El
sobre estaba matasellado en Estados Unidos y contenía dos hojas de
papel plegadas. Una de ellas había sido redactada con la letra
irregular y torpe, propia de alguien poco habituado a escribir, e iba
firmada por Simón Cienfuegos; la otra mostraba la esmerada
caligrafía, trazada con tinta verde, de Beatriz Obregón.
Cuando
desplegué la carta de Cienfuegos, Violeta y yo unimos las cabezas
para leerla a la vez, allí, en el desván, bajo la amarillenta luz
de la bombilla desnuda que pendía del techo. La misiva estaba
fechada el veintidós de marzo de 1901 y decía así:
Querida
Beatriz:
Te
escribo estas letras nada más recalar en Nueva Orleáns, tras cruzar
el Golfo de México desde Veracruz. Mi tripulación y yo hemos pasado
tres meses fondeando en diversos puertos del Caribe, en Venezuela,
Colombia, Panamá, Costa Rica y Nicaragua, antes de dirigirnos a
Estados Unidos; pero, como sólo me fío del servicio de correos
yanqui, he esperado a alcanzar estas costas para escribirte.
Poco
puedo contar acerca de mí, pues nada digno de mención ha sucedido
desde que nos separamos. Onofre, uno de mis hombres, se rompió una
pierna y tres costillas al caerse del trinquete y tuvimos que dejarle
en un hospital de Cartagena de Indias. Un mes después, una tormenta
nos sorprendió entre Cuba y Cozumel, pero el Savanna
es un buen navío y salimos sanos y salvos del trance. Por lo demás,
todo ha sido comprar y vender mercancías, como siempre.
Pero
no es de esto de lo que quiero hablarte, sino de mis sentimientos, e
ignoro cómo hacerlo. No soy hombre instruido, bien lo sabes, y me
veo incapaz de encontrar las palabras hermosas que tú merecerías
oír, de modo que me conformaré con decirte llanamente lo que
siento.
Cada
día, cuando estoy trabajando en la cubierta, o descansando en mi
camarote, pienso en ti. Por las noches, durante mi turno de guardia,
mientras el Savanna
surca las aguas bajo las estrellas, pienso en ti. Y también pienso
en ti cuando, después de una dura hornada de trabajo, me voy a la
cama. Y al dormirme, es contigo con quien sueño y, al despertar, mi
primer pensamiento está dedicado a ti. Muchas veces, creo oler el
aroma a nardos de tu perfume, y me doy la vuelta para buscarte, pero
tú no estás. Y cuando recalamos en algún puerto, no puedo evitar
ver tu imagen en todas las mujeres con quienes me cruzo, pero ninguna
eres tú. No puedo quitarte de mi cabeza, y tampoco quiero hacerlo,
porque te necesito como el aire que respiro, porque nunca he amado a
nacie como te amo a ti.
Y
por eso no quiero obligarte a hacer algo de lo que más tarde podrías
arrepentirte. Durante nuestro último encuentro, mientras nos
despedíamos en el puerto, te pedí que, cuando regresara a España
en mi siguiente viaje, lo dejaras todo y te vinieras conmigo. Dijiste
que sí y yo me sentí el hombre más dichoso del mundo. Pero luego,
a lo largo de los meses pasados, me he dado cuenta de que estaba
siendo injusto contigo.
No
tengo nada que ofrecerte, salvo la vida dura y azarosa de un marino.
Carezco de fortuna y no poseo más bienes que el Savanna.
No pertenezco a tu clase, nbo tengo educación y ni siquiera mi piel
es como la tuya, porque soy el hijo bastardo y mestizo de una esclava
negra. Piénsalo, Beatriz, piensalo muy bien, porque tú te mereces
mucho más de lo que yo puedo darte. Si decidieras cambiar de idea,
si me dijeras que ya no quieres venir conmigo, yo lo comprendería.
Por mucho que lo sintiese, lo comprendería y sería feliz, sabiendo
que tú lo eres, aunque fuese lejos de mí.
Cuando
el Savanna
abandone el puerto de Nueva Orleáns nos dirigiremos a Miami, a
Santiago de Cuba y a Kinston. Luego, cruzaremos el océano y, tras
recalar un par de días en Plymouth, pondremos rumbo a Santander. Si
todo va bien, llegaremos allí a finales de primavera.
Piensa
en lo que te he dicho, Beatriz, y cuando volvamos a encontrarnos dame
tu respuesta. Ten presente que, decidas lo que decidas, siempre te
querré. Con todo mi amor,
Simón
Cienfuegos
Cuando
acabamos de leer la carta, Violeta y yo nos miramos en silencio. De
repente, la historia de Beatriz Obregón había dado un giro
inesperado y no sabíamos qué pensar ni qué decir. Violeta cogió
la segunda hoja del sobre y de nuevo juntamos las cabezas para leer
lo que Beatriz había escrito sesenta y ocho años atrás.
Mi
querido, mi adorado Simón:
Sé
que nunca leerás esta carta, pues no tengo modo de hacértela
llegar. Aun así, me decido a escribirte, ya que mientras lo hago me
invade la ilusión de estar hablando contigo. Y te añoro tanto, amor
mío, te echo tantísimo de menos…
Al
recibir tu carta me alegré tanto que creí que el corazón iba a
saltarme del pecho; pero luego, cuando la leí, me sentí muy triste.
¿Cómo puedes dudar de mí? ¿Cómo puedes pensar que iba a cambiar
de parecer sobre lo que te dije aquella mañana en el puerto? Me he
enfadado un poco contigo, Simón, lo reconozco. Pero luego he
comprendido que lo único que pretendes es mi bienestar, y al darme
cuenta de que serías capaz de renunciar a mí si ello contribuyera a
mi felicidad, te quise más que nunca.
¿Pero
es que no te das cuenta de que sólo puedo ser feliz a tu lado?
Dices
en tu carta que no perteneces a mi clase, y yo le doy gracias a Dios
por que así sea, pues no sabes lo mucho que desprecio a esos que tú
llamas «de mi clase».
Dices
que no tienes educación, pero yo sé muy bien que, entre los «de mi
clase», la educación se confunde frecuentemente con el fingimiento
y la apariencia. Por el contrario, tú eres la persona más
auténtica, noble y sabia que he conocido.
Dices
que no tienes nada que ofrecerme, que careces de fortuna y bienes,
pero eso no es cierto. Tú vives en el mar, y no hay hombre en el
mundo que posea un palacio mayor ni más hermoso.
Dices
que tu piel no es como la mía, pero yo adoro cada poro de esa piel,
cada palmo de tu cuerpo tallado en ébano. Eres oscuro y embriagador,
Simón, como las noches del trópico.
¿Y
todavía preguntas si quiero irme contigo? Claro que sí, amor mía,
y ahora mismo si pudiera.
Pero
ven pronto a buscarme, Simón, apresúrate. Mi padre ya ha fijado la
fecha de la boda y el diez de junio deberé casarme con Sebastián
Mendoza. Me estremezco sólo de pensarlo.
En
tu carta afirmas que regresarás a Santander a finales de primavera.
Le he pedido a Amalia que vaya todos los días al puerto para
comprobar si el Savanna ha llegado. Tú ya conoces a la pequeña
Amalia: es fiel y discreta, y ambas nos profesamos un sincero afecto.
Cada atardecer, cuando regresa de los muelles, aguardo impaciente que
me traiga noticias tuyas, pero eso todavía no ha ocurrido.
Date
prisa en volver, amor mío, date muchísima prisa…
Mi
prima y yo volvimos a mirarnos en silencio. Al poco, Violeta suspiró,
cogió las dos cartas y salió a la terraza. Fui tras ella. Al cruzar
la puerta del desván noté una ráfaga de viento en el rostro y alcé
la mirada al cielo. La brisa arrastraba hacia el Oeste las últimas
nubes de la tormenta. Anochecía.
–Bueno
–comenté–, al final no era una novela de crímenes, sino de
amor.
–Eso
parece –contestó Violeta con la mirada perdida en la lejana curva
del mar; el viento le alborotaba los cabellos–. Mejor –añadió–.
La historia es más bonita así.
–Aunque
tu antepasado era un pelín cursi…
Violeta
sonrió.
–Estaba
enamorado –dijo–, y la gente se vuelve cursi cuando se enamora.
–En
fin, parece que aquí se acaba todo, ¿no? –concluí–. Beatriz
robó las Lágrimas de Shiva y se fugó a América con Simón
Cienfuegos. Imagino que luego vendieron el collar y fueron felices y
comieron perdices.
Violeta
negó con la cabeza.
–No,
Javier, esto todavía no se ha acabado. Amalia Bareyo nos dijo que
nunca había oído hablar del Savanna
y que no conocía al capitán Cienfuegos –alzó la carta de
Beatriz–. Pero aquí pone todo lo contrario.
–Esverdad
–asentí–, la abuela mintió. Pero, ¿qué importa? Ya sabemos lo
que pasó, ¿no?
Violeta
introdujo las dos cartas en el sobre y se lo guardó en el bolsillo
trasero del pantalón.
–Sólo
sabemos que Beatriz se fugó con el capitán Cienfuegos –dijo–.
Pero, ¿cómo se conocieron y cómo llegaron a enamorarse? Eso sólo
puede contárnoslo doña Amalia.
*
* *
Al
día siguiente, a media mañana, nos presentamos de nuevo en el
domicilio de Amalia Bareyo, pero la anciana no estaba en casa. Doña
Carmen nos dijo que su madre había salido para hacer unas compras,
de modo que nos dirigimos a un mercado cercano, pero tampoco la
encontramos allí. Entonces recordé que, según Ramona, Amalia solía
frecuentar una tasca cercana a su casa, así que comenzamos a
buscarla por los bares del barrio.
Dimos
con ella en el tercero que visitamos. Estaba sentada a una mesa,
mirando a través del ventanal a la gente que pasaba por la calle, y
dándole sorbitos a un vaso de vino mientras descansaba la mano
izquierda sobre la empuñadura de su bastón. Cuando nos acercamos a
ella, Amalia nos contempló con una mezcla de sorpresa y fastidio.
–¿Otra
vez vosotros? –gruñó–. ¿Y ahora qué queréis?
Sin
esperar a que la anciana nos invitara a hacerlo, Violeta se sentó a
la mesa y me indicó con un gesto que me acomodara a su lado.
–Queremos
que nos hable de Beatriz Obregón –le dijo a Amalia.
–Ya
os hablé de ella el otro día. ¿Qué narices queréis que os cuente
ahora?
–La
verdad.
Violeta
sacó del bolsillo el sobre que encontramos en el escritorio y lo
puso encima de la mesa. Amalia lo contempló con el ceño fruncido.
–¿Qué
es eso? –preguntó.
–Una
carta del capitán Simón Cienfuegos dirigida a Beatriz Obregón.
Estaba en el desván de Villa Candelaria.
La
anciana se quedó mirando el sobre largo rato, en silencio. Le dio un
sorbo a su vaso de vino y, como si aquel trozo de papel le hubiera
traído buenos recuerdos, sonrió.
–La
señorita Beatriz me leyó esa carta cientos de veces –dijo en voz
baja–, y a mí me encantaba oírla. Yo era una cría por aquel
entonces y aún me encandilaba con esas paparruchas románticas.
–Entonces,
usted sí que conocía al capitán Cienfuegos.
–Claro
que le conocía.
–¿Y
por qué nos mintió?
El
rostro de Amalia recuperó su huraña expresión habitual.
–Porque
eres una Obregón, niña –contestó–. Y a mí no me gustan los
Obregón.
–Mi
familia ha cambiado mucho desde que usted trabajó en Villa
Candelaria –repuso Violeta con suavidad–. Si quiere, puede
preguntárselo a doña Ramona, su vecina. Ahora nos parecemos más a
Beatriz que a su padre.
–La
mala sangre se hereda –replicó con acritud la anciana.
–Bueno,
haga la prueba. ¿Por qué no nos cuenta cómo se conocieron Beatriz
y Simón Cienfuegos?
Amalia
dudó unos instantes y dejó escapar un débil suspiro. Tras un nuevo
sorbo de vino, comenzó a hablar.
–La
señorita Beatriz solía pasear por el puerto y yo la acompañaba,
aunque me daba un poco de miedo, porque en los muelles había muchos
hombres y no todos eran de fiar. Pero a la señorita le gustaban los
barcos; se imaginaba de dónde venían y adónde iban, y hacía
planes fantasiosos sobre los países que, algún día, pensaba
visitar –hizo una pausa–. Creo que fue durante la primavera de
mil ochocientos noventa y nueve cuando sucedió. Una tarde, nos
quedamos en el puerto más tiempo de lo normal. Cuando comenzó a
anochecer nos dirigimos a casa, pero entonces nos salieron al paso
tres marineros. Estaban borrachos y traían malas intenciones. Al
principio se conformaron con decirnos groserías, pero luego
empezaron a forcejear con nosotras. A mí me rasgaron el vistido,
creí que nos iban a violar allí mismo…
La
anciana extravió la mirada, como si su mente hubiera encallado en
algún remoto escollo de la memoria.
–¿Y
qué pasó? –preguntó Violeta.
–Que
de pronto, digo yo que atraído por nuestros gritos, apareció el
capitán Cienfuegos. Venía solo, pero se enfrentó sin dudarlo con
aquellos marineros; a dos de ellos los derribó a puñetazos, y el
tercero salió corriendo como alma que lleva el diablo. Luego, el
capitán nos condujo al Savanna
para curarnos los rasguños que aquellos salvajes nos habían hecho.
Así se conocieron la señorita y Simón Cienfuegos.
–¿Y
cuándo se enamoraron?
Amalia
profirió una risa cascada.
–La
señorita Beatriz se enamoró de él nada más verle. Y yo también,
qué diantre, aunque sólo era una cría –su mirada se tornó
soñadora–. El capitán Cienfuegos era algo y fuerte, con los
hombros anchos y la piel del color del bronce. Tenía el pelo
ensortijado y los ojos grandes, tan negros como la noche; además,
era todo un caballero, el hombre más amable y atento que he conocido
–suspiró–. El capitán venía a Santander dos o tres veces al
año, y cada vez que regresaba se veía con la señorita Beatriz. Eso
duró un par de años, pero desde el principio fueron como el fuego y
la yesca; estaban destinados el uno al otro. Luego, se marcharon
juntos y jamás volví a verlos.
–¿Cómo
fue? –preguntó Violeta–. ¿Cómo se fugaron?
La
anciana volvió a suspirar.
–Los
padres de la señortia Beatriz y los de Sebastián Mendoza fijaron la
fecha de la boda para principios de junio. La señorita estaba
desesperada y me pidió que fuera todos los días al puerto para
aguardar la llegada del Savanna.
Pero el Savanna
no llegaba, y la señorita se marchitaba como una flor –hizo una
larga pausa y prosiguió–: Al final, el capitán Cienfuegos regresó
a Santander la víspera de la boda. Yo misma ayudé a la señorita a
hacer el equipaje y juntas, como ladrones en la noche, salimos de
Villa Candelaria camino de los muelles. Luego, la señorita se reunió
con el capitán, subieron al Savanna
y se fueron para siempre. Eso es todo, ya no hay más que contar.
–¿Y
el collar? –pregunté.
Amalia
me miró con extrañeza.
–Las
Lágrimas de Shiva, el regalo de compromiso que le hizo Sebastián
Mendoza a Beatriz.
–Ah,
ese collar… Sí, hubo mucho revuelo cuando desapareció.
–¿Se
lo llevó Beatriz?
La
anciana se encogió de hombros.
–Qué
sé yo. La señorita Beatriz no me dijo nada. Pero si se lo llevó,
hizo muy bien. A fin de cuentas era suyo, ¿no? Se lo habían
regalado –Amalia apuró el vino de un trago y se puso
trabajosamente en pie–. Bueno, basta de charla –resolvió–;
tengo que ir a comprar.
–Un
momento –la contuvo Violeta–. Es usted quien lleva flores a la
tumba de Beatriz, ¿verdad?
–Sí…
–contestó débilmente.
–¿Y
por qué lo hace? Beatriz no está en esa tumba.
Amalia
ladeó la cabeza, como si quisiera ocultar el rostro, pero me pareció
entrever un vidrioso titubeo de lágrimas en su mirada.
–Hace
muchos años –dijo en voz muy bajita–, creo que fue en el
cuarenta y nueve o el cincuenta, recibí una carta del capitán
Cienfuegos. Era muy corta; el capitán sólo quería anunciarme que
la señorita Beatriz había muerto en Jamaica de unas malas fiebres
–tragó saliva–. La lloré mucho –musitó mientras renqueaba,
alejándose de nosotros apoyada en su bastón; y agregó–: Aún la
sigo llorando…
muy bueno
ResponderEliminarEstoy con el ggole clahrum y me ayuda muncho gracios tio
ResponderEliminarQue le pide Simon a Beatriz en la carta
ResponderEliminarnada
Eliminarvalla mierda de libro no me gusta
ResponderEliminarNadie te ha preguntado
EliminarQue buen dato te aventaste, pero nadie te preguntó.
Eliminarquien coño te pregunto?
Eliminar¿Quién firmaba la carta que iba dirigida a Beatriz? ¿Con qué fecha?
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
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