sábado, 27 de septiembre de 2014

Capítulo 9. La carta




El sobre estaba matasellado en Estados Unidos y contenía dos hojas de papel plegadas. Una de ellas había sido redactada con la letra irregular y torpe, propia de alguien poco habituado a escribir, e iba firmada por Simón Cienfuegos; la otra mostraba la esmerada caligrafía, trazada con tinta verde, de Beatriz Obregón.

Cuando desplegué la carta de Cienfuegos, Violeta y yo unimos las cabezas para leerla a la vez, allí, en el desván, bajo la amarillenta luz de la bombilla desnuda que pendía del techo. La misiva estaba fechada el veintidós de marzo de 1901 y decía así:





Querida Beatriz:



Te escribo estas letras nada más recalar en Nueva Orleáns, tras cruzar el Golfo de México desde Veracruz. Mi tripulación y yo hemos pasado tres meses fondeando en diversos puertos del Caribe, en Venezuela, Colombia, Panamá, Costa Rica y Nicaragua, antes de dirigirnos a Estados Unidos; pero, como sólo me fío del servicio de correos yanqui, he esperado a alcanzar estas costas para escribirte.

Poco puedo contar acerca de mí, pues nada digno de mención ha sucedido desde que nos separamos. Onofre, uno de mis hombres, se rompió una pierna y tres costillas al caerse del trinquete y tuvimos que dejarle en un hospital de Cartagena de Indias. Un mes después, una tormenta nos sorprendió entre Cuba y Cozumel, pero el Savanna es un buen navío y salimos sanos y salvos del trance. Por lo demás, todo ha sido comprar y vender mercancías, como siempre.

Pero no es de esto de lo que quiero hablarte, sino de mis sentimientos, e ignoro cómo hacerlo. No soy hombre instruido, bien lo sabes, y me veo incapaz de encontrar las palabras hermosas que tú merecerías oír, de modo que me conformaré con decirte llanamente lo que siento.

Cada día, cuando estoy trabajando en la cubierta, o descansando en mi camarote, pienso en ti. Por las noches, durante mi turno de guardia, mientras el Savanna surca las aguas bajo las estrellas, pienso en ti. Y también pienso en ti cuando, después de una dura hornada de trabajo, me voy a la cama. Y al dormirme, es contigo con quien sueño y, al despertar, mi primer pensamiento está dedicado a ti. Muchas veces, creo oler el aroma a nardos de tu perfume, y me doy la vuelta para buscarte, pero tú no estás. Y cuando recalamos en algún puerto, no puedo evitar ver tu imagen en todas las mujeres con quienes me cruzo, pero ninguna eres tú. No puedo quitarte de mi cabeza, y tampoco quiero hacerlo, porque te necesito como el aire que respiro, porque nunca he amado a nacie como te amo a ti.

Y por eso no quiero obligarte a hacer algo de lo que más tarde podrías arrepentirte. Durante nuestro último encuentro, mientras nos despedíamos en el puerto, te pedí que, cuando regresara a España en mi siguiente viaje, lo dejaras todo y te vinieras conmigo. Dijiste que sí y yo me sentí el hombre más dichoso del mundo. Pero luego, a lo largo de los meses pasados, me he dado cuenta de que estaba siendo injusto contigo.

No tengo nada que ofrecerte, salvo la vida dura y azarosa de un marino. Carezco de fortuna y no poseo más bienes que el Savanna. No pertenezco a tu clase, nbo tengo educación y ni siquiera mi piel es como la tuya, porque soy el hijo bastardo y mestizo de una esclava negra. Piénsalo, Beatriz, piensalo muy bien, porque tú te mereces mucho más de lo que yo puedo darte. Si decidieras cambiar de idea, si me dijeras que ya no quieres venir conmigo, yo lo comprendería. Por mucho que lo sintiese, lo comprendería y sería feliz, sabiendo que tú lo eres, aunque fuese lejos de mí.

Cuando el Savanna abandone el puerto de Nueva Orleáns nos dirigiremos a Miami, a Santiago de Cuba y a Kinston. Luego, cruzaremos el océano y, tras recalar un par de días en Plymouth, pondremos rumbo a Santander. Si todo va bien, llegaremos allí a finales de primavera.

Piensa en lo que te he dicho, Beatriz, y cuando volvamos a encontrarnos dame tu respuesta. Ten presente que, decidas lo que decidas, siempre te querré. Con todo mi amor,



Simón Cienfuegos



Cuando acabamos de leer la carta, Violeta y yo nos miramos en silencio. De repente, la historia de Beatriz Obregón había dado un giro inesperado y no sabíamos qué pensar ni qué decir. Violeta cogió la segunda hoja del sobre y de nuevo juntamos las cabezas para leer lo que Beatriz había escrito sesenta y ocho años atrás.





Mi querido, mi adorado Simón:



Sé que nunca leerás esta carta, pues no tengo modo de hacértela llegar. Aun así, me decido a escribirte, ya que mientras lo hago me invade la ilusión de estar hablando contigo. Y te añoro tanto, amor mío, te echo tantísimo de menos…

Al recibir tu carta me alegré tanto que creí que el corazón iba a saltarme del pecho; pero luego, cuando la leí, me sentí muy triste. ¿Cómo puedes dudar de mí? ¿Cómo puedes pensar que iba a cambiar de parecer sobre lo que te dije aquella mañana en el puerto? Me he enfadado un poco contigo, Simón, lo reconozco. Pero luego he comprendido que lo único que pretendes es mi bienestar, y al darme cuenta de que serías capaz de renunciar a mí si ello contribuyera a mi felicidad, te quise más que nunca.

¿Pero es que no te das cuenta de que sólo puedo ser feliz a tu lado?

Dices en tu carta que no perteneces a mi clase, y yo le doy gracias a Dios por que así sea, pues no sabes lo mucho que desprecio a esos que tú llamas «de mi clase».

Dices que no tienes educación, pero yo sé muy bien que, entre los «de mi clase», la educación se confunde frecuentemente con el fingimiento y la apariencia. Por el contrario, tú eres la persona más auténtica, noble y sabia que he conocido.

Dices que no tienes nada que ofrecerme, que careces de fortuna y bienes, pero eso no es cierto. Tú vives en el mar, y no hay hombre en el mundo que posea un palacio mayor ni más hermoso.

Dices que tu piel no es como la mía, pero yo adoro cada poro de esa piel, cada palmo de tu cuerpo tallado en ébano. Eres oscuro y embriagador, Simón, como las noches del trópico.

¿Y todavía preguntas si quiero irme contigo? Claro que sí, amor mía, y ahora mismo si pudiera.

Pero ven pronto a buscarme, Simón, apresúrate. Mi padre ya ha fijado la fecha de la boda y el diez de junio deberé casarme con Sebastián Mendoza. Me estremezco sólo de pensarlo.

En tu carta afirmas que regresarás a Santander a finales de primavera. Le he pedido a Amalia que vaya todos los días al puerto para comprobar si el Savanna ha llegado. Tú ya conoces a la pequeña Amalia: es fiel y discreta, y ambas nos profesamos un sincero afecto. Cada atardecer, cuando regresa de los muelles, aguardo impaciente que me traiga noticias tuyas, pero eso todavía no ha ocurrido.

Date prisa en volver, amor mío, date muchísima prisa…



Mi prima y yo volvimos a mirarnos en silencio. Al poco, Violeta suspiró, cogió las dos cartas y salió a la terraza. Fui tras ella. Al cruzar la puerta del desván noté una ráfaga de viento en el rostro y alcé la mirada al cielo. La brisa arrastraba hacia el Oeste las últimas nubes de la tormenta. Anochecía.

Bueno –comenté–, al final no era una novela de crímenes, sino de amor.

Eso parece –contestó Violeta con la mirada perdida en la lejana curva del mar; el viento le alborotaba los cabellos–. Mejor –añadió–. La historia es más bonita así.

Aunque tu antepasado era un pelín cursi…

Violeta sonrió.

Estaba enamorado –dijo–, y la gente se vuelve cursi cuando se enamora.

En fin, parece que aquí se acaba todo, ¿no? –concluí–. Beatriz robó las Lágrimas de Shiva y se fugó a América con Simón Cienfuegos. Imagino que luego vendieron el collar y fueron felices y comieron perdices.

Violeta negó con la cabeza.

No, Javier, esto todavía no se ha acabado. Amalia Bareyo nos dijo que nunca había oído hablar del Savanna y que no conocía al capitán Cienfuegos –alzó la carta de Beatriz–. Pero aquí pone todo lo contrario.

Esverdad –asentí–, la abuela mintió. Pero, ¿qué importa? Ya sabemos lo que pasó, ¿no?

Violeta introdujo las dos cartas en el sobre y se lo guardó en el bolsillo trasero del pantalón.

Sólo sabemos que Beatriz se fugó con el capitán Cienfuegos –dijo–. Pero, ¿cómo se conocieron y cómo llegaron a enamorarse? Eso sólo puede contárnoslo doña Amalia.





* * *



Al día siguiente, a media mañana, nos presentamos de nuevo en el domicilio de Amalia Bareyo, pero la anciana no estaba en casa. Doña Carmen nos dijo que su madre había salido para hacer unas compras, de modo que nos dirigimos a un mercado cercano, pero tampoco la encontramos allí. Entonces recordé que, según Ramona, Amalia solía frecuentar una tasca cercana a su casa, así que comenzamos a buscarla por los bares del barrio.

Dimos con ella en el tercero que visitamos. Estaba sentada a una mesa, mirando a través del ventanal a la gente que pasaba por la calle, y dándole sorbitos a un vaso de vino mientras descansaba la mano izquierda sobre la empuñadura de su bastón. Cuando nos acercamos a ella, Amalia nos contempló con una mezcla de sorpresa y fastidio.

¿Otra vez vosotros? –gruñó–. ¿Y ahora qué queréis?

Sin esperar a que la anciana nos invitara a hacerlo, Violeta se sentó a la mesa y me indicó con un gesto que me acomodara a su lado.

Queremos que nos hable de Beatriz Obregón –le dijo a Amalia.

Ya os hablé de ella el otro día. ¿Qué narices queréis que os cuente ahora?

La verdad.

Violeta sacó del bolsillo el sobre que encontramos en el escritorio y lo puso encima de la mesa. Amalia lo contempló con el ceño fruncido.

¿Qué es eso? –preguntó.

Una carta del capitán Simón Cienfuegos dirigida a Beatriz Obregón. Estaba en el desván de Villa Candelaria.

La anciana se quedó mirando el sobre largo rato, en silencio. Le dio un sorbo a su vaso de vino y, como si aquel trozo de papel le hubiera traído buenos recuerdos, sonrió.

La señorita Beatriz me leyó esa carta cientos de veces –dijo en voz baja–, y a mí me encantaba oírla. Yo era una cría por aquel entonces y aún me encandilaba con esas paparruchas románticas.

Entonces, usted sí que conocía al capitán Cienfuegos.

Claro que le conocía.

¿Y por qué nos mintió?

El rostro de Amalia recuperó su huraña expresión habitual.

Porque eres una Obregón, niña –contestó–. Y a mí no me gustan los Obregón.

Mi familia ha cambiado mucho desde que usted trabajó en Villa Candelaria –repuso Violeta con suavidad–. Si quiere, puede preguntárselo a doña Ramona, su vecina. Ahora nos parecemos más a Beatriz que a su padre.

La mala sangre se hereda –replicó con acritud la anciana.

Bueno, haga la prueba. ¿Por qué no nos cuenta cómo se conocieron Beatriz y Simón Cienfuegos?

Amalia dudó unos instantes y dejó escapar un débil suspiro. Tras un nuevo sorbo de vino, comenzó a hablar.

La señorita Beatriz solía pasear por el puerto y yo la acompañaba, aunque me daba un poco de miedo, porque en los muelles había muchos hombres y no todos eran de fiar. Pero a la señorita le gustaban los barcos; se imaginaba de dónde venían y adónde iban, y hacía planes fantasiosos sobre los países que, algún día, pensaba visitar –hizo una pausa–. Creo que fue durante la primavera de mil ochocientos noventa y nueve cuando sucedió. Una tarde, nos quedamos en el puerto más tiempo de lo normal. Cuando comenzó a anochecer nos dirigimos a casa, pero entonces nos salieron al paso tres marineros. Estaban borrachos y traían malas intenciones. Al principio se conformaron con decirnos groserías, pero luego empezaron a forcejear con nosotras. A mí me rasgaron el vistido, creí que nos iban a violar allí mismo…

La anciana extravió la mirada, como si su mente hubiera encallado en algún remoto escollo de la memoria.

¿Y qué pasó? –preguntó Violeta.

Que de pronto, digo yo que atraído por nuestros gritos, apareció el capitán Cienfuegos. Venía solo, pero se enfrentó sin dudarlo con aquellos marineros; a dos de ellos los derribó a puñetazos, y el tercero salió corriendo como alma que lleva el diablo. Luego, el capitán nos condujo al Savanna para curarnos los rasguños que aquellos salvajes nos habían hecho. Así se conocieron la señorita y Simón Cienfuegos.

¿Y cuándo se enamoraron?

Amalia profirió una risa cascada.

La señorita Beatriz se enamoró de él nada más verle. Y yo también, qué diantre, aunque sólo era una cría –su mirada se tornó soñadora–. El capitán Cienfuegos era algo y fuerte, con los hombros anchos y la piel del color del bronce. Tenía el pelo ensortijado y los ojos grandes, tan negros como la noche; además, era todo un caballero, el hombre más amable y atento que he conocido –suspiró–. El capitán venía a Santander dos o tres veces al año, y cada vez que regresaba se veía con la señorita Beatriz. Eso duró un par de años, pero desde el principio fueron como el fuego y la yesca; estaban destinados el uno al otro. Luego, se marcharon juntos y jamás volví a verlos.

¿Cómo fue? –preguntó Violeta–. ¿Cómo se fugaron?

La anciana volvió a suspirar.

Los padres de la señortia Beatriz y los de Sebastián Mendoza fijaron la fecha de la boda para principios de junio. La señorita estaba desesperada y me pidió que fuera todos los días al puerto para aguardar la llegada del Savanna. Pero el Savanna no llegaba, y la señorita se marchitaba como una flor –hizo una larga pausa y prosiguió–: Al final, el capitán Cienfuegos regresó a Santander la víspera de la boda. Yo misma ayudé a la señorita a hacer el equipaje y juntas, como ladrones en la noche, salimos de Villa Candelaria camino de los muelles. Luego, la señorita se reunió con el capitán, subieron al Savanna y se fueron para siempre. Eso es todo, ya no hay más que contar.

¿Y el collar? –pregunté.

Amalia me miró con extrañeza.

Las Lágrimas de Shiva, el regalo de compromiso que le hizo Sebastián Mendoza a Beatriz.

Ah, ese collar… Sí, hubo mucho revuelo cuando desapareció.

¿Se lo llevó Beatriz?

La anciana se encogió de hombros.

Qué sé yo. La señorita Beatriz no me dijo nada. Pero si se lo llevó, hizo muy bien. A fin de cuentas era suyo, ¿no? Se lo habían regalado –Amalia apuró el vino de un trago y se puso trabajosamente en pie–. Bueno, basta de charla –resolvió–; tengo que ir a comprar.

Un momento –la contuvo Violeta–. Es usted quien lleva flores a la tumba de Beatriz, ¿verdad?

Sí… –contestó débilmente.

¿Y por qué lo hace? Beatriz no está en esa tumba.

Amalia ladeó la cabeza, como si quisiera ocultar el rostro, pero me pareció entrever un vidrioso titubeo de lágrimas en su mirada.

Hace muchos años –dijo en voz muy bajita–, creo que fue en el cuarenta y nueve o el cincuenta, recibí una carta del capitán Cienfuegos. Era muy corta; el capitán sólo quería anunciarme que la señorita Beatriz había muerto en Jamaica de unas malas fiebres –tragó saliva–. La lloré mucho –musitó mientras renqueaba, alejándose de nosotros apoyada en su bastón; y agregó–: Aún la sigo llorando…

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