy mareado, así
que tuve que ir a toda prisa al cuarto de baño para vomitar. El
resto de la noche fue un constante ir y venir de la cama al baño y
viceversa, pues a causa de la mucha cerveza que había bebido no
cesaba de orinar.
Me
levanté pronto, aunque mi estado no podía ser más deplorable; me
dolía la cabeza, notaba la boca pastosa y tenía el estómago
revuelto. Cuando bajé a desayunar coincidí en la cocina con doña
Ramona, la asistenta.
–Qué
mala cara tienes, Javieruco: ¿estás enfermo? –Ramona se acercó a
mí, me observó con detenimiento y exclamó–: ¡Qué enfermo ni
qué narices! ¡Lo que tú tienes es una resaca de aúpa!
Al
alzar ella la voz, sentí como si me hincaran un clavo entre los
ojos. Afortunadamente, doña amona procedió acto seguido a aliviar
mis males con maternal diligencia, dándome aspirinas y sal de
frutas, y preparándome dos tazas de café muy cargado. Media hora
más tarde, cuando me sentí algo mejor, regresé al segundo piso. Al
atravesar el pasillo escuché hablar a mis primas en el dormitorio de
Rosa, y a punto estuve de entrar, pero entonces recordé el
vergonzoso episodio de la noche anterior y al instante cambié de
idea.
No
tenía ganas de ver a nadie, ni de quedarme en casa, pero seguía
lloviendo y no podía salir, así que pasé un rato en mi cuarto,
sintiéndome enfermo y un poco deprimido. Al cabo de casi una hora,
harto de las cuatro paredes del dormitorio, y tras asegurarme de que
no había nadie por los alrededores, me dirigí a toda prisa a la
biblioteca. Estuve unos minutos revolviendo entre los libros, hasta
que encontré un ejemplar de La
guerra de los mundos, de
H.G.Wells. Ya lo había leído, pero se trataba de una edición
ilustrada de los años veinte, muy curiosa, de modo que me senté en
una silla y comencé a hojearlo.
Pero
todavía me dolía la cabeza y no lograba concentrarme. Al poco,
mientras mis pensamientos divagaban sin rumbo fijo, aparté la mirada
de las páginas del libro y la centré en el retrato de Beatriz
Obregón.
Hacía
días que no me acordaba de ella. Pero ahí estaba, con la mirada
triste y las Lágrimas de Shiva en torno a su cuello. ¿Qué le había
ocurrido a aquella mujer? Si Violeta tenía razón, intentó huir de
España en el Savanna
y la tripulación la asesinó para robarle las Lágrimas. Pero, ¿qué
fue del collar? Los piratas del Savanna
debieron de venderlo en algún lugar de América o Europa, supuse, o
quizá lo desmontaron, fundieron el oro y vendieron las esmeraldas y
los diamantes por separado. En cualquier caso, las Lágrimas de Shiva
se habían perdido para siempre.
Entonces
pensé algo: dicen que el aleteo de una mariposa en Tokio puede, por
un prodigioso efecto multiplicador, provocar un huracán en Florida.
Pues eso mismo había ocurrido con la desaparición del collar. Al
robarlo, Beatriz causó la enemistad entre su familia y los Mendoza,
lo que provocó la ruina de los Obregón durante la Guerra Civil. Y
ahora, aquel mismo robo se interponía entre Rosa y Gabriel.
Abstraído
en mis pensamientos, casi ni me di cuenta de que Ramona entraba en la
biblioteca y comenzaba a quitar el polvo de los anaqueles abarrotados
de libros.
–¿Qué
tal estás, Javierico? –me preguntó.
–Mejor,
gracias... –contesté, con la mirada fija en el retrato de Beatriz.
Doña
Ramona le echó un vistazo al cuadro y comentó:
–La
señorita Beatriz era muy guapa, ¿verdad?
Miré
a la asistenta de soslayo.
–¿Sabe
usted quién era Beatriz Obregón? –pregunté.
–Claro,
dejó plantado a un Mendoza en el altar y robó un collar muy caro;
ése mismo que lleva en el cuadro. Todavía se cuentan chismes sobre
ella. Además, doña Amalia suele hablarme de la señorita Beatriz.
La apreciaba mucho.
Me
froté los ojos con el índice y el pulgar; todavía me dolía la
cabeza... De repente, di un bote sobre el asiento. ¿Qué había
dicho la asistenta?
–¿Qué
ha dicho, Ramona?
–¿Cómo?
–Me
contaba que alguien le habló de Beatriz Obregón, ¿quién?
Doña
Amalia. Amalia. El mismo nombre que apareció escrito en el vaho del
espejo. Me puse en pie tan bruscamente que tiré al suelo el libro de
Wells. Ramona dejó de limpiar el polvo.
–¿Te
pasa algo, Javieruco? Estás como la cera...
–¿Quién
es doña Amalia? –pregunté con un hilo de voz.
–Pues
Amalia Bareyo. Trabajó de criada en esta casa hace un montón de
años. ¿Pero qué...?
–Un
momento –la interrumpí–. ¿Amalia Bareyo conoció a Beatriz
Obregón?
–Ya
te he dicho que trabajço aquí; era su doncella.
–¿Y
usted conoció a Amalia?
–Pues
claro, es vecina mía desde hace no sé cuánto tiempo. Me la
encuentro muchas veces por la calle, o en la iglesia.
Me
quedé con la boca abierta y los ojos como platos.
–¿Quiere...,
quiere decir que aún vive? –musité.
–Y
como una rosa que está. Debe de tener casi noventa años y todavía
se vale por sí misma. Vive con una hija suya, pero bja al mercado
ella sola, y se hace la comida, y más de una vez la he pillado
tomándose un vinito a escondidas en el bar de la esquina. Como una
rosa, ya te digo. Bueno, anda un poco sorda, y a veces se le va la
cabeza, pero...
Dejé
de prestar atención. De repente, la resaca se había esfumado y me
sentía como flotando en una nube.
–No
se mueva de aquí, Ramona –dije, interrumpiendo su perorata sobre
la buena salud de Amalia Bareyo–. Siga a lo suyo, pero no se vaya
antes de que Violeta y yo hablemos con usted, ¿eh? Espérenos, que
vuelvo en seguida.
Salí
a la carrera de la biblioteca y fui en busca de Violeta. La encontré
en la torre, sentada frente a la máquina de escribir.
–Hombre
–comentó con el ceño fruncido al verme entrar–, pero si está
aquí mi primo el alcohólico.
Me
aproximé a ella y alcé el índice de la mano derecha, justo delante
de su nariz.
–Vale
–dije–. Estuve tomando unas cervezas con el novio de tu hermana y
me pasé de la raya. Lo lamento. También siento mucho haberle
hablado con tanta brusquedad a Rosa. Perdón, perdón y mil veces
perdón. Pero, ¿quieres dejar de regañarme de una dichosa vez?
Desde que he llegado a esta casa no has parado de echarme bronces.
¡Pareces mi madre! Vale ya, ¿no?
Violeta
parpadeó varias veces y abrió la boca para decir algo, pero volvió
a cerrarla y se me quedó mirando, un tanto confundida por mi súbito
acceso de genio.
–Y
ahora que eso está aclarado –proseguí con más calma–,
escúchame con mucha atención, porque te voy a contar algo
increíble...
mi polla en ti bica
ResponderEliminarMi polla con cebolla
ResponderEliminarMi polla en tu camolla 😏
ResponderEliminartu madre que me la come con vinagre
EliminarQue largo comerme la polla
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